Una familia cariñosa, un vecindario repleto de niños y una mamá que cantaba todo el día… Sylvia Acevedo amaba todo lo que tenía en la vida. Un día se enfermó su hermanita, y todo cambió.
Mientras su familia luchaba por salir adelante después de esa devastadora enfermedad, la vida de la pequeña Sylvia se transformó cuando ingresó a las Brownies. En Girl Scouts le enseñaron a crear sus propias oportunidades. La ayudaron a planificar su futuro y alimentaron su amor por los números y la ciencia.
Con renovada seguridad, Sylvia navegó a través de las diferentes expectativas culturales de su escuela y su hogar, abriéndose su propio camino hasta convertirse en una de lxs primerxs latinx en obtener una maestría en ingeniería de la Universidad de Stanford y en una de las pocas ingenieras astronáuticas en el Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA.
¡Disponible en español y ingles!
Sylvia Acevedo es actualmente la Directora Ejecutiva de Girl Scouts de Estados Unidos. Su inspiradora historia, contada con calidez y perspicacia, alienta a los lectores a soñar en grande y a convertir sus sueños en realidad.
Una familia cariñosa, un vecindario repleto de niños y una mamá que cantaba todo el día… Sylvia Acevedo amaba todo lo que tenía en la vida. Un día se enfermó su hermanita, y todo cambió.
Mientras su familia luchaba por salir adelante después de esa devastadora enfermedad, la vida de la pequeña Sylvia se transformó cuando ingresó a las Brownies. En Girl Scouts le enseñaron a crear sus propias oportunidades. La ayudaron a planificar su futuro y alimentaron su amor por los números y la ciencia.
Con renovada seguridad, Sylvia navegó a través de las diferentes expectativas culturales de su escuela y su hogar, abriéndose su propio camino hasta convertirse en una de lxs primerxs latinx en obtener una maestría en ingeniería de la Universidad de Stanford y en una de las pocas ingenieras astronáuticas en el Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA.
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Camino a las estrellas: Mi recorrido de Girl Scout a ingeniera astronáutica (Path to the Stars Spanish edition)
352Camino a las estrellas: Mi recorrido de Girl Scout a ingeniera astronáutica (Path to the Stars Spanish edition)
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Overview
Una familia cariñosa, un vecindario repleto de niños y una mamá que cantaba todo el día… Sylvia Acevedo amaba todo lo que tenía en la vida. Un día se enfermó su hermanita, y todo cambió.
Mientras su familia luchaba por salir adelante después de esa devastadora enfermedad, la vida de la pequeña Sylvia se transformó cuando ingresó a las Brownies. En Girl Scouts le enseñaron a crear sus propias oportunidades. La ayudaron a planificar su futuro y alimentaron su amor por los números y la ciencia.
Con renovada seguridad, Sylvia navegó a través de las diferentes expectativas culturales de su escuela y su hogar, abriéndose su propio camino hasta convertirse en una de lxs primerxs latinx en obtener una maestría en ingeniería de la Universidad de Stanford y en una de las pocas ingenieras astronáuticas en el Laboratorio de Propulsión a Chorro de la NASA.
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Sylvia Acevedo es actualmente la Directora Ejecutiva de Girl Scouts de Estados Unidos. Su inspiradora historia, contada con calidez y perspicacia, alienta a los lectores a soñar en grande y a convertir sus sueños en realidad.
Product Details
ISBN-13: | 9781328534842 |
---|---|
Publisher: | HarperCollins |
Publication date: | 09/04/2018 |
Sold by: | HARPERCOLLINS |
Format: | eBook |
Pages: | 352 |
File size: | 20 MB |
Note: | This product may take a few minutes to download. |
Age Range: | 10 - 12 Years |
Language: | Spanish |
About the Author
Read an Excerpt
Capítulo 1
Nací a la sombra del Monte Rushmore
Mi papá no era muy bueno contando historias. Le gustaban los hechos y la información. Si le preguntaban acerca de la Revolución Mexicana o sobre el punto de congelamiento del agua, podía hablar todo el día, y sonaba adulto e importante, como los hombres que dan las noticias en la televisión. Mi mami era la cuentista de la familia, siempre que el tema fuera la gente. Yo creía que ella conocía a todas las personas del mundo; quiénes eran sus familiares, de dónde venían, lo que hacían todo el día.
