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Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa. Había llegado a Barranquilla esa mañana desde el pueblo distante donde vivía la familia y no tenía la menor idea de cómo encontrarme. Preguntando por aquí y por allá entre los conocidos, le indicaron que me buscara en la librería Mundo o en los cafés vecinos, donde iba dos veces al día a conversar con mis amigos escritores. El que se lo dijo le advirtió: «Vaya con cuidado porque son locos de remate». Llegó a las doce en punto. Se abrió paso con su andar ligero por entre las mesas de libros en exhibición, se me plantó enfrente, mirándome a los ojos con la sonrisa pícara de sus días mejores, y antes que yo pudiera reaccionar, me dijo:
–Soy tu madre.
Algo había cambiado en ella que me impidió reconocerla a primera vista. Tenía cuarenta y cinco años. Sumando sus once partos, había pasado casi diez años encinta y por lo menos otros tantos amamantando a sus hijos. Había encanecido por completo antes de tiempo, los ojos se le veían más grandes y atónitos detrás de sus primeros lentes bifocales, y guardaba un luto cerrado y serio por la muerte de su madre, pero conservaba todavía la belleza romana de su retrato de bodas, ahora dignificada por un aura otoñal. Antes de nada, aun antes de abrazarme, me dijo con su estilo ceremonial de costumbre:
–Vengo a pedirte el favor de que me acompañes a vender la casa.
No tuvo que decirme cuál, ni dónde, porque para nosotros sólo existía una en el mundo: la vieja casa de los abuelos en Aracataca, donde tuve la buena suerte de nacer y donde no volví a vivir después de los ocho años. Acababa de abandonar la facultad de derecho al cabo de seis semestres, dedicados más que nada a leer lo que me cayera en las manos y recitar de memoria la poesía irrepetible del Siglo de Oro español. Había leído ya, traducidos y en ediciones prestadas, todos los libros que me habrían bastado para aprender la técnica de novelar, y había publicado seis cuentos en suplementos de periódicos, que merecieron el entusiasmo de mis amigos y la atención de algunos críticos. Iba a cumplir veintitrés años el mes siguiente, era ya infractor del servicio militar y veterano de dos blenorragias, y me fumaba cada día, sin premoniciones, sesenta cigarrillos de tabaco bárbaro. Alternaba mis ocios entre Barranquilla y Cartagena de Indias, en la costa caribe de Colombia, sobreviviendo a cuerpo de rey con lo que me pagaban por mis notas diarias en El Heraldo, que era casi menos que nada, y dormía lo mejor acompañado posible donde me sorprendiera la noche. Como si no fuera bastante la incertidumbre sobre mis pretensiones y el caos de mi vida, un grupo de amigos inseparables nos disponíamos a publicar una revista temeraria y sin recursos que Alfonso Fuenmayor planeaba desde hacía tres años. ¿Qué más podía desear?
Más por escasez que por gusto me anticipé a la moda en veinte años: bigote silvestre, cabellos alborotados, pantalones de vaquero, camisas de flores equívocas y sandalias de peregrino. En la oscuridad de un cine, y sin saber que yo estaba cerca, una amiga de entonces le dijo a alguien: «El pobre Gabito es un caso perdido». De modo que cuando mi madre me pidió que fuera con ella a vender la casa no tuve ningún estorbo para decirle que sí. Ella me planteó que no tenía dinero bastante y por orgullo le dije que pagaba mis gastos.
En el periódico en que trabajaba no era posible resolverlo. Me pagaban tres pesos por nota diaria y cuatro por un editorial cuando faltaba alguno de los editorialistas de planta, pero apenas me alcanzaban. Traté de hacer un préstamo, pero el gerente me recordó que mi deuda original ascendía a más de cincuenta pesos. Esa tarde cometí un abuso del cual ninguno de mis amigos habría sido capaz. A la salida del café Colombia, junto a la librería, me emparejé con don Ramón Vinyes, el viejo maestro y librero catalán, y le pedí prestados diez pesos. Sólo tenía seis.
Ni mi madre ni yo, por supuesto, hubiéramos podido imaginar siquiera que aquel cándido paseo de sólo dos días iba a ser tan determinante para mí, que la más larga y diligente de las vidas no me alcanzaría para acabar de contarlo. Ahora, con más de setenta y cinco años bien medidos, sé que fue la decisión más importante de cuantas tuve que tomar en mi carrera de escritor. Es decir: en toda mi vida.
Hasta la adolescencia, la memoria tiene más interés en el futuro que en el pasado, así que mis recuerdos del pueblo no estaban todavía idealizados por la nostalgia. Lo recordaba como era: un lugar bueno para vivir, donde se conocía todo el mundo, a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. Al atardecer, sobre todo en diciembre, cuando pasaban las lluvias y el aire se volvía de diamante, la Sierra Nevada de Santa Marta parecía acercarse con sus picachos blancos hasta las plantaciones de banano de la orilla opuesta. Desde allí se veían los indios arhuacos corriendo en filas de hormiguitas por las cornisas de la sierra, con sus costales de jengibre a cuestas y masticando bolas de coca para entretener a la vida. Los niños teníamos entonces la ilusión de hacer pelotas con las nieves perpetuas y jugar a la guerra en las calles abrasantes. Pues el calor era tan inverosímil, sobre todo durante la siesta, que los adultos se quejaban de él como si fuera una sorpresa de cada día. Desde mi nacimiento oí repetir sin descanso que las vías del ferrocarril y los campamentos de la United Fruit Company fueron construidos de noche, porque de día era imposible agarrar las herramientas recalentadas al sol.
