Cuentos

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by Alfonso Hernández Catá
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(Aldeadávila de la Ribera, 1885-Río de Janeiro, 1940). Cuba. Su padre era un coronel español y su madre cubana. Fue diplomático. En sus novelas y ensayos se aprecia su actitud crítica y especulativa y su espíritu cosmopolita, atraído por los temas sensuales.

Product Details

ISBN-13: 9788499534299
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Narrativa , #117
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 286
File size: 998 KB
Language: Spanish

About the Author

Alfonso Hernández Catá (Aldeadávila de la Ribera, 1885-Río de Janeiro, 1940). Cuba. Su padre era un coronel español y su madre cubana. Fue diplomático. En sus novelas y ensayos se aprecia su actitud crítica y especulativa y su espíritu cosmopolita, atraído por los temas sensuales.

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Cuentos


By Alfonso Hernández Catá

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9953-429-9



CHAPTER 1

LA VERDAD DEL CASO DE ISCARIOTE


Su sombra, curvándose en el terreno desigual, se alargaba detrás de él, y en la quietud soporífera de la tarde solo se oían los murmullos vagamente dísonos de la ciudad, y las ráfagas caliginosas que luego de agitar los vergeles y los gallardos sicomoros erguidos a las márgenes del Cedrón, venían a estremecer el desbordamiento gris de su barba y a turbar sus meditaciones. Aquellas tibias ráfagas henchidas de aromas le recordaban los alientos capitosos de Marta y de María la de Magdal.

Había salido de Jerusalén después de la colación de mediodía por la puerta de Efraím, ansioso de expandir en la soledad la turbulencia de sus ideas. Y marchaba con lentos pasos, abatida la cabeza, que solo de tiempo en tiempo alzaba para mirar a su diestra la mole del monte Oliveto y la verde extensión del valle, donde, sobre el reposado ondular, las anémonas y los lirios abríanse como un florecimiento de purezas.

Su pensamiento, saltando los sucesos cercanos, iba hasta la bienhadada hora en que la luz entrando en su espíritu, antes todo tinieblas, habíale hecho abandonar el regalo familiar en su aldea de Karioth, para seguir al sublime maestro. Andaba, andaba, olvidando con sus meditaciones las fatigas de su cuerpo. Y sus pensamientos eran una bendición para los ojos de su materia que habían visto los prodigios de leprosos sanados y de muertos alzados con vidas de sus tumbas, y era un epinicio para los ojos de su alma, que habían logrado conocer en el nazareno enfermizo, de laberíntico platicar y de carácter extraño que iba desde la mansedumbre máxima hasta las iracundas violencias, al hijo de Aquel que en el Cielo todo lo creó y todo desde allí lo rige. Andaba, andaba, y cuando sus pies descalzos se hundían en las pequeñas abras del camino, la túnica, estremeciéndose, acusaba su musculatura viril, y en la bolsa cantaban argentinamente los siglos, oblaciones hechas a la divina compañía por las caritativas mujeres.

Al fin sentóse a reposar, y mientras miraba lejos de él, hacia la puerta de los Rebaños, un fariseo que lanzaba con su honda guijarros a un águila mientras ésta describía rápidas espirales imperfectas en torno del cadáver de una alimaña, un anciano, cuya llegada no advirtiera, sentóse en un peñasco próximo y le saludó con la palabra Paz.

— Sea la paz contigo, hermano.

Y hablaron. El anciano habló al apóstol, con segura voz impregnada de sabiduría, de todas las ciencias, de todas las artes, de todas las filosofías, afirmándole conocer otras lenguas que él, solo sabedorr de la aramea, no sospechaba que existiesen. Y en tanto que de los labios desconocidos fluía la plática, el tesorero divino se preguntaba si no sería la conversión de aquel hombre de figura majestuosa y de talento profundo como el Tiberíades y caudaloso como el Hinnon, el mejor tesoro que pudiera ofrendarle al maestro.

— ¿Eres escriba? ... ¿No? Entonces descarrías — como el rebaño que desoyendo las voces del pastor que le muestra la buena senda con su lanza, se precipita en los barrancos — las luces que te dio el Padre del que es mi maestro, siguiendo las idólatras falsedades de los Nicolaístas, de los Gnósticos o de los Simoníacos.

El viejo movía negativamente la cabeza. Y el santo no veía en sus ojos un sulfúreo brillo, ni en su frente, bajo los largos cabellos nazarenos, la insinuación de dos protuberancias córneas, ni veía en la tierra que hollaban sus pies las marcas bisurcas de unos cascos de macho cabrío.

