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ERA CASI DICIEMBRE y Jonas empezaba aestar atemorizado. No; pensó que esa palabra no era la adecuada. Estar atemorizado significaba abrigar esa sensación profunda e indeseable de que algo terrible iba a ocurrir. Así se había sentido un año antes cuando una aeronave no identificada sobrevoló la comunidad en dos ocasiones. La había visto ambas veces. Entrecerrando los ojos para mirar al cielo, había visto el jet brillante, casi una mancha borrosa por la velocidad a la que pasó, y un segundo más tarde escuchó el estruendo que lo seguía. Luego una vez más, un momento después, en la dirección opuesta, el mismo avión. Al principio, solo se había sentido fascinado. Nunca había visto una aeronave tan de cerca, porque era contra las reglas que los Pilotos sobrevolaran la comunidad. En ocasiones, cuando algún avión de carga entregaba suministros en la pista de aterrizaje que se encontraba al otro lado del río, los niños pedaleaban en sus bicicletas hasta la orilla y miraban, intrigados, la descarga y luego el despegue hacia el oeste, siempre lejos de la comunidad. Pero la aeronave de un año antes había sido diferente. No era un avión de carga ancho y gordo, sino un jet afilado y con capacidad para un solo piloto. Jonas, al mirar a su alrededor con ansiedad, había visto que otros, adultos y también niños, dejaban lo que estaban haciendo y esperaban, confundidos, una explicación de aquel acontecimiento alarmante. Entonces se ordenó a todos los ciudadanos que entraran en el edificio más cercano y se quedaran allí. «INMEDIATAMENTE», había dicho la voz rasposa que se oía por las bocinas. «DEJEN SUS BICICLETAS DONDE ESTÁN». Al instante, de manera obediente, Jonas había dejado caer su bicicleta a un lado del camino, detrás de la vivienda de su familia. Había corrido al interior y había permanecido allí, solo. Sus padres estaban en el trabajo, y su hermanita, Lily, estaba en el Centro de Cuidado Infantil, donde pasaba varias horas después de la escuela. A través de la ventana que daba a la fachada principal, no había visto gente: nada parecido a las atareadas brigadas vespertinas de Limpiadores de Calles, Trabajadores del Paisaje y Repartidores de Alimentos que solían poblar la comunidad a esa hora del día. Solo vio bicicletas abandonadas aquí y allá, en el suelo; la rueda de una, que estaba volteada, seguía girando lentamente. Entonces se asustó. La percepción de su propia comunidad enmudecida, esperando, había hecho que el estómago se le revolviera. Tembló. Pero no había sido nada. En unos minutos las bocinas habían crujido de nuevo, y la voz, entonces tranquilizadora y menos apremiante, había explicado que un Piloto en entrenamiento se había equivocado al leer sus instrucciones de vuelo y había dado un giro indebido. Desesperado, el Piloto había tratado de regresar antes de que advirtieran su error. «POR SUPUESTO, SERÁ LIBERADO», dijo la voz, seguida por el silencio. Había un tono irónico en ese último mensaje, como si el Locutor lo encontrara divertido; y Jonas había sonreído un poco, aunque sabía que había sido una afirmación sombría. Porque el hecho de que un ciudadano activo fuera liberado de la comunidad era una decisión definitiva, un castigo terrible, una declaración apabullante de fracaso. A los niños se les regañaba si usaban el término con ligereza mientras jugaban, burlándose de un compañero que no atrapaba una pelota o se tropezaba en una carrera. Jonas lo había hecho una vez; cuando un torpe error de Asher había hecho que su equipo perdiera un partido, le había gritado a su mejor amigo: —¡Basta, Asher! ¡Quedas liberado! El entrenador lo había llevado a un lado para una plática breve y seria; Jonas había bajado la cabeza sintiéndose culpable y avergonzado, y se disculpó con Asher después