Sin embargo, mi papá se sabía una historia que siempre me encantaba escuchar.
—¡Papá, cuéntame la historia del hospital! —le rogaba yo. A veces tenía que insistir un par de veces, pero siempre terminaba por levantar los ojos de su libro.
—El hospital —repetía con un tono de voz amable—. Pasaba por ahí todos los días, pero nunca había entrado. No estaba lejos de la Base de la Fuerza Aérea Ellsworth, donde vivíamos y donde yo estaba estacionado en Dakota del Sur, a menos de una hora del Monte Rushmore —comenzaba su narración.
Siempre empezaba hablándome de sus días en el ejército. Mi papá se sentía orgulloso de haber prestado servicio en el ejército, así que parte de su historia era acerca de cómo había ingresado a la institución después de la guerra de Corea, como teniente de la Artillería de Defensa Aérea.
—Tu hermano Mario ya tenía dos años —continuaba mi papá, llegando por fin a la parte importante de la historia. Cuando nos dimos cuenta de que el nuevo bebé estaba a punto de nacer, llevé a tu mami al hospital. Entramos todos, incluso Mario. La enfermera me dijo que a tu mami todavía le faltaba un buen rato para dar a luz, así que podía irme y regresar más tarde. Entonces me fui a casa, en la base, y dejé a Mario con un vecino. Cuando volví al hospital me dijeron que todavía iba a pasar un rato antes de que pudiera ver a tu madre.
En aquel tiempo, los padres se quedaban en la sala de espera mientras nacían sus bebés, y a los recién nacidos por lo general los llevaban a los cuneros, no los dejaban con sus madres. Pasó un largo rato antes de que una enfermera saliera a decirle a mi papá que mi mami estaba bien, pero que estaba dormida. También le dijo que ya podía ver a su bebé.
Cuando mi papá llegó a los cuneros, miró a través de una gran ventana y vio filas de cunas de metal con ventanas laterales de plástico transparente no mucho más grandes que un diminuto recién nacido. Algunos bebés tenían el cabello rubio, algunos lo tenían castaño y otros no tenían nada de pelo. Y casi todos eran de piel clara. Solo había un bebé con el cabello bien oscuro.
—¡Esa era yo! —me apresuraba a decir—. No tenía ni un día de nacida.
Yo sabía que para mi papá no había sido difícil identificarme entre todos los bebés, porque me parecía a él, aunque él fuera un hombre adulto en uniforme militar y yo fuera una pequeña bebé envuelta en una cobijita blanca. Él supo al instante que yo era su bebé. Y estoy segura de que yo también supe al instante que él era mi papá.
Mi papá asentía y a veces hasta sonreía. Yo esperaba que dijera algo más pero, casi siempre, su nariz volvía a clavarse en el libro.
Siempre me emocionaba mucho escuchar esta historia, pero con los años llegué a entender lo que había significado para mi mami vivir en Dakota del Sur. La familia de mi papá era de México, pero él había crecido en Texas. Había realizado todos sus estudios, incluida la universidad, en Estados Unidos, y hablaba muy bien inglés. Acababa de graduarse y estaba cumpliendo con su compromiso militar ROTC como oficial estacionado en Dakota del Sur. Iba todos los días a su trabajo en el batallón de misiles que protegía la Base de la Fuerza Aérea Ellsworth.
Mi mami, en cambio, había crecido en Parral, México, en el estado de Chihuahua, y no entendía ni una palabra de inglés. Los vecinos le regalaron ropa de bebé y gruesos abrigos para resistir el brutal invierno de Dakota del Sur, pero ninguno hablaba español. Mi papá pasaba la noche fuera de casa con frecuencia y ella se quedaba sola con dos niños pequeños.
