El club social de las chicas temerarias (The Dirty Girls Social Club)

El club social de las chicas temerarias (The Dirty Girls Social Club)

by Alisa Valdes-Rodriguez
El club social de las chicas temerarias (The Dirty Girls Social Club)

El club social de las chicas temerarias (The Dirty Girls Social Club)

by Alisa Valdes-Rodriguez

eBookSpanish Language Edition of The Dirty Girls Social Club (Spanish Language Edition of The Dirty Girls Social Club)

$11.99 

Available on Compatible NOOK devices, the free NOOK App and in My Digital Library.
WANT A NOOK?  Explore Now

Related collections and offers


Overview

Spanish Language Edition of The Dirty Girls Social Club

A vibrant, can't-put-it-down novel of six friends--each one an unforgettable Latina woman in her late '20s--and the complications and triumphs in their lives

Inseparable since their days at Boston University almost ten years before, six friends form the Dirty Girls Social Club, a mutual support and (mostly) admiration society that no matter what happens to each of them (and a lot does), meets regularly to dish, dine and compare notes on the bumpy course of life and love.

Las sucias are:

--Lauren, the resident "caliente" columnist for the local paper, which advertises her work with the line "her casa is su casa, Boston," but whose own home life has recently involved hiding in her boyfriend's closet to catch him in the act
--Sara, the perfect wife and mother who always knew exactly the life she wanted and got it, right down to the McMansion in the suburbs and two boisterious boys, but who is paying a hefty price
--Amber, the most idealistic and artistic member of the club, who was raised a valley girl without a word of Spanish and whose increasing attachment to her Mexica roots coincides with a major record label's interest in her rock 'n' roll
--Elizabeth, the stunning black Latina whose high profile job as a morning television anchor conflicts with her intensely private personal life, which would explain why the dates the other dirty girls set her up on never work out
--Rebecca, intense and highly controlled, who flawlessly runs Ella, the magazine she created for Latinas, but who can't explain why she didn't understand the man she married and now doesn't even share a room with; and
--Usnavys, irrepressible and larger than life, whose agenda to land the kind of man who can keep her in Manolo Blahniks and platanos almost prevents her seeing true love when it lands in her lap.

There's a lot of catching up to do.


Product Details

ISBN-13: 9781429909761
Publisher: St. Martin's Publishing Group
Publication date: 04/01/2007
Series: The Dirty Girls Social Club , #1
Sold by: Macmillan
Format: eBook
Pages: 336
File size: 2 MB
Language: Spanish

About the Author

About The Author
Alisa Valdes-Rodriguez is an award-winning print and broadcast journalist and a former staff writer for both the Los Angeles Times and The Boston Globe. She was one of Latina magazine's women of the year for 2002. She lives with her husband and son in Albuquerque, New Mexico. El club social de las chicas temerarias is her first novel.
Alisa Valdes-Rodriguez is an award-winning print and broadcast journalist and a former staff writer for both the Los Angeles Times and The Boston Globe. She was one of Latina magazine's women of the year for 2002. She lives with her husband and son in Albuquerque, New Mexico. El club social de las chicas temerarias is her first novel.
Alisa Valdes-Rodriguez is an award-winning print and broadcast journalist and a former staff writer for both the Los Angeles Times and the Boston Globe. With more than one million books in print in eleven languages, she was included on Time magazine’s list of "25 Most Influential Hispanics," and was a Latina magazine Woman of the Year as well as an Entertainment Weekly Breakout Literary Star. She is the author of many novels, including Playing with Boys and The Husband Habit. Alisa divides her time between New Mexico and Los Angeles.

Read an Excerpt

CHAPTER 1

lauren

dos veces al año, todos los años, las temerarias nos reunimos. Yo, Elizabeth, Sara, Rebecca, Usnavys, y Amber. Podemos estar en cualquier parte del mundo — y, por ser temerarias, viajamos mucho — pero nos subimos en un avión, en un tren, en lo que sea, y volvemos a Boston para pasar una noche de comida, de bebida (mi especialidad), de chisme, y de charla.