del juego. Ahora, al pensar en el sentimiento de miedo mientras pedaleaba a casa por el camino que pasaba junto al río, recordó ese momento de terror palpable, de vacío en el estómago, cuando la aeronave había pasado como un rayo sobre su cabeza. No era lo que estaba sintiendo ahora que ya casi era diciembre. Buscó la palabra adecuada para describir su propio sentimiento. Jonas era cuidadoso con el lenguaje. No como su amigo, Asher, que hablaba muy rápido y confundía las cosas, revolviendo palabras y frases hasta que quedaban irreconocibles; en ocasiones el resultado era muy divertido. Jonas sonrió, recordando la mañana en que Asher había entrado de prisa y sin aliento al salón, tarde como siempre, a la mitad de la entonación del himno de la mañana. Cuando la clase tomó asiento al final del himno patriótico, Asher se quedó de pie para ofrecer una disculpa pública, como era obligatorio. —Me disculpo por los inconvenientes que he ocasionado a mi comunidad de aprendizaje. —Asher pronunció de prisa la frase estándar de disculpa, mientras recuperaba el aliento. El Instructor y la clase esperaron con paciencia su explicación. Todos los estudiantes sonreían, porque habían escuchado muchas veces las explicaciones de Asher. —Salí de casa a la hora correcta, pero cuando pasé cerca de la piscifactoría, los trabajadores estaban separando algunos salmones. Debí de quedarme retraído mirándolos. Pido disculpas a mis compañeros de clase —concluyó Asher. Alisó su túnica arrugada y se sentó. —Aceptamos tu disculpa, Asher. —La clase recitó la respuesta estándar al unísono. Muchos de los estudiantes se mordían los labios para evitar la risa. —Acepto tu disculpa, Asher —dijo el Instructor. Estaba sonriendo—. Y te doy las gracias, porque una vez más nos has proporcionado la oportunidad de impartir una lección de lenguaje. «Retraído» es un adjetivo demasiado fuerte para describir la vista de un salmón. Se dio la vuelta y escribió la palabra «retraído» en el pizarrón. Junto a ella escribió «distraído». Jonas, que ya estaba cerca de su casa, sonrió al recordarlo. Mientras empujaba su bicicleta hacia su estrecho estacionamiento junto a la puerta, seguía pensando, dándose cuenta de que «atemorizado» no era la palabra correcta para describir sus sentimientos, ahora que era casi diciembre. Era un adjetivo demasiado fuerte. Había esperado aquel diciembre especial durante mucho tiempo. Ahora que ya casi había llegado, decidió que no se sentía atemorizado, sino... ansioso. Sentía ansiedad por su llegada. Y estaba nervioso, por supuesto. Todos los Onces estaban nerviosos por los acontecimientos que muy pronto iban a tener lugar. Pero sentía un leve estremecimiento de miedo cuando pensaba en lo que podría pasar. «Inquieto», decidió Jonas; «así es como estoy».
—¿Quién quiere ser el primero esta noche con los sentimientos? —preguntó el padre de Jonas, mientras terminaban de cenar. Expresar los sentimientos cada noche era uno de los rituales. En ocasiones, Jonas y su hermana, Lily, discutían acerca de los turnos, sobre a quién correspondía empezar. Sus padres, por supuesto, participaban en el ritual; ellos también contaban sus sentimientos todas las noches, pero como todos los padres, como todos los adultos, ellos no peleaban ni suplicaban para hacerlo antes. Tampoco lo hizo Jonas, esa noche. En esa ocasión sus sentimientos eran demasiado complicados. Quería compartirlos, pero no estaba impaciente por empezar a discernir sus propias y complicadas emociones, aun con la ayuda que sabía que sus padres le prestarían. —Vas tú, Lily —dijo, viendo a su hermana, que era mucho más pequeña (solo una Siete), moviéndose con impaciencia en su silla. —Sentí mucha furia esta tarde —anunció Lily—. Mi grupo de Cuidado Infantil estaba en el área de juegos, y tuvimos un grupo visitante