Agentes del Apocalipsis: Un vistazo fascinante a los protagonistas principales del fin de los tiempos

Agentes del Apocalipsis: Un vistazo fascinante a los protagonistas principales del fin de los tiempos

by David Jeremiah

Narrated by Carlos Zertuche

Unabridged — 11 hours, 27 minutes

Agentes del Apocalipsis: Un vistazo fascinante a los protagonistas principales del fin de los tiempos

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Overview

¿Qué pasaría si los protagonistas descritos en el Libro de Apocalipsis tuvieran libertad para actuar hoy en día? Y de ser así, ¿podría usted reconocerlos?
En Agentes del Apocalipsis, el doctor David Jeremiah, reconocido experto en profecía, analiza el Libro de Apocalipsis de una forma en que ningún otro maestro bíblico lo ha hecho antes: exponiendo el exilio, los mártires, los 144.000, los dos testigos, el dragón, la bestia del mar, la bestia de la tierra, el vencedor, el rey y el juez.
Cada capítulo, elaborado hábilmente para alinear la razón con la imaginación y la mente con la emoción, se inicia con una dramatización bíblica que permite que las profecías cobren vida como nunca antes. Al presentar a estos agentes en el contexto de sus circunstancias únicas y al ubicarlos en los últimos tiempos, el doctor Jeremiah confecciona un cuadro excepcional de las personalidades, motivos, e intrigas que precipitarán los últimos tiempos en la tierra, según la Escritura.
En cada capítulo, el doctor Jeremiah ofrece un estudio detallado con el título “Las escrituras detrás de la historia”, en el cual analiza algunos de los episodios más indescifrables del Libro de Apocalipsis detallando cómo interpretarlos y cómo se relacionan con la maldad reinante en el mundo actual.
El escenario está listo y la cortina está a punto de ser levantada para el acto final de este mundo. ¿Está usted preparado?

Editorial Reviews

From the Publisher

¿Estamos realmente viviendo en los últimos tiempos?
¿Qué pasaría si los protagonistas descritos en el Libro de Apocalipsis tuvieran libertad para actuar hoy en día? Y de ser así, ¿podría usted reconocerlos?

En Agentes del Apocalipsis, el doctor David Jeremiah, reconocido experto en profecía, analiza el Libro de Apocalipsis de una forma en que ningún otro maestro bíblico lo ha hecho antes: exponiendo el exilio, los mártires, los 144.000, los dos testigos, el dragón, la bestia del mar, la bestia de la tierra, el vencedor, el rey y el juez.

Cada capítulo, elaborado hábilmente para alinear la razón con la imaginación y la mente con la emoción, se inicia con una dramatización bíblica que permite que las profecías cobren vida como nunca antes. Al presentar a estos agentes en el contexto de sus circunstancias únicas y al ubicarlos en los últimos tiempos, el doctor Jeremiah confecciona un cuadro excepcional de las personalidades, motivos, e intrigas que precipitarán los últimos tiempos en la tierra, según la Escritura.

En cada capítulo, el doctor Jeremiah ofrece un estudio detallado con el título “Las escrituras detrás de la historia”, en el cual analiza algunos de los episodios más indescifrables del Libro de Apocalipsis detallando cómo interpretarlos y cómo se relacionan con la maldad reinante en el mundo actual.

El escenario está listo y la cortina está a punto de ser levantada para el acto final de este mundo. ¿Está usted preparado?

Product Details

BN ID: 2940176798593
Publisher: BookaVivo
Publication date: 10/25/2022
Edition description: Unabridged
Language: Spanish

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Agentes del Apocalipsis

Un vistazo fascinante a los protagonistas principales del fin de los tiempos


By DAVID JEREMIAH, Mafalda E. Novella

Tyndale House Publishers, Inc.

Copyright © 2015 David Jeremiah
All rights reserved.
ISBN: 978-1-4143-8056-8



CHAPTER 1

EL EXILIO


Era un domingo por la mañana del primer siglo d. C., y los miembros de la iglesia en Éfeso se reunían para adorar en el espacioso atrio de la residencia de Marcelo, un acaudalado romano convertido, que con toda confianza había ofrecido su hogar como lugar de reunión.

A medida que los miembros llegaban, sus rostros estaban tensos con incertidumbre. La tensión llenaba el ambiente, como una línea de amarre lista para reventar. La reunión comenzó como de costumbre, con un himno, pero hoy la iglesia cantaba con poco sentimiento. Sus mentes estaban distraídas por los rumores siniestros que llegaban de Roma. Después de una oración y de una lectura del profeta Isaías, Tíquico, uno de los diáconos, se puso de pie para dirigirse a la congregación.