Recuerdo a mi mami cantándonos una canción sobre un marranito mientras contaba nuestros dedos de las manos y de los pies. A Mario y a mí nos encantaba tener toda su atención puesta en nosotros y a ella le encantaba jugar con nosotros y hacernos reír. Pero no había adultos con los que pudiera conversar, excepto mi papá.
Hasta el paisaje era muy diferente a lo que mi mami estaba acostumbrada: colinas llenas de árboles y llanuras onduladas en lugar de un desierto salpicado de cactus y plantas espinosas. Los veranos eran muy calientes, con moscas negras revoloteando por todas partes. Los inviernos eran helados. Lo único que era igual eran las estrellas.
A mi mami no le gustaba quejarse, pero debió sentirse muy sola. La embargó la alegría cuando al cabo de dos años finalizó el periodo de servicio de mi papá y lo licenciaron del ejército. Ahora podíamos mudarnos libremente a otro lugar.
Mis padres empacaron todas nuestras cosas en su Ford beige de 1955 y manejaron mil millas hacia el sur, hasta Las Cruces, Nuevo México. Llegamos a vivir con la tía Alma, la hermana mayor de mi papá, y su familia, los Barba: Uncle Sam Barba y mis primos Debbie, Cathy y Sammy. No sé por qué llamábamos a mi tía “tía” pero a mi tío “uncle”, en inglés. Así lo hacíamos y punto. Mi abuelita Juanita, la madre de mi padre, también vivía con los Barba. Cuando nos mudamos con ellos, Mario tenía cuatro años y yo, dos.
Recuerdo, desde el primer día, el cotorreo de los adultos platicando en español; un remolino de palabras, canciones, discusiones, cuentos y risas, con mi madre de alguna manera siempre en el centro de la interacción. Mis primos hablaban una mezcla de inglés y español, pero Mario y yo solo hablábamos español por aquel entonces.
Recuerdo el desayuno en la sala de estar, sentada a la mesa con Mario y mis primos, cada uno con su pequeño vaso de jugo y su plato hondo de cereal. Mario y yo dormíamos en esa misma habitación porque el resto de los cuartos estaban llenos.
La casa estaba repleta de gente, pero a mí eso no me importaba porque siempre había con quien jugar. Todos los días, después del desayuno, hacíamos maromas y nos perseguíamos unos a otros por todo el patio y por un callejón que había detrás de la casa, descubriendo el mundo. Recuerdo que corría tratando de alcanzar a Mario y a mis primos mayores; corría por el puro placer de sentir la velocidad y el viento en la cara.
A mi padre, que creció con una hermana mucho mayor que él, le molestaba el ruido de cinco niños pequeños. Nos amaba, pero con frecuencia pasaba las tardes en la biblioteca en lugar de jugar con nosotros o ayudar a mi madre con los quehaceres domésticos.
Cuando consiguió trabajo, mi papá dejó de usar su uniforme militar y comenzó a vestirse como los otros hombres de nuestro nuevo vecindario: pantalones formales y camisa de abotonar con corbata. Así iba a la Universidad Estatal de Nuevo México, donde trabajaba como químico en los laboratorios de ciencias físicas. Mi tía, mi tío y mi abuela también eran empleados. Mi tía era maestra y mi tío trabajaba en el Campo de Misiles de White Sands. Mi abuela trabajaba en una tienda de ropa. Mi madre se quedaba en casa, encargada de los quehaceres domésticos y de cuidar a todos los niños. Era una gran responsabilidad.
Mi mami había crecido pobre, con trece hermanos. Solo estudió hasta sexto grado, pero ella quería educarse más. Tomó una clase de mecanografía y a los dieciséis años viajó por su cuenta rumbo al norte, hasta la ciudad fronteriza de Juárez, México, con el anhelo de trabajar como secretaria. No encontró empleo en Juárez, pero solía cruzar el puente peatonal que conducía a El Paso, Texas, donde encontró trabajo limpiando casas.
Mi mami hizo muchos amigos en El Paso. Tenía solo diecinueve años cuando conoció a mi papá. Cuando se mudaron a Las Cruces tenían casi cinco años de casados. Mi mami tenía veinticuatro años y mi papá tenía veintiséis.
