Discurso sobre la libertad religiosa

Discurso sobre la libertad religiosa

by Emilio Castelar y Ripoll
Discurso sobre la libertad religiosa

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Este texto es una fascinante apología a la libertad religiosa escrito en la España del siglo XIX.

Product Details

ISBN-13: 9788498976724
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Pensamiento , #23
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 28
File size: 699 KB
Language: Spanish

About the Author

Emilio Castelar y Ripoll (1832-1899). España. Nació en Cádiz y estudió derecho y filosofía y letras en la universidad de Madrid (1852-1853). Actuó en la vida política defendiendo las ideas democráticas; fundó el periódico La Democracia, en 1863, y apoyó el republicanismo individualista. A causa de un artículo contrario a Isabel II, fue separado de su cátedra de historia de España de la universidad central, lo que provocó manifestaciones estudiantiles y la represión de la Noche de san Daniel (10 abril 1865). Castelar conspiró contra Isabel II y se exiló en Francia, donde permaneció hasta la revolución de septiembre (1868). A su regreso fue nombrado triunviro por el partido republicano junto a Pi y Margall y a Figueras. Diputado por Zaragoza a las cortes constituyentes de 1869, al proclamarse la I república ocupó la presidencia del poder ejecutivo. Gobernó con las cortes cerradas y combatió a carlistas y cantonales. Tras la reapertura de las cortes, su gobierno fue derrotado, lo que provocó el golpe de estado del general Pavía (3 enero 1874). Disuelta la república y restaurada la monarquía borbónica, representó a Barcelona en las primeras cortes de Alfonso XII. Defendió el sufragio universal, la libertad religiosa y un republicanismo conservador y evolucionista (el posibilismo). Emilio Castelar murió en 1899 en San Pedro del Pinatar.

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Discurso Sobre la Libertad Religiosa


By Emilio Castelar

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-672-4



CHAPTER 1

DISCURSO SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA Y LA SEPARACIÓN ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO


(12-IV-69)

Señores Diputados: Inmensa desgracia para mí, pero mayor desgracia todavía para las Cortes, verme forzado por deberes de mi cargo, por deberes de cortesía, a embargar casi todas las tardes, contra mi voluntad, contra mi deseo, la atención de los señores Diputados. Yo espero que las Cortes me perdonarán si tal hago en fuerza de las razones que a ello me obligan; y que no atribuirán de ninguna suerte tanto y tan largo y tan continuado discurso a intemperancia mía en usar de la palabra. Prometo solemnemente no volver a usarla en el debate de la totalidad.

Decía mi ilustre amigo el señor Ríos Rosas en la última sesión, con la autoridad que le da su palabra, su talento, su alta elocuencia, su íntegro carácter, decíame que dudaba si tenía derecho a darme consejos. Yo creo que S.S. lo tiene siempre: como orador, lo tiene para dárselos a un principiante; como hombre de Estado, lo tiene para dárselos al que no aspira a este título; como hombre de experiencia, lo tiene para dárselos al que entra por vez primera en este respetado recinto. Yo los recibo, y puedo decir que el día en que el señor Ríos Rosas me aconsejó que no tratara a la Iglesia católica con cierta aspereza, yo dudaba si había obrado bien; yo dudaba si había procedido bien, yo dudaba si había sido justo o injusto, si había sido cruel, y sobre todo, si había sido prudente.

¿Qué dije yo, señores, qué dije yo entonces? Yo no ataqué ninguna creencia, yo no ataqué el culto, yo no ataqué el dogma. Yo dije que la Iglesia católica, organizada como vosotros la organizáis, organizada como un poder del Estado, no puede menos de traernos grandes perturbaciones y grandes conflictos, porque la Iglesia católica con su ideal de autoridad, con su ideal de infalibilidad, con la ambición que tiene de extender estas ideas sobre todos los pueblos, no puede menos de ser en el organismo de los Estados libres causa de una continua perturbación en todas las conciencias, causa de una constante amenaza a todos los derechos.