Llevamos haciendo esto seis años, desde que nos graduamos de la Universidad de Boston y nos prometimos encontrarnos dos veces al año, todos los años, por el resto de nuestras vidas. Sí, es un gran compromiso. Pero ustedes ya conocen lo melodramáticas que pueden ser las universitarias. Y, eh, hasta n ahora lo hemos conseguido, ¿saben? Hasta ahora, la mayoría de nosotras no ha faltado a una sola reunión del club social de las chicas temerarias. Y es que, amigos míos, nosotras las temerarias somos responsables y comprometidas, que es mucho más de lo que puedo decir de la mayoría de los hombres que he conocido, especialmente Ed, el cabezón «texican».

Volveré a este tema en un minuto.

Aquí las estoy esperando, desparramada en un asiento de plástico anaranjado en la ventana del restaurante El Caballito, un antro en el vecindario de Jamaica Plain que sirve comida puertorriqueña que llaman «cubana», con la esperanza de atraer a una clientela más chic. No ha funcionado. Esta noche los otros únicos clientes son tres tigres jóvenes con cortes de cabello de moda con los delincuentes, jeans enormes, camisas de cuadros de Hilfiger, y aros de oro que brillan en sus orejas. Hablan en jerga y comprueban constantemente sus beepers. Intento no mirarlos, pero me pillan haciéndolo un par de veces. Miro a otro lado y examino las puntas de mis uñas acrílicas, de mi manicura francesa recién hecha. Me fascinan mis manos: son tan femeninas y prolijas. Con un dedo delineo el contorno del dibujo de un mapa de Cuba, impreso en el mantelillo de papel. Me demoro brevemente en el punto que representa La Habana, intento imaginarme a papá de colegial, con pantalón corto y un diminuto reloj de oro, mirando sobre el mar al norte y a su futuro.

Cuando finalmente levanto la vista, observo que uno de los jóvenes me está mirando con ansia. ¿Cuál es su problema? ¿No sabe lo patética que soy? Veo los automóviles que se mueven lentamente a través de la nieve de Centre Street. Los copos centellean bajo el resplandor de la luz amarilla de los faros de los automóviles. Otra tarde triste en Boston. Odio noviembre. Esta tarde anocheció a eso de las cuatro, y desde entonces está escupiendo hielo. Como si el recubrimiento de madera en las paredes y el zumbido del viejo refrigerador en la esquina del pequeño restaurante no me deprimieran lo suficiente, mis incontrolables suspiros empañan continuamente la ventana. Aquí hace calor. Y también humedad. Huele a colonia de hombre barata y a carne de cerdo frita. En algún lugar fuera de mi vista, supongo que en la cocina, alguien canta desentonadamente una conocida canción de salsa, mientras los platos caen con un ruido estrepitoso. Me esfuerzo por entender la letra, esperando que coincida con el alegre ritmo y que me saque del estado melancólico en que me encuentro. Cuando comprendo que se trata de un amor tan imposible que el tipo quiere matarse o matar a su amante, dejo de intentarlo. Como si necesitara que me lo recordaran.

Bebo de un trago mi botella de templada cerveza Presidente y eructo silenciosamente. Estoy tan cansada que siento el pulso en los ojos. Me arden cada vez que parpadeo bajo la sequedad de los lentes de contacto. Anoche no dormí, ni la noche anterior, y estaba demasiado cansada para sacarme las lentillas. También me olvidé de dar de comer a la gata. Ups. Bueno, está gorda; sobrevivirá. Es por Ed, claro. Sólo con pensar en él se me aprieta el pecho y me duele la cabeza. Se puede adivinar en que fase de mis condenadas relaciones estoy, por el estado de mis uñas. Uñas arregladas: mala relación, guardando las apariencias. Uñas descuidadas: una Lauren feliz que permite abandonarse. También se puede adivinar por lo gorda que estoy. Cuando estoy feliz, controlo la comida y me mantengo alrededor de una talla diez. Cuando estoy triste, vomito como un emperador romano y me encojo a la talla seis.

Mis pantalones Bebe, color lavanda de lana, talla ocho y bajos de caderas, esta noche me quedan holgados. Si me muevo en el asiento siento que el espacio dentro de ellos me roza. Ed, el cabezón «texican», escribe discursos (léase: es un mentiroso profesional) para el alcalde de Nueva York. También es mi novio a larga distancia. Según su contestador en el trabajo (logré entrar, no lo puedo negar) parece que está liado con una tipa llamada Lola. No es broma, hola.

¿Qué es eso? ¿Y dónde está esa camarera tan lenta? Necesito otra cerveza.