— Mi religión no te es conocida. ¿Crees que el mundo está entre tu aldea y el mar Muerto y entre el monte del Mal Consejo y el Mar de Mármara? El mundo es inmenso y hay en él muchos hombres y muchos dioses.

— No hay más Dios que uno: el Galileo es su hijo y deber creer en él. Ha ordenado a las aguas, ha multiplicado los alimentos y ha vuelto la vida a cuerpos ya pútridos.

— Tu Dios es de debilidad. Si es fuerte y todopoderoso, ¿por qué no aniquiló a los escribas y a los saduceos que se burlaron de él cuando les dijo en el pórtico del templo que era el hijo de Dios? ¿Por qué no convierte a los judíos que le llaman impostor y se niegan a reconocerle por el Mesías?

— Porque nuestra religión no ama el rigor, sino la fraternidad. Pero oyéndole, muchos han visto la luz y han besado sus pies y le han llamado por su nombre: Hijo del verdadero Dios.

— Solo ha convertido a débiles y a mujeres. Y él, que reverencia a su Padre, ha obligado a otros hijos a que abandonen hermanos y deudos para seguirle. Pudiendo hacer el mundo perfecto, ha hecho que los animales para vivir se tengan que devorar los unos a los otros. Ama la adulación y se deja ungir los pies con perfumes, permitiendo que Juan y Jacobo murmuren de ti, porque propusiste la venta de ese sándalo para repartir a los menesterosos el producto ... En vuestra peregrinación nada habéis hecho de divino. Esos milagros son naturales, y llegará el día en que sean comprensibles para todos los hombres. Los convertidos por vuestras predicaciones son pobres de espíritu, y por cada varón que habéis arrancado a Tiro y a Sidón y a Samaria, han olvidado el culto de sus hogares muchas mujeres para quienes la divinidad de tu maestro solo está en la barba rizada, en la elocuencia de sus frases, en los amplios ademanes imperativos y en el fuego de sus miradas que habla de otros fuegos concupiscentes.

— ¡Herejía, herejía!

Y mientras en la quietud vesperal temblaban los acentos demoledores, Judas meditaba cómo aquel viejo sabía las calumnias de que era víctima por parte de Jacobo y de Juan.

Insinuó el desconocido:

— Y si es ciertamente el Salvador, las Escrituras no podrán cumplirse: Santiago, Juan, Felipe, Mateo y Andrés han tenido tentaciones y se han negado a vender al Galileo. Hasta ahora, vuestra religión es solo de vanidad y de triunfo. Falta la profetizada acción de mansedumbre; falta que el Galileo, que ya ha demostrado ser un gran hombre, muestre a sus enemigos y a su propio rebaño que es Dios.

— ¡Es Dios! Es el hijo de Dios, y con el Santo Espíritu es uno solo. No hay más Dios que él y siendo tres es uno, siendo uno domina todo el Universo.

Y encendida en el fuego de la fe su mirada húmeda, el buen Judas narró cómo con la sola virtud de su palabra había el hijo de María alzado de la tumba a Lázaro y al unigénito de Jairo. Y sin amedrentarse por la sonrisa fosforescente y gentílica del viejo, refirióle, una a una, las sorprendentes parábolas del convite de los judíos, de la perla, del Samaritano y la del trigo y la cizaña, Y aun, sin hacer caso del incrédulo musitar, le dijo cómo siendo un niño había triunfado con su sapiencia de la de los doctores y cómo en la puerta del templo había respondido a la salutación de un mendigo tullido con estas milagrosas palabras: «No tengo oro ni plata, pero te doy lo que poseo: levántate, que ya estás sano».

Pero el viejo seguía murmurando:

— El mundo se quedará sin redimir, porque los discípulos del Galileo son egoístas. Oseas, Jonás, Amós, Ezechiel y Elías habrán mentido, y los hombres no serán redimidos por el que se llama redentor.

De la ciudad, pasando por Getsemaní, partía una caravana. En la penumbra vespertina, la larga fila de camellos, graves y deformes, aparecía velada por el polvo que alzaba el múltiple pisar. Y las ráfagas abrasadoras del desierto, que se refrescaban al besar los vergeles, acercaban las voces de los beduinos y el ruf-ruf de un pandero con el que uno de los viandantes distraía la marcha.

Obseso por la tenaz afirmación del desconocido, aseguró Judas:

— El mundo será redimido. Los profetas no quedarán como impostores. Jesús de Nazareth, el hijo de Dios, morirá por todos los hombres que han sido y por los que han de ser y por los que son.