de Sietes que no obedecían las reglas, para nada. Uno de ellos (un niño que no sé cómo se llama) se la pasó formándose al frente de la fila de la resbaladilla, aunque los demás estábamos esperando. Me enfurecí tanto con él... Cerré la mano, así. —Levantó un puño cerrado con fuerza y el resto de la familia sonrió ante aquel pequeño gesto de desafío. —¿Por qué crees que los visitantes no obedecían las reglas? —preguntó Mamá. Lily lo pensó y agitó su cabeza. —No le sé. Actuaban como... como... —¿Animales? —sugirió Jonas y se rio. —Tienes razón —dijo Lily, riéndose también—. Como animales. Ningún de los dos sabía exactamente lo que significaba esa palabra, pero se usaba a menudo para describir a alguien poco educado o tonto, alguien que no encajaba. —¿De dónde eran los visitantes? —preguntó Papá. Lily frunció el ceño, tratando de acordarse. —Nuestro líder nos lo dijo cuando hizo el discurso de bienvenida, pero no me acuerdo. Supongo que no estaba poniendo atención. Eran de otra comunidad. Tenían que irse muy temprano, y habían almorzado en el autobús. Mamá asintió. —¿No crees que sus reglas podrían ser diferentes y que simplemente no conocían las de tu área de juegos? Lily se encogió de hombros y asintió. —Supongo. —Tú has visitado otras comunidades, ¿verdad? —preguntó Jonas—. Mi grupo lo ha hecho varias veces. Lily volvió a decir que sí con la cabeza. —Cuando éramos Seises, fuimos y compartimos un día completo de escuela con un grupo de Seises en su comunidad. —¿Cómo te sentiste cuando estuviste allí? Lily frunció el ceño. —Me sentí extraña. Porque sus métodos eran diferentes. Estaban aprendiendo costumbres que mi grupo aún no había aprendido, así que me sentí tonta. Papá estaba escuchando con interés. —Estoy pensando, Lily —dijo—, acerca del niño que no obedeció las reglas hoy. ¿Crees que es posible que él se sintiera extraño y tonto, porque estaba en un lugar nuevo con reglas que no conocía? Lily se quedó pensando. —Sí —dijo, al final. —Siento un poco de lástima por él —dijo Jonas—, aunque ni siquiera lo conozco. Siento lástima por cualquiera que está en un lugar donde se siente extraño y tonto. —¿Cómo te sientes ahora, Lily? —preguntó Papá—. ¿Todavía estás furiosa? —Supongo que no —decidió Lily—. Supongo que siento un poco de pena por él. Y lamento haber cerrado el puño. —Esbozó una amplia sonrisa. Jonas le devolvió la sonrisa a su hermana. Los sentimientos de Lily eran siempre directos, muy simples, por lo general fáciles de resolver. Supuso que los suyos también habían sido así cuando era un Siete. Escuchó con cortesía, aunque no con mucha atención, cuando su padre tomó su turno, describiendo un sentimiento de preocupación que había tenido ese día en el trabajo: una preocupación relacionada con uno de los niños, que no estaba progresando. El título del padre de Jonas era Criador. Él y otros Criadores eran responsables de atender todas las necesidades físicas y emocionales de los niños durante sus primeros meses de vida. Jonas sabía que se trataba de un trabajo muy importante, pero no le parecía demasiado interesante. —¿Es niño o niña? —preguntó Lily. —Niño —dijo Papá—. Es un niñito dulce con un carácter adorable. Pero no está creciendo tan rápido como debería, y no duerme bien. Lo tenemos en la sección de cuidados extraordinarios para ofrecerle atención suplementaria, pero en el comité se ha empezado a hablar de liberarlo. —¡Oh, no! —murmuró Mamá con empatía—. Debe de hacerte sentir muy triste. También Jonas y Lily expresaron su condolencia. Liberar a un niño siempre era triste, porque aún no había tenido la oportunidad de disfrutar la vida dentro de la comunidad. Y aún no había hecho nada mal. Solo había dos casos en que la liberación no era un castigo: la liberación de los ancianos, que era un momento de celebración de una vida bien