Apuntes para mis hijos

En Apuntes para mis hijos Benito Juárez (1806-1872) explica su vida y los principios que rigen su pensamiento tanto a sus descendientes como a todos aquellos mexicanos convencidos de la necesidad de un gobierno laico y moderno. Además, ofrece un panorama del contexto político de su tiempo y ofrece su opinión sobre momentos de gran importancia para la historia de su país.
Apuntes para mis hijos es un cuaderno personal de anotaciones y por este motivo, la obra constituye el texto más íntimo de Benito Juárez, un personaje más que histórico, considerado el máximo representante de la generación de la Reforma mexicana.
Según palabras del expresidente Enrique Peña Nieto, Benito Juárez

«influyó decididamente en la definición de principios, instituciones y un marco legal que siguen siendo fundamentales en el México actual»,

para ello

«se empeñó en consolidar instituciones que permitieran a las nuevas generaciones acceder a una educación laica y abierta a todas las ramas del conocimiento humano, iluminada por la ciencia y el pensamiento libre».

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Apuntes para mis hijos

En Apuntes para mis hijos Benito Juárez (1806-1872) explica su vida y los principios que rigen su pensamiento tanto a sus descendientes como a todos aquellos mexicanos convencidos de la necesidad de un gobierno laico y moderno. Además, ofrece un panorama del contexto político de su tiempo y ofrece su opinión sobre momentos de gran importancia para la historia de su país.
Apuntes para mis hijos es un cuaderno personal de anotaciones y por este motivo, la obra constituye el texto más íntimo de Benito Juárez, un personaje más que histórico, considerado el máximo representante de la generación de la Reforma mexicana.
Según palabras del expresidente Enrique Peña Nieto, Benito Juárez

«influyó decididamente en la definición de principios, instituciones y un marco legal que siguen siendo fundamentales en el México actual»,

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«se empeñó en consolidar instituciones que permitieran a las nuevas generaciones acceder a una educación laica y abierta a todas las ramas del conocimiento humano, iluminada por la ciencia y el pensamiento libre».

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by Benito Juárez
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En Apuntes para mis hijos Benito Juárez (1806-1872) explica su vida y los principios que rigen su pensamiento tanto a sus descendientes como a todos aquellos mexicanos convencidos de la necesidad de un gobierno laico y moderno. Además, ofrece un panorama del contexto político de su tiempo y ofrece su opinión sobre momentos de gran importancia para la historia de su país.
Apuntes para mis hijos es un cuaderno personal de anotaciones y por este motivo, la obra constituye el texto más íntimo de Benito Juárez, un personaje más que histórico, considerado el máximo representante de la generación de la Reforma mexicana.
Según palabras del expresidente Enrique Peña Nieto, Benito Juárez

«influyó decididamente en la definición de principios, instituciones y un marco legal que siguen siendo fundamentales en el México actual»,

para ello

«se empeñó en consolidar instituciones que permitieran a las nuevas generaciones acceder a una educación laica y abierta a todas las ramas del conocimiento humano, iluminada por la ciencia y el pensamiento libre».


Product Details

ISBN-13: 9788498160680
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Historia , #200
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 42
File size: 708 KB
Language: Spanish

About the Author

Benito Juárez

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Apuntes para Mis Hijos


By Benito Juárez

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9816-068-0



CHAPTER 1

APUNTES PARA MIS HIJOS

En 21 de marzo de 1806 nací en el pueblo de San Pablo Guelatao de la jurisdicción de Santo Tomás Ixtlán en el Estado de Oaxaca. Tuve la desgracia de no haber conocido a mis padres Marcelino Juárez y Brígida García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas María Josefa y Rosa al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y Justa López, indios también de la nación Zapoteca. Mi hermana María Longinos, niña recién nacida pues mi madre murió al darla a luz, quedó a cargo de mi tía materna Cecilia García. A los pocos años murieron mis abuelos, mi hermana María Josefa casó con Tiburcio López del pueblo de Santa María Yahuiche, mi hermana Rosa casó con José Jiménez del pueblo de Ixtlán y yo quedé bajo la tutela de mi tío Bernardino Juárez, porque de mis demás tíos: Bonifacio Juárez había ya muerto, Mariano Juárez vivía por separado con su familia y Pablo Juárez era aún menor de edad.