Entonces el viejo, arrodillándose súbitamente, besó los pies del apóstol. Lágrimas de júbilo ponían, como las noches serenas en los campos, gotas transparentes en la ola de su barba gris. (Judas no veía sus negras alas, ni sus patas de caprípedo, ni sus córneos abultamientos.) Y su voz era tremolada por los sollozos cuando dijo:

— ¡Oh, tú eres el único generoso y bueno Judas! Dios te coloca a su diestra porque tú vas a ser instrumento para que la redención se realice ... Tú has desoído la voz del orgullo que te aconsejaba anteponer el prestigio de tu nombre a la salvación de la humanidad ... Tú venderás al maestro para que no muera como simple criatura, sino como Dios. Y porque no sean imposturas los vaticinios y porque la voluntad de Dios, el que es padre de tu maestro, se cumpla te expondrás a que la multitud ignara te moteje de infiel ... Sí, yo me convierto a la religión única. La luz ha entrado en mi espíritu al igual de una espada que hiere. Tu acción sublime me hace reconocer a Dios, Le venderás y será el precio de tu acción noble lo que compro la redención del mundo. ¿Qué sería de los hombres sin ti? Solo tu espíritu abnegado los salva. Eres el discípulo único; el espíritu clarividente sabedor de que preservando de la muerte al cuerpo de Jesús expones a morir a su divinidad. Al venderle, cumples la voluntad del Padre, llevas a término los designios de la vida humana del Hijo y eres brazo del Espíritu Santo que inspiró a los profetas. ¡Oh Judas! Tú eres el redentor ... Ve a ver a los príncipes de los judíos, pero dame antes a besar la diestra que ha de sellar el pacto. ¡Oh discípulo noble que no sabes de egoísmo! ¡Oh amado de Dios!

Y entonces fue cuando el buen Judas tendió al anciano, que en la oscuridad sonreía, la mano calumniada y heroica que había de recibir los treinta denarios.

CHAPTER 2

LA FÁBULA DE PELAYO GONZÁLEZ


Todo el mundo, o casi todo el mundo, ha oído hablar de Pelayo González, sabio español que floreció en la ciudad de Madrid a comienzos del siglo XX, hacia el año 1908. Es sabido que la parca herencia de su talento, como la próvida del de Sócrates, subsiste merced a discípulos que fijaron las ideas y las frases que él prodigó, con magnífico descuido, en conversaciones familiares. Quienes hayan leído los últimos acontecimientos de su vida narrados por el doctor Luis R. Aguilar, que tuvo la debilidad de confiarme la revisión del manuscrito trazado por él con mano y recuerdo reverentes, no ignoran que entre las paradójicas compatibilidades de su espíritu estaban un ardiente idealismo y un amor, tal vez desmesurado, por los placeres de la mesa. Como el alma de Charles Baudelaire era prodigiosamente sensible a los perfumes de las tierras distantes de pereza y voluptuosidad — el sándalo, la mirra, el áloe, el almizcle, el ámbar —, la del sabio español lo era al aroma de las viandas bien condimentadas. Junto a la mesa soportadora de una abundante colación su espíritu se elevaba por virtud de una máxima agilidad. Varias veces habló del porvenir de la perfumería culinaria, con la entusiasta convicción de un químico esteta. Sabiendo la irremediabilidad de las funciones animales, alejaba sus prácticas de las de esos idealistas que al abominar de la materia, se condenan a un sufrimiento cada día cruelmente renovado. Él ponía su idealidad sobre ella, la espiritualizaba, y de este modo, al comer, gustaba el placer duplo de sentir armonizados su cuerpo y su alma en un goce homogéneo. Hubiese escrito — de resignarse alguna vez a escribir —, el elogio del bisté o de la salsa mayonesa, con semejante exaltación a la insigne que inspirara a Joan Maragall el «Elogio de la palabra», a Maurice Maeterlinck el «Elogio de la espada y del boxe» y al regocijado taciturno Pío Baroja el elogio del acordeón y el de los caballitos de madera. Y fue el café de Platerías (donde el sabio prefería ser invitado) el areópago en que escuché de sus labios, brillantes de grasa, la sustanciosa fábula que podéis leer.


* * *

Gregorio, que vendía periódicos todas las mañanas, todas las noches y algunos mediodías en la Puerta del Sol, ganaba casi dos pesetas diarias. Con esta cantidad, además de mantenerse, fumaba, socorría a un tío valetudinario que no pudo hacer carrera en la mendicidad por su aspecto mefistofélico, y ahorraba para ir a los toros cuando toreaba Vicente Pastor, a quien seguía llamando «El chico de la blusa» con igual obstinación que sus compañeros llamábanle a él Gregorio a secas. Vestíase, cada vez que la moral le obligaba a hacerlo, con trajes viejos de un señorito parroquiano suyo; trajes que si no cumplían nunca las medidas de su cuerpo cumplían siempre las de su necesidad. Un día, Gregorio, buscando una colilla en un bache encontró un disco de metal amarillo. Sospechando que pudiera ser un tesoro perdió su tranquilidad habitual. Y si aquella mañana las gentes hubiesen sido observadoras, el trémolo inquieto de su voz al pregonar «¡Liberal ... Imparcial. La Corres de anoche por un cigarro!», no habría pasado inadvertido.