Si alguna duda pudierais tener, si algún remordimiento pudiera asaltaros, señores, ¿no se ha levantado el señor Manterola con la autoridad que le da suciencia, con la autoridad que le dan sus virtudes, con la autoridad que le da su alta representación en la Iglesia, con la autoridad que le da la altísima representación que tiene en este sitio, no se ha levantado a decirnos en breves, en sencillas, en elocuentísimas palabras, cuál es el criterio de la Iglesia sobre el derecho, sobre la soberanía nacional, sobre la tolerancia o intolerancia religiosa, sobre el porvenir de las naciones? Si en todo su discurso no habéis encontrado lo que yo decía, si no habéis hallado que reprueba el derecho, que reprueba la conciencia moderna, que reprueba la filosofía novísima, yo declaro que no ha dicho nada, yo declaro que todos vosotros tenéis razón y yo condeno mi propio pensamiento. Pero su discurso, absolutamente todo su discurso, no ha sido más que una completa confirmación de mis palabras; cuanto yo decía, lo ha demostrado el señor Manterola. Pues qué, ¿no ha dicho que el dogma de la soberanía nacional, expresado en términos tan modestos por la comisión, es inadmisible, puesto que el clero no reconoce más dogma que la soberanía de la Iglesia? ¿Y no os dice esto que después de tantos y tan grandes cataclismos, que después de las guerras de las investiduras, que después de las guerras religiosas, que después del advenimiento de tantos Estados laicos, que después de tantos Concordatos en que la Iglesia ha tenido que aceptar la existencia civil de muchas religiones, aún no ha podido desprenderse de su antiguos criterios, del criterio de Gregorio VIII y de Inocencio III, y aún cree que todos los poderes civiles son una usurpación de su poder soberano?

Señores, nadie como yo ha aplaudido la presencia en este sitio del señor Manterola, la presencia en este sitio del ilustre obispo de Jaén, la presencia en este sitio del ilustre cardenal de Santiago. Yo creía, yo creo que esta Cámara no sería la expresión de España si a esta Cámara no hubieran venido los que guardan todavía el sagrado depósito de nuestras antiguas creencias, y los que aún dirigen la moral de nuestras familias. Yo los miro con mucho respeto, yo los considero con gran veneración, por sus talentos, por su edad, por el altísimo ministerio que representan. Consagrado desde edad temprana al cultivo de las ideas abstractas, de las ideas puras, en medio de una sociedad entregada con exceso al culto de la materia, en medio de una sociedad muy aficionada a la letra de cambio, en esta especie de indiferentismo en que ha caído un poco la conciencia olvidada del ideal, admito, sí, admito algo de divino, si es que ha de vivir el mundo incorruptible y ha de conservar el equilibrio, la armonía entre el espíritu y la naturaleza, que es el secreto de su grandeza y de su fuerza.

Pero, señores, digo más: hago una concesión mayor todavía a los señores que se sientan en aquel banco; les hago una concesión que no me duele hacerles, que debo hacerles, porque es verdad. A medida que crece la libertad, se aflojan los lazos materiales: a medida que los lazos materiales se aflojan, se aprietan los lazos morales. Así es necesario para que una sociedad libre pueda vivir, es indispensable que tenga grandes lazos de idea, que reconozca deberes, deberes impuestos, no por la autoridad civil, no por los ejércitos, sino por su propia razón, por su propia conciencia. Por eso, señores, yo no he visto, cuando he ido a los pueblos esclavos, no he visto nunca observada la fiesta del domingo; yo no la he visto observada en España, yo no la he visto observada jamás en París.