Como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué hasta donde mi tierna edad me lo permitía, a las labores del campo. En algunos ratos desocupados mi tío me enseñaba a leer, me manifestaba lo útil y conveniente que era saber el idioma castellano y como entonces era sumamente difícil para la gente pobre, y muy especialmente para la clase indígena adoptar otra carrera científica que no fuese la eclesiástica, me indicaba sus deseos de que yo estudiase para ordenarme. Estas indicaciones y los ejemplos que se me presentaban en algunos de mis paisanos que sabían leer, escribir y hablar la lengua castellana y de otros que ejercían el ministerio sacerdotal, despertaron en mí un deseo vehemente de aprender, en términos de que cuando mi tío me llamaba para tomarme mi lección, yo mismo le llevaba la disciplina para que me castigase si no la sabía; pero las ocupaciones de mi tío y mi dedicación al trabajo diario del campo contrariaban mis deseos y muy poco o nada adelantaba en mis lecciones. Además, en un pueblo corto, como el mío, que apenas contaba con veinte familias y en una época en que tan poco o nada se cuidaba de la educación de la juventud, no había escuela; ni siquiera se hablaba la lengua española, por lo que los padres de familia que podían costear la educación de sus hijos los llevaban a la ciudad de Oaxaca con este objeto, y los que no tenían la posibilidad de pagar la pensión correspondiente los llevaban a servir en las casas particulares a condición de que los enseñasen a leer y a escribir. Este era el único medio de educación que se adoptaba generalmente no solo en mi pueblo, sino en todo el Distrito de Ixtlán, de manera que era una cosa notable en aquella época, que la mayor parte de los sirvientes de las casas de la ciudad era de jóvenes de ambos sexos de aquel Distrito. Entonces más bien por estos hechos que yo palpaba que por una reflexión madura de que aún no era capaz, me formé la creencia de que solo yendo a la ciudad podría aprender, y al efecto insté muchas veces a mi tío para que me llevase a la Capital; pero sea por el cariño que me tenía, o por cualquier otro motivo, no se resolvía y solo me daba esperanzas de que alguna vez me llevaría.

Por otra parte yo también sentía repugnancia (de) separarme de su lado, dejar la casa que había amparado mi niñez y mi orfandad, y abandonar a mis tiernos compañeros de infancia con quienes siempre se contraen relaciones y simpatías profundas que la ausencia lastima marchitando el corazón. Era cruel la lucha que existía entre estos sentimientos y mi deseo de ir a otra sociedad, nueva y desconocida para mí, para procurarme mi educación. Sin embargo el deseo fue superior al sentimiento y el día 17 de diciembre de 1818 y a los doce años de mi edad me fugué de mi casa y marché a pie a la ciudad de Oaxaca a donde llegué en la noche del mismo día, alojándome en la casa de don Antonio Maza en que mi hermana María Josefa servía de cocinera. En los primeros días me dediqué a trabajar en el cuidado de la granja ganando dos reales diarios para mi subsistencia, mientras encontraba una casa en qué servir. Vivía entonces en la ciudad un hombre piadoso y muy honrado que ejercía el oficio de encuadernador y empastador de libros. Vestía el hábito de la Orden Tercera de San Francisco y, aunque muy dedicado a la devoción y a las prácticas religiosas, era bastante despreocupado y amigo de la educación de la juventud. Las obras de Feijoo y las epístolas de San Pablo eran los libros favoritos de su lectura. Este hombre se llamaba don Antonio Salanueva quien me recibió en su casa ofreciendo mandarme a la escuela para que aprendiese a leer y a escribir. De este modo quedé establecido en Oaxaca en 7 de enero de 1819.