A pesar de ser pequeña, la casa de mis tíos tenía alfombras suaves y un piano de media cola de verdad entre los muebles que se apiñaban en la sala. Mi mami, que había pasado muchas privaciones, creía que mi tía, mi tío y mi abuela se daban aires de aristócratas. Sentía que la menospreciaban porque había crecido en la pobreza. Tanto mi padre como su hermana habían terminado la universidad. Mi mami sabía que la familia de mi papá hubiera preferido que se casara con una mujer más educada que ella.
Mi papá se hubiera quedado encantado en la casa de su hermana, con todo y lo atestada que estaba, pero mi mami quería tener su propia casa. Por la tarde, cuando mi abuela regresaba del trabajo, mi mamá me llevaba a pasear y a buscar avisos que dijeran “Casa para rentar”.
A mi mami no le tomó mucho tiempo encontrar una nueva casa para nosotros, así que nos mudamos de la casa de los tíos. Nos fuimos a vivir a menos de una milla de ellos, en la calle Solano, una concurrida vía pública cerca de un arroyo, un barranco empinado y seco que se inundaba con los aguaceros del verano.
Nuestra nueva casa estaba hecha de bloques de hormigón y estaba pintada de verde por fuera. Era diminuta; apenas cabíamos los cuatro y nuestro perro, Manchas. Tenía dos cuartos pequeños, un baño, una cocina con espacio para una mesa y una sala con un sofá cama que ocupaba casi todo el espacio cuando estaba abierto. El cuarto que compartíamos Mario y yo tenía un clóset, dos camas pequeñas y un tapete redondo tejido a mano sobre el cual nos sentábamos con nuestros juguetes. Nos gustaba salir a jugar en el arroyo, donde había espacio para corretear.
Nuestra vecina de al lado criaba pollos y le vendía a mi mami huevos frescos. Los domingos, mi papá le compraba una gallina, ella la mataba y mi mami la preparaba para la cena, después de la misa. Algunos amigos de la iglesia nos regalaron muebles y mamá compró otros recurriendo a los planes de apartado de mercancía con pago a plazos de las tiendas, pues no teníamos tarjetas de crédito.
Mi madre era muy frugal con los gastos. Se las arregló para comprar una mesa de cocina de fórmica verde con sus sillas, así como otros muebles que nos faltaban.
Al poco tiempo de habernos mudado, la sala se llenó de más cosas debido a que la hermana menor de mi madre, la tía Angélica, llegó de México para quedarse con nosotros. Vino a ayudar a mi mami, que estaba esperando un bebé.
La tía Angélica era joven y bonita. Se recogía el cabello en una cola de caballo que se bamboleaba cuando ella movía la cabeza. Adoraba a mi madre, y a mi mami la hacía muy feliz el tener a su hermanita viviendo con nosotros. Platicaban, reían y cantaban todo el día.
La tía Angélica no quería ser una carga para la familia. Ayudaba a mi mami y encontró trabajo muy rápido limpiando la casa de la tía Alma y las casas de otra gente. Nos quería a Mario y a mí y nos halagaba, haciéndonos sentir especiales y muy inteligentes. Nos llevaba a la tienda de juguetes y nos compraba cualquier cosa con su propio dinero o nos invitaba a la sala de cine mexicano, donde un actor llamado Cantinflas nos hacía reír y reír.
Por la noche, la tía Angélica dormía en el sofá. En un pequeño espacio entre el sofá y la mesa del centro habían acomodado una cuna, y mi tía y mi mami desempacaban la vieja ropa de bebé mía y de Mario, mientras yo observaba fascinada.