vivida y con plenitud; y la liberación de un niño, que siempre dejaba la duda de si se pudo haber hecho algo más. Esto era especialmente problemático para los Criadores como Papá, que sentían que habían fallado en algo. Pero pasaba muy pocas veces. —Bueno —dijo Papá—. Voy a seguir esforzándome. Quizá pida permiso al comité para traerlo aquí por la noche, si no les importa. Ustedes saben cómo son los Criadores del turno de noche. Creo que este pequeño necesita algo más. —Por supuesto —dijo Mamá, y Jonas y Lily asintieron. Habían escuchado a Papá quejarse del personal nocturno en otras ocasiones. Era un trabajo de menor categoría, el de Criador del turno de noche, que se asignaba a quienes carecían de interés, habilidades o conocimientos para los trabajos más fundamentales que se llevaban a cabo durante el día. A la mayoría del personal que trabajaba por la noche ni siquiera se le había dado un cónyuge porque carecía, en cierto modo, de la capacidad para conectarse con otros, lo que era obligatorio para la creación de una unidad familiar. —Tal vez hasta podríamos quedarnos con él —sugirió Lily con dulzura, tratando de mostrarse inocente. Jonas sabía que esa apariencia era falsa; todos lo sabían. —Lily —le recordó Mamá, sonriendo—, ya conoces las reglas. Dos niños (un muchacho y una muchacha) por cada unidad familiar. Estaba escrito con toda claridad en las reglas. Lily lanzó una risita. —Bueno —dijo ella—. Pensaba que, a lo mejor, solo por esta vez.
A continuación, habló de sus sentimientos Mamá, que tenía un puesto importante en el Departamento de Justicia. Hoy habían llevado ante ella a una persona que ya había roto las reglas con anterioridad. Alguien que ella esperaba que hubiera recibido un castigo adecuado y justo, y a quien se le había regresado a su lugar: a su trabajo, su casa, su unidad familiar. Ver que lo presentaban de nuevo ante ella por segunda ocasión le causó sentimientos abrumadores de frustración y coraje. Y hasta de culpa, porque no había marcado una diferencia en su vida. —También me sentí atemorizada por él —confesó ella—. Saben que no hay una tercera oportunidad. Las reglas dicen que si hay una tercera transgresión, simplemente se le liberará. Jonas tembló. Sabía que sucedía. En su grupo de Onces había un niño cuyo padre había sido liberado años antes. Nadie lo mencionaba; la deshonra no se podía nombrar. Era difícil de imaginar. Lily se paró, se acercó a su madre y le acarició un brazo. Desde su lugar en la mesa, Papá le tomó una mano. Jonas le tomó la otra. Uno por uno, la reconfortaron. Pronto, ella sonrió, dio las gracias y murmuró que se sentía tranquilizada. El ritual siguió adelante. —Jonas —dijo Papá—. Eres el último esta noche. Jonas suspiró. Esa noche casi hubiera preferido mantener ocultos sus sentimientos. Pero eso era, por supuesto, contra las reglas. —Me siento inquieto —confesó, contento de que finalmente hubiera encontrado la palabra apropiada. —¿Por qué, hijo? —Su padre se mostró preocupado. —Sé que en realidad no hay nada de qué preocuparse —explicó Jonas— y que todos los adultos han pasado por esto. Sé que tú lo hiciste, Papá, y tú también, Mamá. Pero la Ceremonia es lo que me inquieta. Ya casi es diciembre. Lily alzó la vista, con los ojos bien abiertos. —La Ceremonia del Doce —susurró, en un tono que expresaba un temor reverencial. Hasta los niños más pequeños (de la edad de Lily y menores) sabían que les esperaba en el futuro. —Me da gusto que nos hables de tus sentimientos —dijo Papá. —Lily —dijo Mamá, llamando con un gesto a la pequeña—. Puedes ir a ponerte tu pijama. Papá y yo nos vamos a quedar aquí para hablar con Jonas un poco más. Lily suspiró, pero obedientemente se bajó de su silla. —¿En privado? —preguntó ella. Mamá asintió. —Sí —dijo ella—. Esta plática con Jonas será en privado.