El domingo en los pueblos esclavos es una saturnal. En cambio, yo he visto el domingo celebrado con una severidad extraordinaria, con una severidad de costumbres que asombra, en los dos únicos pueblos libres que he visitado en mi larga peregrinación por Europa, en Suiza y en Inglaterra. ¿Y de qué depende? Yo sé de lo que depende: depende de que allí hay lazos de costumbres, lazos de inteligencia, lazos de costumbres y de inteligencia que no existen donde la religión se impone por la fuerza a la voluntad, a la conciencia, por medio de leyes artificiales y mecánicas. Así me decía un príncipe ruso, en Ginebra, que había más libertad en San Petersburgo que en Nueva York; y preguntándole yo por qué, me contestaba: «Por una razón muy sencilla: porque yo soy muy aficionado a la música, y en San Petersburgo puedo tocar el violín en domingo, mientras que no puedo tocarlo en Nueva York». He aquí cómo la separación de la Iglesia y el Estado, cómo la libertad de cultos, cómo la libertad religiosa engendra este gran principio, la aceptación voluntaria de la religión y de la metafísica, o de la moral, que es como la sal de la vida, y conserva sana la conciencia.

Ya sabe el señor MManterola lo que San Pablo dijo: «Nihil tam voluntarium quam religio». Nada hay tan voluntario como la religión. El gran Tertuliano, en su carta a Escápula, decía también: «Non est religionis cogere religioneni». No es propio de la religión obligar por fuerza, cohibir para que se ejerza la religión. ¿Y qué ha estado pidiendo durante toda esta tarde el señor Manterola? ¿Qué ha estado exigiendo durante todo su largo discurso a los señores de la comisión? Ha estado pidiendo, ha estado exigiendo que no se pueda ser español, que no se pueda tener el título de español, que no se puedan ejercer derechos civiles, que no se pueda aspirar a las altas magistraturas políticas del país sino llevando impresa sobre la carne la marca de una religión forzosamente impuesta, no de una religión aceptada por la razón y por la conciencia.

Por consiguiente, el señor Manterola, en todo su discurso, no ha hecho más que pedir lo que pedían los antiguos paganos, los cuales no comprendían esta gran idea de la separación de la Iglesia y del Estado; lo que pedían los antiguos paganos, que consistía en que el rey fuera al mismo tiempo papa, o, lo que es igual, que el Pontífice sea al mismo tiempo, en alguna parte y en alguna medida, rey de España.

Y sin embargo, en la conciencia humana ha concluido para siempre el dogma de la protección de las Iglesias por el Estado. El Estado no tiene religión, no la puede tener, no la debe tener. El Estado no confiesa, el Estado no comulga, el Estado no se muere. Yo quisiera que el señor Manterola tuviese la bondad de decirme en qué sitio del Valle de Josafat va a estar el día del juicio el alma del Estado que se llama España.

Suponía un gran poeta alemán hallarse allá en el polo. Era una de esas inmensas noches polares en que las auroras de color de rosa se reflejan sobre el hielo. El espectáculo era magnífico, era indescriptible. Hallábase a su lado un misionero, y como una ballena se moviese, le decía el misionero al poeta: «Mirad, ante este grande y extraordinario espectáculo, hasta la ballena se mueve y alaba a Dios». Un poco más lejos hallábase un naturalista, y el alemán le dijo: «Vosotros, los naturalistas, soléis suprimir la acción divina en vuestra ciencia; pues he aquí que este misionero me ha dicho que cuando ese gran espectáculo se ofreció a nuestra vista en el seno de la naturaleza, hasta la ballena se movía y alababa a Dios». El naturalista contestó al poeta alemán: «No es eso; es que hay ciertas ratas azules que se meten en el cuerpo de la ballena, y al fijarse en ciertos puntos del sistema nervioso, la molestan y la obligan a que se conmueva; porque ese animal tan grande y que tiene tantas arrobas de aceite, no tiene, sin embargo, ni un átomo de sentimiento religioso». Pues bien, exactamente lo mismo puede decirse del Estado. Ese animal tan grande no tiene ni siquiera un átomo de sentimiento religioso.