—Queridos hermanos y hermanas, los líderes de la iglesia me han pedido que les comunique malas noticias. Se acaba de publicar un decreto en el foro que nos informa que el emperador romano Domiciano ha asumido el título de «amo y dios». Él ha exigido que todos en el imperio hagan el juramento de adorarlo. Ya lanzó una campaña agresiva para hacer cumplir el edicto en cada ciudad bajo la jurisdicción de Roma. Lo que es peor, él ha señalado especialmente a los judíos y a los cristianos porque sospecha nuestra deslealtad a Roma.

Una voz entre el grupo gritó: —¿Son ciertos los rumores de que el edicto ya se ha hecho cumplir en algunas de las demás iglesias?

El diácono asintió con la cabeza sobriamente. —Hace dos semanas, los soldados romanos invadieron todos los hogares cristianos que pudieron encontrar en Pérgamo, y exigieron que cada miembro hiciera inmediatamente el juramento de adorar a Domiciano.

—¿Y lo hicieron? —preguntó otra voz trémula.

Una mirada apenada atravesó el rostro de Tíquico. —Lamento informarles que dos tercios de ellos se rindieron e hicieron el juramento.

El grupo emitió un grito ahogado. —¿Qué pasó con los que no quisieron inclinarse? —preguntó alguien.

—Lamento informarles que fueron brutalmente azotados y ejecutados. Y podemos estar seguros de que lo mismo ocurrirá aquí en Éfeso.

El salón quedó en silencio. Finalmente, alguien preguntó: —¿Qué podemos hacer?

En ese momento, un anciano que había estado sentado a un lado se puso de pie lentamente, con la ayuda del bastón que tenía en la mano. A diferencia de los demás rostros del salón, el suyo no mostraba aflicción. De hecho, positivamente irradiaba alegría. «Fue como si su rostro resplandeciera» —observó después un miembro.

El apóstol Juan se puso enfrente del grupo. —Mis queridos hermanos y hermanas —comenzó—, ustedes preguntan qué podemos hacer. Solo hay una respuesta. —A la edad de noventa años, su voz todavía se oía clara y vibrante. Pero había una calidez en su expresión que disolvió mucha de la tensión en el salón.

—Podemos resistir, listos para devolverle a nuestro Señor Jesucristo lo que él nos ha dado. Él nos dio vida al entregar su vida y nosotros no debemos hacer nada menos por él.

—Tal vez deberíamos dejar de reunirnos por algún tiempo —dijo Marcelo—. Eso evitaría que fuéramos tan visibles e identificables.

—No, eso es exactamente lo que creo que no debemos hacer —respondió Juan—. Debemos ver este problema que se nos acerca como una prueba de nuestra fe. ¿Amaremos a nuestro Señor lo suficiente como para permanecer firmes y sufrir por él? ¿O le daremos la espalda a Aquel que nos dio el regalo más grande de amor en la historia? Con este problema que se avecina, tenemos que reunirnos más que nunca para apoyarnos y animarnos unos a otros a permanecer firmes. Si dejamos de reunirnos, nos aislaremos y perderemos la fortaleza que obtenemos de los otros. No debemos dejar de reunirnos nunca, no importa cuán severa sea la persecución.

—Mientras esta amenaza permanezca, hemos decidido que debemos reunirnos en toda la ciudad en casas distintas —dijo Tíquico—. Los romanos nunca podrán encontrarnos a todos. Es posible que algunos caigamos, pero la iglesia en Éfeso sobrevivirá.

—Y, espero, que crezca aún más fuerte en vista de la persecución —agregó Juan—. A veces temo que estamos cayendo en la complacencia y que el amor que originalmente teníamos por nuestro Señor y por los demás está comenzando a enfriarse. La persecución podría reavivar ese amor al reunirnos mientras enfrentamos un peligro común.

—¿Por qué permite Dios que pase esto? —gritó una voz desde atrás—. Hemos sido muy leales y dedicados. Hemos hecho muchas cosas buenas en el nombre de Cristo. Pero a pesar de que tratamos de hacer el mayor bien, parece que el mundo nos odia mucho más.