Yo ya tenía cuatro años, pero no me interesaban mucho las muñecas (tenía un muñeco llamado Óscar que mi abuela me había regalado en Navidad). Sin embargo, tenía ganas de ver a ese hermanito o hermanita cuya ropa no era más grande que la ropa de Óscar. A pesar de que había visto fotos mías de cuando era bebé, me costaba imaginarme a otro bebé en nuestra casa. ¿Llorará todo el día? ¿Qué se sentirá tener otro hermano o hermana? ¿Cómo se irá a llamar? Y lo más importante: ¿El nuevo bebé será un niño, como Mario, o una niña, como yo? Yo pensaba que quizás mi papá preferiría otro niño, pero no quería preguntárselo. Mi mami, sonriendo, se negó a decir qué prefería ella. Solo nos quedaba esperar para ver qué era.
Una mañana, no vi a mi madre en la cocina. En su lugar estaba la tía Angélica, cantando a dúo con la radio mientras me servía mi jugo de naranja. Sonriendo, nos dijo a Mario y a mí que teníamos una nueva hermanita llamada Laura. Mi mami y Laura se tenían que quedar en el hospital durante unos cuantos días, y mientras tanto la tía Angélica se encargaría de cuidarnos.
Todos los días, mientras mi mami estuvo ausente, la tía Angélica nos llevaba al centro, a la tienda Woolworth’s, a comprarnos un juguete; o nos poníamos a jugar los tres; o ella se sentaba al sol a pintarse las uñas de rosa mientras nosotros jugábamos en el arroyo.
En tan corto tiempo yo había aprendido a querer a la tía Angélica, pero aun así, se me hizo muy largo el tiempo que tuvimos que esperar hasta que mis padres trajeron a Laura a casa. El día que llegó mi hermanita, Mario y yo nos instalamos todo el tiempo en la sala para verla. Manchas también tenía mucha curiosidad. Mientras nos turnábamos para cargarla, él la olía por todos lados. Yo también la olí. Decidí que olía un poco como la leche amarga. Laura tenía el cabello oscuro, como el mío, pero el suyo era chino, y nos observaba con unos ojos oscuros llenos de curiosidad.
Todos amábamos a Laura, pero Manchas se convirtió en su protector. Por la noche, daba varias vueltas alrededor de su cuna antes de echarse frente a ella y cerrar los ojos. De esa manera la mantenía vigilada incluso mientras él mismo dormía.
Un día, al poco tiempo de haber nacido Laura, mi papá llegó temprano a casa y dijo que lo habían corrido del trabajo. Había estado teniendo problemas y ahora la universidad no quería que siguiera trabajando para ellos. En ese momento, yo no entendía lo que pasaba, pero de mayor llegué a entender que a mi padre lo habían corrido porque no se estaba tomando su trabajo en serio. Llegaba tarde o se iba temprano, o no escuchaba lo que le decían sus jefes y por ello cometía errores. No ponía atención a los detalles, no ponía suficiente cuidado. De hecho, había sido descuidado, lo cual era peligroso ya que trabajaba con químicos.
El ambiente era tenso en nuestra pequeña casa, con tres niños pequeños, aunque yo no sabía por qué. Creí que ahora mi papá se quedaría en casa y jugaría con nosotros. En cambio, mi papá se pasaba los días en la biblioteca y gran parte de los fines de semana en la casa de su hermana.
Muy pronto, Uncle Sam, el esposo de mi tía Alma, lo ayudó a mi padre a conseguir una entrevista en el Campo de Misiles de White Sands. Para alivio de todos, a mi papá le ofrecieron un empleo como analista químico. Ahora tenía que levantarse temprano para tomar el camión que lo llevaba al trabajo. Se iba antes de que Mario y yo nos despertáramos.
A los veintiocho años y después de haber sido despedido de un trabajo, mi padre se dio cuenta de que tenía que hacerse cargo de su familia. Tenía una esposa y tres hijos que dependían de él. Prometió que se tomaría este nuevo empleo con seriedad. Llegaba a tiempo al laboratorio y se esforzaba en su trabajo. Se sentía orgulloso de su nuevo puesto.
Mi papá ganaba más dinero en su nuevo trabajo en el campo de misiles que en su empleo anterior, así que mi madre comenzó a buscar una nueva casa para alquilar; una que no estuviera ubicada en una calle tan concurrida y que tuviera suficiente espacio para que la familia creciera con comodidad.