Y si no, ¿en nombre de qué condenaba el señor Manterola, al finalizar su discurso, los grandes errores, los grandes excesos, causa tal vez de su perdición, que en materia religiosa cometieron los revolucionarios franceses? No crea el señor Manterola que nosotros estamos aquí para defender los errores de nuestros mismos amigos: como no nos creemos infalibles, no nos creemos impecables, ni depositarios de la verdad absoluta; como no creemos tener las reglas eternas de la moral y del derecho, cuando nuestros amigos se equivocan, condenamos sus equivocaciones, cuando yerran los que nos han precedido en la defensa de la idea republicana, decimos que han errado porque nosotros no tenemos desde hace diecinueve siglos el espíritu humano amortizado en nuestros altares.

Pues bien, señores Diputados: Barnave, que comprendía mejor que otros de los suyos la Revolución francesa, decía: «Pido en nombre de la libertad, pido en nombre de la conciencia, que se revoque el edicto de los reyes, que arrojaba a los jesuitas». La Cámara no quiso acceder, y aquella hubiera sido medida mucho más prudente, más sabia, más progresiva, que la medida de exigir al clero el juramento civil, lo cual trajo tantas complicaciones y tantas desgracias sobre la Revolución francesa. En nombre del principio que el señor Manterola ha sostenido esta tarde de que el Estado puede y debe imponer una religión, Enrique VIII pudo en un día cambiar la religión católica por la protestante como Teodosio, por una especie de golpe de Estado semejante al de 18 de Brumario, pudo cambiar en el Senado romano la religión pagana por la religión católica; como la Convención francesa tuvo la debilidad de aceptar por un momento el culto de la diosa razón; como Robespierre proclamó el dogma del Ser supremo, diciendo que todos debían creer en Dios para ser ciudadanos franceses, lo cual era una reacción inmensa, reacción tan grande como la que realizó Napoleón I cuando, después de haber dudado si restauraría el protestantismo o restauraría el catolicismo, se decidió por restaurar el catolicismo, solamenteporque era una religión autoritaria, solamente porque hacía esclavos a los hombres, solamente porque hacía del antiguo papa y del nuevo Carlomagno una especie de dioses.

Por consecuencia, el señor Manterola no tenía razón, absolutamente ninguna razón, al exigir, en nombre del catolicismo, en nombre del cristianismo, en nombre de una idea moral, en nombre de una idea religiosa, fuerza coercitiva, apoyo coercitivo al Estado. Esto sería un gran retroceso, porque, señores, o creemos en la religión porque así nos lo dicta nuestra conciencia, o no creemos en la religión porque también la conciencia nos lo dicta así. Si creemos en la religión porque nos lo dicta nuestra conciencia, es inútil, completamente inútil, la protección del Estado; si no creemos en la religión porque nuestra conciencia nos lo dicta, en vano es que el Estado nos imponga la creencia; no llegará hasta el fondo de nuestro ser, no llegará al fondo de nuestro espíritu: y como la religión, después de todo, no es tanto una relación social como una relación del hombre con Dios, podréis engañar con la religión impuesta por el Estado a los demás hombres, pero no engañaréis jamás a Dios, a Dios, que escudriña con suu mirada el abismo de la conciencia.

Hay en la Historia dos ideas que no se han realizado nunca; hay en la sociedad dos ideas que nunca se han realizado: la idea de una nación, y la idea de una religión para todos. Yo me detengo en este punto, porque me ha admirado mucho la seguridad con que el señor Manterola decía que el catolicismo progresaba en Inglaterra, que el catolicismo progresaba en los Estados Unidos, que el catolicismo progresaba en Oriente. Señores, el catolicismo no progresa en Inglaterra. Lo que allí sucede es que los liberales, esos liberales tenidos siempre por réprobos y herejes en la escuela de S.S., reconocen el derecho que tiene el campesino católico, que tiene el pobre irlandés, a no pagar de su bolsillo una religión en que no cree su conciencia. Esto ha sucedido y sucede en Inglaterra. En cuanto a los Estados Unidos diré que allí hay 34 o 35 millones de habitantes; de estos 34 o 35 millones de habitantes, hay 31 millones de protestantes y 4 millones de católicos, si es que llega; y estos 4 millones se cuentan, naturalmente, porque allí hay muchos europeos, y porque aquella nación ha anexionado la Lusiania, Nuevas Tejas, la California, y, en fin, una porción de territorios cuyos habitantes son de origen católico.