La única manera de llegar a Aracataca desde Barranquilla era en una destartalada lancha de motor por un caño excavado a brazo de esclavo durante la Colonia, y luego a través de una vasta ciénaga de aguas turbias y desoladas, hasta la misteriosa población de Ciénaga. Allí se tomaba el tren ordinario que había sido en sus orígenes el mejor del país, y en el cual se hacía el trayecto final por las inmensas plantaciones de banano, con muchas paradas ociosas en aldeas polvorientas y ardientes, y estaciones solitarias. Ése fue el camino que mi madre y yo emprendimos a las siete de la noche del sábado 18 de febrero de 1950 –vísperas del carnaval– bajo un aguacero diluvial fuera de tiempo y con treinta y dos pesos en efectivo que nos alcanzarían apenas para regresar si la casa no se vendía en las condiciones previstas.
Los vientos alisios estaban tan bravos aquella noche, que en el puerto fluvial me costó trabajo convencer a mi madre de que se embarcara. No le faltaba razón. Las lanchas eran imitaciones reducidas de los buques de vapor de Nueva Orleáns, pero con motores de gasolina que le transmitían un temblor de fiebre mala a todo lo que estaba a bordo. Tenían un saloncito con horcones para colgar hamacas en distintos niveles, y escaños de madera donde cada quien se acomodaba a codazos como pudiera con sus equipajes excesivos, bultos de mercancías, huacales de gallinas y hasta cerdos vivos. Tenían unos pocos camarotes sofocantes con dos literas de cuartel, casi siempre ocupados por putitas de mala muerte que prestaban servicios de emergencia durante el viaje. Como a última hora no encontramos ninguno libre, ni llevábamos hamacas, mi madre y yo nos tomamos por asalto dos sillas de hierro del corredor central y allí nos dispusimos a pasar la noche.
Tal como ella temía, la tormenta vapuleó la temeraria embarcación mientras atravesábamos el río Mag-dalena, que a tan corta distancia de su estuario tiene un temperamento oceánico. Yo había comprado en el puerto una buena provisión de cigarrillos de los más baratos, de tabaco negro y con un papel al que poco le faltaba para ser de estraza, y empecé a fumar a mi manera de entonces, encendiendo uno con la colilla del otro, mientras releía Luz de agosto, de William Faulkner, que era entonces el más fiel de mis demonios tutelares. Mi madre se aferró a su camándula como de un ca-brestante capaz de desencallar un tractor o sostener un avión en el aire, y de acuerdo con su costumbre no pidió nada para ella, sino prosperidad y larga vida para sus once huérfanos. Su plegaria debió llegar a donde debía, porque la lluvia se volvió mansa cuando entramos en el caño y la brisa sopló apenas para espantar a los mosquitos. Mi madre guardó entonces el rosario y durante un largo rato observó en silencio el fragor de la vida que transcurría en torno de nosotros.
Había nacido en una casa modesta, pero creció en el esplendor efímero de la compañía bananera, del cual le quedó al menos una buena educación de niña rica en el colegio de la Presentación de la Santísima Virgen, en Santa Marta. Durante las vacaciones de Navidad bordaba en bastidor con sus amigas, tocaba el clavicordio en los bazares de caridad y asistía con una tía chaperona a los bailes más depurados de la timorata aristocracia local, pero nadie le había conocido novio alguno cuando se casó contra la voluntad de sus padres con el telegrafista del pueblo. Sus virtudes más notorias desde entonces eran el sentido del humor y la salud de hierro que las insidias de la adversidad no lograrían derrotar en su larga vida. Pero la más sorprendente, y también desde entonces la menos sospechable, era el talento exquisito con que lograba disimular la tremenda fuerza de su carácter: un Leo perfecto. Esto le había permitido establecer un poder matriarcal cuyo dominio alcanzaba hasta los parientes más remotos en los lugares menos pensados, como un sistema planetario que ella manejaba desde su cocina, con voz tenue y sin parpadear apenas, mientras hervía la marmita de los frijoles.
Viéndola sobrellevar sin inmutarse aquel viaje brutal, yo me preguntaba cómo había podido subordinar tan pronto y con tanto dominio las injusticias de la pobreza. Nada como aquella mala noche para ponerla a prueba. Los mosquitos carniceros, el calor denso y nauseabundo por el fango de los canales que la lancha iba revolviendo a su paso, el trajín de los pasajeros desvelados que no encontraban acomodo dentro del pellejo, todo parecía hecho a propósito para desquiciar la índole mejor templada. Mi madre lo soportaba inmóvil en su silla, mientras las muchachas de alquiler hacían la cosecha de carnaval en los camarotes cercanos, disfrazadas de hombres o de manolas. Una de ellas había entrado y salido del suyo varias veces, siempre con un cliente distinto, y al lado mismo del asiento de mi madre. Yo pensé que ella no la había visto. Pero a la cuarta o quinta vez que entró y salió en menos de una hora, la siguió con una mirada de lástima hasta el final del corredor.
–Pobres muchachas –suspiró–. Lo que tienen que hacer para vivir es peor que trabajar.