En las escuelas de primeras letras de aquella época no se enseñaba la gramática castellana. Leer, escribir y aprender de memoria el Catecismo del Padre Ripalda era lo que entonces formaba el ramo de instrucción primaria. Era cosa inevitable que mi educación fuese lenta y del todo imperfecta. Hablaba yo el idioma español sin reglas y con todos los vicios con que lo hablaba el vulgo. Tanto por mis ocupaciones, como por el mal método de la enseñanza, apenas escribía, después de algún tiempo, en la 4.ª escala en que estaba dividida la enseñanza de escritura en la escuela a que yo concurría. Ansioso de concluir pronto mi rama de escritura, pedí pasar a otro establecimiento creyendo que de este modo aprendería con más perfección y con menos lentitud. Me presenté a don José Domingo González, así se llamaba mi nuevo preceptor, quien desde luego me preguntó ¿en qué regla o escala estaba yo escribiendo? Le contesté que en la 4.ª Bien, me dijo, haz tu plana que me presentarás a la hora que los demás presenten las suyas. Llegada la hora de costumbre presenté la plana que había yo formado conforme a la muestra que se me dio, pero no salió perfecta porque estaba yo aprendiendo y no era un profesor. El maestro se molestó y en vez de manifestarme los defectos que mi plana tenía y enseñarme el modo de enmendarlos solo me dijo que no servía y me mandó castigar. Esta injusticia me ofendió profundamente no menos que la desigualdad con que se daba la enseñanza en aquel establecimiento que se llamaba la Escuela Real; pues mientras el maestro en un departamento separado enseñaba con esmero a un número determinado de niños, que se llamaban decentes, yo y los demás jóvenes pobres como yo, estábamos relegados a otro departamento, bajo la dirección de un hombre que se titulaba ayudante y que era tan poco a propósito para enseñar y de un carácter tan duro como el maestro.

Disgustado de este pésimo método de enseñanza y no habiendo en la ciudad otro establecimiento a qué ocurrir, me resolví a separarme definitivamente de la escuela y a practicar por mí mismo lo poco que había aprendido para poder expresar mis ideas por medio de la escritura aunque fuese de mala forma, como lo es la que uso hasta hoy.

Entretanto, veía yo entrar y salir diariamente en el Colegio Seminario que había en la ciudad, a muchos jóvenes que iban a estudiar para abrazar la carrera eclesiástica, lo que me hizo recordar los consejos de mi tío que deseaba que yo fuese eclesiástico de profesión. Además era una opinión generalmente recibida entonces, no solo en el vulgo sino en las clases altas de la sociedad, de que los clérigos, y aún los que solo eran estudiantes sin ser eclesiásticos sabían mucho y de hecho observaba yo que eran respetados y considerados por el saber que se les atribuía. Esta circunstancia más que el propósito de ser clérigo para lo que sentía una instintiva repugnancia me decidió a suplicarle a mi padrino, así llamaré en adelante a don Antonio Salanueva porque me llevó a confirmar a los pocos días de haberme recibido en su casa, para que me permitiera ir a estudiar al Seminario ofreciéndole que haría todo esfuerzo para hacer compatible el cumplimiento de mis obligaciones en su servicio con mi dedicación al estudio a que me iba a consagrar.

Como aquel buen hombre era, según dije antes, amigo de la educación de la juventud no solo recibió con agrado mi pensamiento sino que me estimuló a llevarlo a efecto diciéndome que teniendo yo la ventaja de poseer el idioma zapoteco, mi lengua natal, podía, conforme a las leyes eclesiásticas de América, ordenarme a título de él, sin necesidad de tener algún patrimonio que se exigía a otros para subsistir mientras obtenían algún beneficio. Allanado de ese modo mi camino entré a estudiar gramática latina al Seminario en calidad de capense (vocablo con el que se designaba a los denominados alumnos externos, o sea aquellos que no residían en el Seminario) el día 18 de octubre de 1821, por supuesto, sin saber gramática castellana, ni las demás materias de la educación primaria. Desgraciadamente no solo en mí se notaba ese defecto, sino en los demás estudiantes generalmente por el atraso en que se hallaba la instrucción pública en aquellos tiempos.