Pero, señores, lo que más me maravilla es que el señor Manterola dijera que el catolicismo se extiende también por el Oriente. ¡Ah, señores! Haced esta ligera reflexión conmigo: no ha sido posible, lo ha intentado César, lo ha intentado Alejandro, lo ha intentado Carlomagno, lo ha intentado Carlos V, lo ha intentado Napoleón; no ha sido posible constituir una sola nación: la idea de variedad y de autonomía de los pueblos ha vencido a todos los conquistadores; y tampoco ha sido posible crear una sola religión: la idea de la libertad de conciencia ha vencido a los Pontífices.

Cuatro razas fundamentales hay en Europa: la raza latina, la raza germánica, la raza griega y la raza eslava.

Pues bien, en la raza latina, su amor a la unidad, su amor a la disciplina y a la organización se ve por el catolicismo: en la raza germánica, su amor a la conciencia y al derecho personal, su amor a la libertad del individuo se ve por el protestantismo: en la raza griega, se nota todavía lo que se notaba en los antiguos tiempos, el predominio de la idea metafísica sobre la idea moral; y en la raza eslava, que está preparando una gran invasión en Europa, según sus sueños, se ve lo que ha sucedido en los imperios autoritarios, lo que sucedió en Asia y en la Roma imperial, una religión autocrática. Por consiguiente, no ha sido posible de ninguna suerte encerrar a todos los pueblos modernos en la idea de la unidad religiosa.

¿Y en Oriente? Señores, yo traeré mañana al señor Manterola, a quien después de haber combatido como enemigo abrazaré como hermano, en prueba de que practicamos aquí los principios evangélicos; yo le traeré mañana un libro de la Sociedad oriental de Francia, en que hay un estado del progreso del catolicismo en Oriente, y allí se convencerá S.S. de lo que voy a afirmar. En la historia antigua, en el antiguo Oriente hay dos razas fundamentales: la raza indo-europea y la raza semítica.

La raza indo-europea ha sido la raza pagana que ha creado los ídolos, la raza civil que ha creado la filosofía y el derecho político: la raza semítica es la que crea todas las grandes religiones que todavía son la base de la conciencia moral del género humano: Mahoma, Moisés, Cristo, puede decirse que abrazan completamente toda la esfera religiosa moderna en sus diversas manifestaciones.

Pues bien: ¿cuál es el carácter de la raza indo-europea que ha creado a Grecia, Roma y Germania? El predominio de la idea de particularidad y de individualidad de la idea progresiva sobre la idea de unidad inmóvil. ¿Cuál es el carácter de la raza semítica que ha creado las tres grandes religiones, el mahometismo, el judaísmo y el cristianismo? El predominio de la idea de unidad inmóvil sobre la idea de variedad progresiva. Pues todavía no existe eso en Oriente. Así es que los cristianos de la raza semítica adoran a Dios, y apenas se acuerdan de la segunda y tercera persona de la Santísima Trinidad, mientras que los cristianos de la raza indo-europea adoran a la Virgen y a los santos, y apenas se acuerdan de Dios. ¿Por qué? Porque la metafísica no puede destruir lo que está en el organismo y en las leyes fatales de la Naturaleza.


(Continues...)

Excerpted from Discurso Sobre la Libertad Religiosa by Emilio Castelar. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents

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CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
DISCURSO SOBRE LA LIBERTAD RELIGIOSA Y LA SEPARACIÓN ENTRE LA IGLESIA Y EL ESTADO, 9,
LIBROS A LA CARTA, 31,

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