—No se sorprendan, hermanas y hermanos míos, si el mundo los odia —respondió Juan—. Nuestro Señor y Salvador fue perfecto en todo sentido, aún así el mundo lo odiaba. La gente odia lo que no entiende. Debemos ver esta prueba que se acerca como un gran honor. Se nos ha elegido para compartir su cruz y su sacrificio por nosotros. Muchos que ya han muerto por Cristo han recibido su sufrimiento con gozo. En los años desde su muerte y resurrección, todos mis compañeros apóstoles, incluso el más reciente alborotador Pablo, han sido llamados a sufrir la muerte por él. Yo soy el único apóstol que queda a quien se le ha negado ese honor. Y ahora que lo veo en el horizonte, lo recibo con todo mi corazón. Les exhorto a todos ustedes, mis queridos hermanos y hermanas, a permanecer firmes y fieles a Cristo, sin importar el precio. Recibirán una recompensa en el cielo que hará que su sacrificio parezca una simple trivialidad.

Juan se volvió a sentar apoyándose fuertemente en su bastón. Después de otro himno y de varias oraciones, la asamblea se despidió.

Como de costumbre, los miembros se agruparon alrededor de Juan con preguntas o necesidades de oración, o simplemente para disfrutar de la presencia magnética del hombre. Pero ahora una tensión subyacente circulaba en las conversaciones. No había pasado mucho tiempo cuando Marcelo irrumpió en el grupo y se quedó parado frente al apóstol. Su rostro estaba tan rojo como el vino, y sus ojos ardían de ira.

—¿Cómo puede pedirnos que hagamos esto? —dijo en tono exigente—. Yo tengo una esposa y cinco hijos pequeños. ¿Espera que simplemente me quede parado mientras los torturan y los matan? ¡No lo haré! El resto de ustedes puede reunirse el próximo domingo como ganado, esperando a esos carniceros romanos. ¡Pero yo no! Tienen que encontrar otro lugar para reunirse. No habrá adoración aquí hasta que esta crisis haya pasado. Estoy perfectamente dispuesto a vivir por Cristo, ¡pero es demasiado que me pidan que muera por él!

Sin otra palabra, Marcelo se dio la vuelta y se alejó. Pronto los miembros que quedaban se fueron a sus hogares. ¿Cómo reaccionarían cuando llegaran los romanos? No estaban totalmente seguros. ¿Enfrentarían la crisis con el valor de su apóstol Juan, o con el pánico de Marcelo?


* * *

Al domingo siguiente, un grupo pequeño de familias se reunió en el hogar de Juan para adorar. Cinco de los veintitrés miembros que se esperaba no asistieron. Nada se dijo acerca de los que faltaban, pero la oración de la mañana incluyó una petición para que todos recuperaran su valor y permanecieran firmes. Después de algunos himnos, de una lectura bíblica y más oraciones, Juan se puso de pie para hablar.

De repente, la puerta se abrió de un golpe y ocho soldados romanos irrumpieron. Estaban vestidos con armadura y tenían espadas. Los cristianos asustados se quedaron mirando con los ojos muy abiertos, y las madres cobijaron a sus hijos.

El oficial a cargo abrió un pequeño rollo y leyó la exigencia del emperador. —Tienen que dejar de adorar a su Dios —proclamó—. Es lícito que adoren solo a Domiciano.

Después de la lectura, uno de los soldados levantó una estatua de bronce. Medía como treinta centímetros de alto y tenía la imagen exacta del rostro del emperador.

El comandante enrolló el pergamino y dijo: —El emperador Domiciano requiere que ustedes muestren su conformidad con esta orden este día, inclinándose ante su imagen. Si se rehúsan, serán ejecutados.

Ni uno de los cristianos se movió. Era un momento frágil, y todos lo sabían. Si cualquiera de ellos se quebrantaba y se inclinaba ante la imagen, los demás podrían perder el valor también y hacer lo mismo. Después de un momento tenso de silencio, el comandante hizo señales con la cabeza a sus hombres. Ellos sacaron sus espadas.

Una mujer cerca del frente gritó y cayó al suelo. Se arrodilló frente a la imagen e hizo el juramento. Su esposo rápidamente hizo lo mismo, al igual que otros cuatro miembros. Pero el resto de la asamblea se mantuvo firme, algunos de ellos articulando oraciones en silencio.

—Los seis de ustedes que se rindieron han salvado sus vidas, por lo que sea que valgan. —El comandante no hizo ningún esfuerzo para esconder su desprecio.

A medida que los seis gateaban para salir por la puerta, el oficial caminó hacia Juan. —Creo que usted tiene que ser a quien su pueblo llama Juan el Apóstol.

—Yo soy él —respondió Juan.