Mi mami siempre nos había advertido del peligro de los carros. Por eso jugábamos en el arroyo y no en la calle. Infortunadamente, parece que Manchas nunca la escuchó. Al poco tiempo de haber nacido Laura, Manchas se fue caminando por la calle y lo atropelló un carro. Mario y yo lloramos y lloramos, pero nadie pudo hacer nada. Papá y Uncle Sam lo enterraron en el desierto.
Al poco tiempo, mi mami nos dijo que había encontrado una casa en otra parte del pueblo, en la calle Griggs, que ni siquiera estaba pavimentada. No estaba muy lejos, así que podríamos seguir yendo a la iglesia caminando y ver a nuestros amigos del viejo vecindario. Nuestra nueva casa tenía tres cuartos y un patio grande con varios árboles tan grandes que podíamos trepar en ellos.
Mi mami se sentía muy a gusto en la calle Griggs. Desde que nos mudamos de Dakota del Sur a Las Cruces, hacía ya dos años, se sentía feliz porque de nuevo vivía rodeada de gente con la que podía hablar español. Ahora, en nuestra tercera vivienda en Las Cruces, tenía una casa espaciosa para la familia, que había crecido. Estaba segura de que nos podríamos quedar allí por un buen tiempo.
En la nueva casa, Mario tenía su propio cuarto y yo compartía el mío con Laura. Al igual que nosotros, la mayoría de nuestros vecinos tenían amigos y parientes en México. El tiempo casi siempre era soleado, así que la gente vivía fuera de sus casas y pasaba horas en los jardines y en un parque que quedaba al final de la calle. Mi madre siempre tenía comida para recibir a las visitas, e hizo muchos amigos en poco tiempo.
Mario y yo también hicimos amigos. Había niños por todos lados. Si querías encontrar con quien jugar, solo tenías que salir de tu casa.
Después de que nos mudamos a la calle Griggs, mi padre compró un carro, un Rambler usado. Nos encantaba porque era espacioso y el respaldo del asiento trasero se podía inclinar hacia adelante. A mi padre le gustaba que ahora podía manejar hasta el punto de control del campo de misiles. Allí se estacionaba y tomaba un camión que lo llevaba otras veintiséis millas por las montañas Organ hasta su trabajo. El viaje por un terreno montañoso significaba un gran esfuerzo para el motor de un carro, y mi padre no quería desgastar tanto el Rambler. Además, le gustaba leer el diario El Paso Times mientras viajaba en el camión, aunque también leía otros periódicos en la biblioteca. No le gustaba mucho el diario local, Las Cruces Sun-News.
Mi madre tenía una hermosa voz y cantaba cuando estaba contenta. Después de que nos mudamos a la calle Griggs, la escuchaba cantar a dúo con la radio cuando me despertaba en las mañanas. En aquella época no había emisoras de radio en español en Las Cruces, así que ella sintonizaba emisoras en español de la cercana ciudad de Juárez, México. Me encantaba cuando sonaban sus canciones favoritas, como “Qué rico el mambo” o “Cielito lindo”. Mi mami nos hacía dar vueltas a Mario o a mí al ritmo de la animada música hasta que nos mareábamos. Entonces, cargaba a Laura y bailaba con ella en sus brazos por toda la cocina, cantando con alegría sobre el rico mambo o sobre un ser querido.
Mi mami tenía un travieso sentido del humor y le encantaba hacer bromas. Recuerdo que, cuando Mario y yo jugábamos en el patio, ella solía subirse al techo de la casa y llamarnos desde allí. Nosotros la oíamos, pero antes de que pudiéramos darnos cuenta dónde estaba, saltaba y caía junto a nosotros, sorprendiéndonos. Como se reía, nos dábamos cuenta de que no estaba molesta con nosotros, y en un instante nos estábamos riendo nosotros también.