Les diré lo que es. Es el universo que una vez más demuestra cuanto me odia. Lo digo en serio. He tenido una vida de basura, una niñez de basura, todo lo que puedo imaginar es basura, y ahora, aunque he hecho algo válido con mi vida profesional, toda la basura mencionada anteriormente vuelve en forma de tipos guapos y zalameros que me tratan como — lo adivinaron — basura. Yo no los elijo, exactamente. Ellos me encuentran con ese radar raro que comparten todos ellos. Atención, atención, al frente de ustedes, a la derecha, muchacha trágica sentada en la barra, medio bonita, tragando ginebra con tónico, llorando sola, que acaba de meterse el dedo en la garganta en el baño, trátenla como basura. ¿Se enteran? Si, trátenla como basura.

Como resultado, soy el tipo de mujer que revisará la cartera y los bolsillos de un hombre y le dará un puntapié en el culo si me traicione. Dejaría de comportarme así, excepto que casi siempre encuentro evidencia de sus fechorías — el recibo de una cena en un oscuro bistro italiano cuando dijo que estaba viendo jugar a los Cowboys con sus amigos, o un trozo de servilleta de una cafetería con el número de teléfono de la cajera, garabateado en tinta azul, con la letra juguetona de las mujeres incultas y fáciles. Siempre hace algo furtivo, no importa quien sea él. Eso es parte de lo que sucede por amar el desastre que soy yo.

Sí, tengo psicoterapeuta. No, no me ha ayudado.

No hay ninguna manera que un psicoterapeuta pueda resolver la crisis de infidelidad crónica — sancionada por sus madres — de los hombres latinos. No es sólo un estereotipo. Ya me gustaría que así fuera. ¿Saben lo que me dice mi abuela cubana en Unión City, cuando le digo que mi novio me está engañando? «Bueno mi vida, sigue luchando por él». ¿Cómo va a ayudarme con eso un psicoterapeuta? Tu hombre te engaña, y estas mujeres tradicionales — que se supone son tus aliadas — te echan la culpa a ti. «¿Well}», pregunta abuelita con voz ronca en un muy acentuado inglés, mientras chupa su cigarrillo de Virginia Slims, «¿Has aumentado de peso? Cuando lo ves, ¿te arreglas bien o te presentas con esos jeans? ¿Cómo tienes el pelo? Espero que no te lo hayas vuelto a cortar. ¿Has engordado otra vez?».

Mi psicoterapeuta, que no es latina y usa elegantes pañuelos, piensa que mis problemas provienen de cosas como «el trastorno mental causado por el carácter narcisista y ensimismado» de mi padre, el diagnóstico que ella ha dado a la manera en que relaciona todo en su vida con si mismo, con Fidel Castro y con Cuba. Ella nunca ha estado en Miami. Si hubiera estado, entendería que todos cubanos exiliados mayores de cuarenta y cinco hacen lo mismo que Papi. Para esa gente, no hay ningún país más fascinante ni más importante que Cuba, una isla caribeña con una población de once millones. Eso es aproximadamente dos millones menos de los que viven en la ciudad de Nueva York. Cuba también es la meca a donde todos los exiliados más viejos todavía piensan que volverán «una vez que se caiga ese hijo de puta de Castro». Yo le llamo el engaño de las masas. Cuando tu familia vive una mentira tan grande, vivir con hombres que mienten es fácil. Cuando le explico todo esto a mi psicoterapeuta, ella me sugiere que me haga una «cubadectomía», y continúe con mi vida americana. En verdad no es mala idea. Pero como los hijos de la mayoría de los exiliados cubanos que conozco, no sé cómo hacerlo. Cuba es el tumor recurrente rezumando que heredamos de nuestros padres.

En estos momentos pienso que quizá un desliz con uno de esos gángsteres guapotes al otro lado del cuarto podría hacer el truco. Mira como comen con los dedos, el aceite con ajo de las gambas chorreándoles sobre sus atractivas perillas. Eso es pasión, una emoción que Ed, el estirado, que ríe entre dientes, jamás reconocería, aunque le costara la vida. Sabes, me podría tirar a uno de estos para vengarme. Eso, o podría comer papitas fritas bañadas en queso y donuts, y después ponerme bulímica hasta que los globos de los ojos se volvieran tan rojos como un dolor de corazón. O podría irme a mi pequeño apartamento y tomarme demasiados cócteles «destornilladores» hechos en casa, esconderme debajo de mi edredón de plumas blancas de ganso y llorar mientras escucho en mi tocadiscos Bose los aullidos de esa penetrante cantante mexicana, Ana Gabriel: ¿La de la madre china?