El comandante se volteó hacia sus soldados. —Finalmente lo hemos encontrado, hombres, el cabecilla de todas las iglesias del Asia Menor. Este es el jefe rebelde que ha dirigido a miles de ciudadanos para que nieguen la autoridad de Roma y adoren a un hombre que fue ejecutado como criminal.

El comandante se volvió otra vez hacia Juan. —La noticia de su deslealtad ha llegado a los oídos del mismo emperador, y él tiene un castigo especial reservado para usted. En lugar de matarlo en el acto, él quiere hacerlo sufrir hasta que quiera estar muerto. Su destino les hará ver a sus seguidores la futilidad de resistirse a Roma.

El comandante sujetó a Juan y lo empujó hacia la puerta. Los otros soldados lo siguieron y atrancaron la puerta por fuera, dejando atrapados a los cristianos que se quedaron dentro. Un soldado sacó una antorcha, la encendió con su pedernal e incendió la casa. Mientras los soldados llevaban a Juan hacia la guarnición militar romana, Juan podía ver que la casa comenzaba a incendiarse.

Estaban a unos cincuenta pasos de distancia cuando el comandante se detuvo y giró hacia la cabaña, que entonces estaba envuelta en llamas. —¿Qué es ese ruido?

—Son cánticos —respondió Juan—. Mis hermanos y hermanas fieles están cantando un canto de alabanza a su verdadero Señor, Jesús el Cristo, a quien verán cara a cara en esta misma hora.

Juan se apoyó fuertemente en su bastón, respirando con dificultad, pero ellos lo obligaron a seguir caminando. Al llegar a la guarnición, lo entregaron a un guardia de la prisión, quien sujetó a Juan con cadenas en los tobillos y lo arrastró hacia el patio. Los soldados lo desnudaron hasta la cintura, encadenaron sus muñecas a un poste y lo azotaron con un látigo con puntas de metal. Luego encerraron al apóstol dentro de una celda húmeda y apestosa. Por varios días se quedó allí acostado entre la vida y la muerte.

Pero a pesar de su espalda lacerada, de las condiciones insalubres y de las escasas porciones de comida, Juan nunca maldijo a su guardián. El soldado, impresionado por la perseverancia de Juan, comenzó a deslizarle comida adicional. Durante las siguientes semanas, las heridas de Juan sanaron y, con el tiempo, él pudo ponerse de pie y cojear en su celda. Un día el guardia lo llamó para que se acercara.

—Me he enterado de lo que le va a pasar a usted —susurró—. Lo van a llevar a la isla de Patmos, donde quedará exilado por el resto de su vida.

—¡Patmos! —repitió Juan. Él sabía de la isla, un terreno tristemente conocido por ser el botadero de los prisioneros condenados de Roma—. ¿Cuándo me enviarán al exilio?

—Dentro de dos días. No lo alimentarán bien en el viaje, y para nada en la isla. Yo le traeré un pequeño saco con pan y uvas que puede meterse debajo de su túnica y pasar de contrabando en el barco.

—Gracias, pero si es lo mismo para usted, preferiría mucho más un rollo de pergamino y un frasco de tinta.

—Haré lo que pueda.


* * *

Dos días después, Juan abordó un barco que partía del puerto de Éfeso para un viaje de tres días hacia Patmos. Debajo de su túnica llevaba una bolsa plana de cuero que contenía su rollo de pergamino y su tinta.

El barco, una nave romana mercante transformada, era impulsado por una sola vela cuadrada y cuarenta remos debajo de la cubierta. Los exiliados que partían fueron obligados a encargarse de los remos, a excepción de Juan, que todavía tenía cadenas en los tobillos, y otros tres, que fueron exonerados por su edad o incapacidad. Los mantuvieron en la cubierta, cerca de la proa del barco.

Mientras el barco navegaba hacia el puerto de Patmos, Juan miraba hacia un paisaje de montañas estériles, campos áridos de arena y sal y despeñaderos rocosos, salpicados con zarzas y árboles atrofiados. Mientras los prisioneros desembarcaban, a cada uno se le dio una ración de tres días de carne y pescado secos. «Esto es todo lo que recibirán» —les dijo el intendente—. «Cuando se les haya acabado, estarán por su cuenta».

Juan pronto se enteró de que los exiliados también estaban por su cuenta en otros sentidos. No solo tendrían que reunir su propia comida, sino también tendrían que encontrar refugio. Aunque había dos o tres asentamientos primitivos que habían sido construidos sobre las ruinas de pueblos antiguos, estas aldeas sin recursos no proporcionaban protección de la población de criminales exiliados en la isla. La única ley era la autopreservación y la supervivencia.