Llegada la noche se atrevió a sacar el disco del bolsillo; grabó la imagen y los caracteres sobresalientes de él en su memoria, reacia como tierra jamás cultivada, y fue a comprobar su fortuna en el escaparate de una casa de cambio. Allí vio la misma cara bonachona, la misma peluca rizada, el mismo «Carlos III por la gracia de Dios», y allí, sobreponiéndose a las intranquilidades que le sobresaltaban deliciosamente, decidióse a aplicar aquel hallazgo a construirse un porvenir. Como laborarse un porvenir no es fácil y las sendas de la vida son, por oscuras y escarpadas, inciertas, obrando con prudencia Gregorio forjó la idea de no variar de senda y persistir en aquélla, ya a medias esclarecida por la experiencia de cuatro años de pregonar incesantemente «¡El Liberal, Imparcial ... Heraldo!», experiencia que, sin él darse cuenta, le hacía saber cosas ignoradas de muchos sociólogos: la calidad de sucesos que suscitan más atención, los sendos periódicos preferidos por las clases sociales, la hora en que es la curiosidad más intensa, que una revista para ser bien vendida ha de tener por precio diez, veinte o treinta céntimos, pero nunca quince ni veinticinco, entre otras. Gregorio jamás encaminó su imaginación hacia los peligrosos encumbramientos de la tauromaquia ni, como veía hacer frecuentemente, hacia el hallazgo de una mujer de esas que ahítas de verse pagadas todos los días, pagan, a manera de represalia, un amante; fue casto, sagaz, constante y sedentario, quizá por el remoto atavismo a que le forzara un abuelo israelita. Y en sus ensueños de ambicioso, se alternaban las visiones de una taberna, de una casa de préstamos o de una librería. Ni un momento pensó en exponerse al peligro de entrar a cambiar una moneda de tan escasa circulación. Apenas tuvo geométricamente moldeado su propósito, la primera decisión que adoptó fue cortar toda relación con el tío valetudinario de la cara de Mefistófeles

A la mañana siguiente — no durmió bien —, llegó muy temprano a la Administración de El Imparcial para sacar por su cuenta seis manos de periódicos. El capataz oyó la historia de la moneda de oro y le dijo:

— Mira, tú me dejas la moneda en prenda: yo no tengo cambio para tanto — luego, pensando con suspicacia rápida en la posibilidad de un robo y de una contingencia fatal, decidió —: No, lleva los periódicos y después arreglaremos cuentas.

Aquella mañana el pregón de Gregorio fue fructuoso. Luego de pagar los ciento cincuenta periódicos al capataz, dirigióse a la casa de una revista semanal que se publicaba aquel día, pensando en las terribles mañanas de invierno, en las que, con el solo alimento de un churro, desfalleciente la voz, el aliento congelado, errante y famélico, apenas conseguía vender quince periódicos. Este recuerdo, relacionado con la pródiga venta concluida de hacer, recordóle la necesidad de no dejar marchar la ocasión, cuando se decide ella a pasar cerca de nosotros. Llegó a la Administración de la revista, con todas las nobles ambiciones erectas en su pensamiento. Le dijo al jefe de los vendedores:

— Mire, don Julio, yo quiero desde hoy vender por cuenta mía. Ya esta mañana saqué Imparcial: aquí está el dinero. Déme cien números de Nuevo Mundo y cobre de aquí.

Al ver la moneda de oro, el hombre, con la misma idea de desconfianza que su compañero de El Imparcial, respondió:

— Bien, bien ... No es preciso que me dejes eso. Dame lo que tienes suelto y lleva los números ... Cuando vendas me darás el resto.

Aquellos ciento cincuenta Imparciales fueron en su vida la piedra miliaria demarcadora de una nueva era. Vendió todos los periódicos. Por la noche compró Heraldos y vendió también. El número de ejemplares fue creciendo de día en día. Correteaba la ciudad con ardor, y, por las noches se acostaba jadeante y feliz, Y ahorraba, ahorraba sin tregua. La prueba definitiva la pasó: Llegó una corrida en que toreaba Vicente Pastor y no fue. Después de ésta, nada significaban las demás privaciones. Mientras más dinero ganaba, su vida material era peor.


(Continues...)

Excerpted from Cuentos by Alfonso Hernández Catá. Copyright © 2015 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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