Comencé, pues, mis estudios bajo la dirección de profesores, que siendo todos eclesiásticos la educación literaria que me daban debía ser puramente eclesiástica. En agosto de 1823 concluí mi estudio de gramática latina, habiendo sufrido los dos exámenes de estatuto con las calificaciones de excelente. En ese año no se abrió curso de artes y tuve que esperar hasta el año siguiente para comenzar a estudiar filosofía por la obra del Padre Jaquier; pero antes tuve que vencer una dificultad grave que se me presentó y fue la siguiente: luego que concluí mi estudio de Gramática latina mi padrino manifestó grande interés porque pasase yo a estudiar Teología moral para que el año siguiente comenzara a recibir las órdenes sagradas. Esta indicación me fue muy penosa, tanto por la repugnancia que tenía a la carrera eclesiástica, como por la mala idea que se tenía de los sacerdotes que solo estudiaban Gramática latina y Teología moral y a quienes por este motivo se ridiculizaba Ilamándolos Padres de Misa y olla o Larragos. Se les daba el primer apodo porque por su ignorancia solo decían misa para ganar la subsistencia y no les era permitido predicar ni ejercer otras funciones, que requerían instrucción y capacidad; y se les llamaba Larragos, porque solo estudiaban Teología moral por el padre Larraga. Del modo que pude manifesté a mi padrino con franqueza este inconveniente, agregándole que no teniendo yo todavía la edad suficiente para recibir el Presbiterado nada perdía con estudiar el curso de artes. Tuve la fortuna de que le convencieran mis razones y me dejó seguir mi carrera, como yo lo deseaba.

En el año de 1827 concluí el curso de artes habiendo sostenido en público dos actos que se me señalaron y sufrido los exámenes de reglamento con las calificaciones de excelente nemine discrepante (título que significaba que el grado de excelencia había sido concedido por unanimidad) y con algunas notas honrosas que me hicieron mis sinodales.

En este mismo año se abrió el curso de Teología y pasé a estudiar este ramo, como parte esencial de la carrera, o profesión a que mi padrino quería destinarme y acaso fue esta la razón que tuvo para no instarme ya a que me ordenara prontamente.

En esta época se habían ya realizado grandes acontecimientos en la Nación. La guerra de independencia iniciada en el pueblo de Dolores en la noche del 15 de septiembre de 1810 por el venerable cura don Miguel Hidalgo y Costilla con unos cuantos indígenas, armados de escopetas, lanzas y palos y conservada en las montañas del Sur por el ilustre ciudadano Vicente Guerrero llegó a terminarse con el triunfo definitivo del ejército independiente, que acaudillado por los generales Iturbide, Guerrero, Bravo, Bustamante y otros jefes ocupó la Capital del antiguo Virreinato el día 27 de septiembre de 1821. Iturbide abusando de la confianza que, solo por amor a la Patria le habían dispensado los jefes del ejército, cediéndole el mando y creyendo que a él solo se debía el triunfo de la causa nacional se declaró Emperador de México contra la opinión del Partido Republicano y con disgusto del Partido Monarquista que deseaba sentar en el trono de Moctezuma a un príncipe de la Casa de Borbón, conforme a los tratados de Córdoba, que el mismo Iturbide había aprobado y que después fueron nulificados por la Nación.

De pronto el silencio de estos partidos, mientras organizaban sus trabajos y combinaban sus elementos y el entusiasmo del vulgo, que raras veces examina a fondo los acontecimientos y sus causas y siempre admira y alaba todo lo que para él es nuevo y extraordinario, dieron una apariencia de aceptación general al nuevo Imperio que en verdad solo Iturbide sostenía. Así se explica la casi instantánea sublevación que a los pocos meses se verificó contra él, proclamándose la República y que lo obligó a abdicar, saliendo en seguida fuera del país. Se convocó desde luego a los pueblos para que eligieran a sus diputados con poderes amplios para que constituyeran a la Nación sobre las bases de Independencia, Libertad y República, que se acababan de proclamar; hechas las elecciones se reunieron los representantes del pueblo de la Capital de la República, y se abrió el debate sobre la forma de gobierno, que debía adoptarse. Entretanto el desgraciado Iturbide desembarca en Soto la Marina y es aprehendido y decapitado como perturbador del orden público. El Congreso sigue sus deliberaciones. El Partido Monárquico Conservador que cooperó a la caída de Iturbide más por odio a este jefe que por simpatías al Partido Republicano, estaba ya organizado bajo la denominación de el Partido Escocés y trabajaba en el Congreso por la centralización del poder y por la subsistencia de las clases privilegiadas con todos los abusos y preocupaciones que habían sido el apoyo y la vida del sistema virreinal. Por el contrario, el Partido Republicano quería la forma federal y que en la nueva Constitución se consignasen los principios de libertad y de progreso que hacían próspera y feliz a la vecina República de los Estados Unidos del Norte. El debate fue sostenido con calor y obstinación, no solo en el Congreso, sino en el público y en la prensa naciente de las provincias y al fin quedaron victoriosos los republicanos federalistas en cuanto a la forma de gobierno, pues se desechó la central y se adoptó la de la República representativa, popular, federal; pero en el fondo de la cuestión ganaron los centralistas, porque en la nueva Carta se incrustaron la intolerancia religiosa, los fueros de las clases privilegiadas, la institución de Comandancias Generales y otros contraprincipios que nulificaban la libertad y la federación que se quería establecer. Fue la Constitución de 1824 una transacción entre el progreso y el retroceso, que lejos de ser la base de una paz estable y de una verdadera libertad para la Nación, fue el semillero fecundo y constante de las convulsiones incesantes que ha sufrido la República y que sufrirá todavía mientras que la sociedad no recobre su nivel, haciéndose efectiva la igualdad de derechos y obligaciones entre todos los ciudadanos y entre todos los hombres que pisen el territorio nacional, sin privilegios, sin fueros, sin monopolios y sin odiosas distinciones; mientras que no desaparezcan los tratados que existen entre México y las potencias extranjeras, tratados que son inútiles, una vez que la suprema ley de la República sea el respeto inviolable y sagrado de los derechos de los hombres y de los pueblos, sean quienes fueren, con tal de que respeten los derechos de México, a sus autoridades y a sus leyes; mientras finalmente que en la República no haya más que una sola y única autoridad: la autoridad civil del modo que lo determine la voluntad nacional sin religión de Estado y desapareciendo los poderes militares y eclesiásticos, como entidades políticas que la fuerza, la ambición y el abuso han puesto enfrente del poder supremo de la sociedad, usurpándole sus fueros y prerrogativas y subalternándolo a sus caprichos.