Cuando nos mudamos a Las Cruces, era un pueblo muy pequeño. La mayoría de las calles no estaban pavimentadas. Había vendedores de frutas y verduras que vendían su mercancía en sus carros tirados por caballos o mulas. Y abundaban los perros callejeros. Cuando querías hacer una llamada telefónica, levantabas el auricular y marcabas solo cuatro números. Cuando tenías que mandar una carta por correo, solo escribías en el sobre el nombre de la persona y el de la calle. No tenías que preocuparte por poner el nombre de la ciudad ni el código postal si el destinatario vivía en Las Cruces.
Para mí, los días eran mágicos. Mi madre trataba de planificar nuestros días, pero siempre era muy hospitalaria con las visitas imprevistas que nos hacían cambiar de planes. Los fines de semana venían amigos y familiares, y disfrutábamos largas tardes que se extendían hasta la noche, llenas de diversión y comida. Si por mi padre fuera, se hubiera pasado los fines de semana leyendo, pero sabía lo importante que era cerrar su libro y dedicarles tiempo a la familia y a las visitas.
Mi papá era más estricto que mi mami. A veces nos pegaba cuando nos portábamos mal. Yo lloraba a voz en grito, incluso cuando sabía que había hecho algo malo. Pensaba que mi papá era malo, aunque sabía que lo quería. Pero en realidad a todos los niños del barrio les pegaban de vez en cuando.
Mi mami, en cambio, no nos pegaba. Si Mario y yo estábamos peleando, nos encerraba juntos en el baño y nos decía que no podíamos salir hasta que hiciéramos las paces. Sabía que arreglaríamos nuestras diferencias con tal de salir de ese pequeño cuarto.
En poco tiempo, creo que mi madre ya conocía a todas las familias del barrio. Sabía quién necesitaba ayuda, ya fuera una comida o que le cuidaran a un niño o le hicieran un mandado en la tienda. Sabía quién estaba esperando bebé y necesitaba una cuna, y el niño de quién ya dormía en una cama así que tenía una cuna para regalar. A mi mami le encantaba cocinar para las visitas. Y a mí me encantaba nuestra comunidad tan unida, en la que cada día parecía regalarnos nuevos amigos y reuniones.
Me encantaban especialmente las fiestas de cumpleaños, cuando nos turnábamos para golpear con un pesado palo la piñata que colgaba de un árbol del parque o del patio de una casa. Cuando uno de los niños al fin lograba romper la piñata, todos nos arremolinábamos para recoger los dulces que caían al suelo como lluvia. Después de la piñata, nos daban un colorido pastel de cumpleaños y helado, y mi madre servía su ponche especial, hecho con Kool-Aid, refresco 7-Up y gajos de naranja. Antes de partir, mi mami dirigía “Las mañanitas”, la canción de cumpleaños mexicana. Ella cantaba los versos y todos cantábamos el coro. Excepto la Navidad, no había nada mejor para mí que una fiesta de cumpleaños.
Ahora que teníamos un carro confiable, mi padre manejaba cuarenta y cinco millas hasta El Paso para visitar a su padre, el abuelito Mario. Los padres de mi papá se divorciaron cuando él tenía ocho años y mi abuelo después formó otra familia. Mi padre lo visitaba sin falta cada dos semanas. Viajaba con su madre, mi abuelita Juanita, y la dejaba en casa de su hermana antes de ir a visitar al abuelo.
Cada viaje a El Paso era un gran acontecimiento para toda la familia. Cruzábamos la frontera mexicana para ir a Juárez a comprar cosas que en Estados Unidos no se conseguían o eran más caras. Íbamos a las grandes tiendas por departamentos de El Paso, como La Popular, que le encantaba a mi madre porque ahí vendían la ropa de moda. Después, íbamos a veces a visitar a mi abuelito y al final del día nos deteníamos para recoger a mi abuelita en la casa de su hermana. Me encantaban nuestros viajes a esa gran ciudad, aunque no siempre visitáramos al abuelito. La mayoría de las veces, mi papá iba solo con su madre. De pequeña, esto no me molestaba. Mi papá casi nunca estaba en casa, así que para mí no había diferencia si estaba trabajando o visitando a su padre. Pero ya un poco más grande, yo también quería ir a visitar a mi abuelo.