Los exiliados que llegaban, encontraban su refugio entre las cuevas de la isla, o construían chozas de rocas y madera seca. Cuando Juan estuvo a bordo del barco, había oído rumores de que el extremo lejano de Patmos era el menos poblado. Él pensó que la comida y el refugio estarían más fácilmente disponibles allí, por lo que partió en una caminata hacia el otro lado de la isla.

El apóstol anciano estaba casi agotado cuando se topó con una cueva abandonada. Daba al mar, y un riachuelo fluía lentamente en las cercanías.

Juan, que había nacido y crecido como pescador, recogió algunas vides resistentes y tejió una red útil. Cojeó hacia la playa y trepó hacia un promontorio cubierto de rocas. Cuando llegó a una saliente que colgaba por encima del agua profunda, dejó caer la red, sosteniéndola por sus guías y esperó. Dos horas después volvió a la cueva, con su red improvisada llena de tres cangrejos grandes y dos pescados plateados.


* * *

Mientras pasaban los días, cada uno como el anterior, Juan comenzó a sentir que su vida había perdido todo sentido, que estaba condenado a vivir su tiempo restante en la tierra sin propósito. Frecuentemente se preguntaba por qué no había sido martirizado como sus compañeros apóstoles.

Un domingo brillante, después de la adoración de la mañana y de la comida del mediodía de pescado y bayas, Juan cojeó hacia su lugar favorito que daba frente al mar. Se sentó en su roca habitual, bajo la sombra de un peñasco elevado, y miró hacia el agua verdegris. Colocó su rollo de pergamino en su regazo y sacó una pluma para escribir una carta.

Fue entonces cuando ocurrió.

Una gran voz retumbó detrás de él. —Yo soy el Alfa y el Omega, el principio y el fin. Las poderosas palabras resonaron en el cielo como el estruendo de un trueno desencadenado.

Juan dejó caer su pluma y comenzó a temblar. Casi paralizado del terror, escasamente tuvo el valor de mirar hacia la fuente de la voz. Pero había algo tan apremiante en esa voz que finalmente no tuvo más opción que voltearse.

Frente a él estaba de pie el Hombre más imponente y majestuoso que hubiera visto jamás. Su rostro brillaba con el resplandor del sol. Estaba vestido con una túnica resplandeciente de blanco puro que estaba atada alrededor de su pecho con una banda dorada. Su cabello era blanco, no el blanco lacio y descolorido de la edad avanzada, sino el blanco vibrante y reluciente de la nieve diáfana.

Los ojos del Hombre ardían en el alma de Juan como llamas penetrantes. En su mano derecha sostenía siete estrellas brillantes. Cuando hablaba, las palabras retumbaban de su lengua como las olas de un maremoto. Todo en cuanto al Hombre destilaba una belleza y gloria tan perfectas que los sentidos de Juan quedaron totalmente deslumbrados. Cayó al suelo en un desmayo absoluto.

Un toque suave en el hombro lo despertó.

—¡No tengas miedo! —dijo el Hombre, con su voz tan rebosante de amor y afecto que el temor de Juan se disolvió como cera a la luz del sol.

—Yo soy el Primero y el Último —dijo el Hombre otra vez—. Yo soy el que vive. Estuve muerto, ¡pero mira! ¡Ahora estoy vivo para siempre! Y tengo en mi poder las llaves de la muerte y de la tumba.

Juan se dio cuenta de que una vez más estaba en la presencia del Señor que él adoraba. Se gozó en oleadas de júbilo imprevisto.

La portentosa voz le dijo a Juan que tomara su pluma y que registrara las maravillas que se le iban a revelar, maravillas en cuanto a cosas que existían y cosas por venir. Juan, lleno de expectativa, se volvió a sentar con la pluma en su mano y el rollo en su regazo.

La voz habló: —Escribe en un libro todo lo que veas ...

Inmediatamente, el Señor comenzó a dictar advertencias, reprensiones y elogios a las siete iglesias que consideraban a Juan como su patriarca. Mientras Juan terminaba la última carta, la visión que tuvo de Cristo se desvaneció, y su voz habló desde alguna parte arriba: —Ven aquí arriba, y te mostraré cosas que tienen que llevarse a cabo después de esto.


(Continues...)

Excerpted from Agentes del Apocalipsis by DAVID JEREMIAH, Mafalda E. Novella. Copyright © 2015 David Jeremiah. Excerpted by permission of Tyndale House Publishers, Inc..
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