El Partido Republicano adoptó después la denominación de El Partido Yorkino y desde entonces comenzó una lucha encarnizada y constante entre el Partido Escocés que defendía el pasado con todos sus abusos, y el Partido Yorkino que quería la libertad y el progreso; pero desgraciadamente el segundo luchaba casi siempre con desventaja porque no habiéndose generalizado la ilustración en aquellos días, sus corifeos, con muy pocas y honrosas excepciones, carecían de fe en el triunfo de los principios que proclamaban, porque comprendían mal la libertad y el progreso y abandonaban con facilidad sus filas pasándose al bando contrario, con lo que desconcertaban los trabajos de sus antiguos correligionarios, les causaban su derrota y retardaban el triunfo de la libertad y del progreso. Esto pasaba en lo general a la República en el año de 1827.

En lo particular del Estado de Oaxaca donde yo vivía se verificaban también, aunque en pequeña escala, algunos sucesos análogos a los generales de la Nación. Se reunió un Congreso Constituyente que dio la Constitución del Estado. Los partidos Liberal y Retrógrado tomaron sus denominaciones particulares llamándose Vinagre el primero y Aceite el segundo. Ambos trabajaron activamente en las elecciones que se hicieron de diputados y senadores para el primer Congreso Constitucional. El Partido Liberal triunfó sacando una mayoría de diputados y senadores liberales, a lo que se debió que el Congreso diera algunas leyes que favorecían la libertad y el progreso de aquella sociedad, que estaba enteramente dominada por la ignorancia, el fanatismo religioso y las preocupaciones. La medida más importante por sus trascendencias saludables y que hará siempre honor a los miembros de aquel Congreso fue el establecimiento de un Colegio Civil que se denominó Instituto de Ciencias y Artes; independiente de la tutela del clero, y destinado para la enseñanza de la juventud en varios ramos del saber humano, que era muy difícil aprender en aquel Estado donde no había más establecimiento literario que el Colegio Seminario Conciliar; en que se enseñaba únicamente Gramática Latina, Filosofía, Física elemental y Teología; de manera que para seguir otra carrera que no fuese la eclesiástica o para perfeccionarse en algún arte u oficio era preciso poseer un caudal suficiente para ir a la Capital de la Nación o a algún país extranjero para instruirse o perfeccionarse en la ciencia, o arte a que uno quisiera dedicarse. Para los pobres como yo, era perdida toda esperanza.


(Continues...)

Excerpted from Apuntes para Mis Hijos by Benito Juárez. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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CRÉDITOS, 4,
APUNTES PARA MIS HIJOS, 9,
LIBROS A LA CARTA, 41,

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