Recuerdo un sábado en particular en el que mi papá nos dijo que todos iríamos con él a El Paso. Mi mami nos puso nuestra mejor ropa y me pareció que se veía hermosa con un vestido de flores que normalmente solo llevaba a la iglesia. Nos montamos al carro e iniciamos el viaje de una hora. Esta vez, mi abuelita no vino con nosotros. Fuimos de compras y luego fuimos a la casa de mi abuelito a visitarlo. Mi abuelito y su familia no estaban, así que nos sentamos en las escaleras a esperarlos.
Al cabo de un rato, mi madre sugirió que nos fuéramos a casa porque se estaba haciendo tarde. Mi padre se negó. Dijo que como él siempre iba a visitar a su padre en la tarde del sábado cada dos semanas, el abuelito Mario sabía que vendría, así que en cualquier momento llegaría. Mi madre sabía que esta visita era importante para mi padre, de manera que la espera se extendió por varias horas. Mario y yo nos comenzamos a poner inquietos y a quejarnos, y entonces mi madre nos dejó explorar el vecindario con la advertencia de que no nos alejáramos mucho. Dimos varias vueltas a la manzana investigando las casas, una iglesia y una pequeña tienda que había en una esquina. Cuando nos cansamos, regresamos a sentarnos en las escaleras de la casa del abuelo junto a mis padres y a Laura. Las sombras comenzaban a alargarse cuando el abuelito Mario, su esposa y sus hijas por fin llegaron.
Mario y yo estábamos muertos del hambre.
De haber sido ellos quienes estuvieran de visita en nuestra casa, mi madre les habría servido una comida completa sin ni siquiera preguntarles si tenían hambre. Pero, al parecer, mi abuelito y su esposa no tenían muchas ganas de vernos. Nos sentamos, incómodos, mientras mi papá y su padre conversaban. No habíamos comido desde el desayuno, pero tuvimos que contentarnos con unas galletas y un refresco compartido, y eso porque mi mami lo pidió.
Me sorprendió ver que para la familia de mi padre parecíamos ser una molestia. Cuando visitábamos a nuestros primos de Las Cruces o de México, todos salíamos corriendo a jugar. Pero las hijas de mi abuelo, las hermanastras de mi padre, eran mayores y no querían jugar con nosotros.
Durante el viaje de una hora de regreso a casa, mi padre no paró de platicar sobre la visita a su maravilloso padre, mientras que mi madre apenas abrió la boca, lo cual era raro en ella. Era como si mi papá estuviera describiendo una visita muy diferente a la que el resto de nosotros había experimentado.
Normalmente, después de una reunión, mi madre hablaba sobre la gente con la que habíamos estado y lo que habíamos hecho durante el día. Esta vez, sin embargo, fue muy amable y generosa con mi padre al no expresar su desacuerdo, aunque para mí era claro que mi abuelo no estaba muy contento de vernos. Recuerdo a mi mami diciendo “Sí, sí, sí” como si estuviera de acuerdo con todo lo que decía mi padre respecto a lo inteligente y maravilloso que era mi abuelo.
Yo creo que mi padre quería la atención de mi abuelo; por eso actuaba como cuando Mario y yo le decíamos “Papá, papá, papá”, cada vez más fuerte hasta lograr que levantara los ojos de su libro. Ese comportamiento no era normal en mi padre y, definitivamente, él no era así con su madre, mi abuelita Juanita.
Después de esa visita, pasaron muchos años antes de que regresáramos a visitar al abuelo en familia. A pesar de que mi padre continuó hablando de su padre con reverencia, no volvimos a pasar por la casa del abuelito cuando íbamos de compras a El Paso. Por consiguiente, no llegamos a conocer bien a las hermanastras de mi padre. Siempre sentí mucha curiosidad por ellas, pero mi padre casi no respondía mis preguntas al respecto.
Mi papá, en cambio, continuó visitando a su padre con regularidad, pero no nos pedía que fuéramos con él. Siempre iba sin nosotros, como lo hacía antes. Después de aquella visita, mi mami, Mario, Laura y yo nos quedábamos en casa.