Oye, necesito pasar una noche con mis temerarias. ¿Dónde estarán esas chicas?

Esta noche también es especial porque (repiqueteo de tambor, por favor) es el décimo aniversario de la primerísima vez que nos juntamos las temerarias. Todas estábamos en primer año de la carrera de periodismo y comunicaciones en la Universidad de Boston, borrachas de infantiles cervezas de melocotón y arándano (eh, por lo menos no era Zima) que conseguimos con nuestros carnés de conducir falsos, jugando al billar en Gillians, un club oscuro y lleno de humo donde íbamos a bailar al palpitante ritmo de la reedición de Luka de Suzanne Vega, hasta que los gorilas nos echaran a trompicones y cayéramos sobre nuestros patéticos e ingenuos culitos. Todas ligamos esa noche y nos hicimos una camarilla.' Ah, y también vomitamos. Casi se me olvida esa parte.

Nuestro profesor de periodismo para principiantes, el del pelo teñido de negro, medio calvo, nos dijo que era la primera vez que se matriculaban tantas latinas juntas en el programa de comunicaciones. Mostraba sus amarillentos y costrosos colmillos al decirlo, pero temblaba imperceptiblemente dentro de su apretado blazer de tweed. Le asustábamos a personas como él, como hacía todo lo que sonaba a «minorías», sobre todo en Boston. (Es posible que vuelva a esto en un minuto). Sin embargo, nuestro poder colectivo de intimidación en esta ciudad cada vez más hispanizada, con cada vez más latas de Goya, fue suficiente para hacernos mejores amigas, enseguida y para siempre. Todavía lo somos.

Algunas de nosotras temerarias no hablamos español, pero no se lo cuenten a mis editores del Boston Gazette, donde fui contratada, de eso estoy cada vez más segura, sólo para ser un cliché rojo-calíente-y-picante pimiento entre Charo y Lois Lane, y, donde, gracias a Dios, todavía no han descubierto que soy un fraude.

Soy una periodista bastante buena. Es que no soy una buena latina, por lo menos de la forma que esperan. Esta tarde un editor se detuvo ante mi escritorio y me preguntó dónde podía comprar frijoles saltarines mexicanos para la fiesta de cumpleaños de su hijo. Aunque yo fuera méxicoamericana (indirecta: quiero depilar con cera la ceja de oruga peluda de Frida Kahlo y soy completamente indiferente a las palabras «boxeo» y «East LA») no habría sabido algo tan tonto.

Ya se podrán haber imaginado — gracias a la televisión y a Hollywood — que una «temeraria» es algo bonito, con curvas, y extranjera, algo súper latino. Saben, como el nombre misterioso de un torturado y sangriento santo mártir católico o una preciada receta de una abuelita, bajita, gorda y arrugada, que hace magia erótica con el chocolate y todas sus hierbas y especias secretas, mientras los mariachis aullan, Salma Hayek toca las castañuelas, y Antonio Banderas cabalga en un relinchante caballo blanco a través de los cactus, o como un cerdo con alas o una estupidez de ésas que se bordan en las mochilas, todo dirigido por Gregory Nava y producido por Edward James Olmos. Supérenlo de una vez. Es, como, así no.

El significado de «temeraria» es muchacha. La idea fue de Usnavys. Las temerarias somos listas y modernas en cultura popular. Pero es algo irreverente, ¿sabes? Somos la temerarias, las sin miedo. Las «sucias.» De acuerdo: quizá una estupidez. Quizá nosotras seamos estúpidas. Pero pensamos que es cómico, ¿de acuerdo? Bien, Rebecca no lo cree, pero ella tiene tanta gracia como las hemorroides de Hitler. (No se enteró de esto por mí.)

Examino mi reloj Movado, un regalo de un novio de antaño. El reloj tiene la esfera en blanco, como mi cara cuando el hombre que me lo regaló me informó que volvía con su ex. Ed piensa que ya no debería llevarlo; dice que le perturba. Pero yo le digo: Si tu me comprarías algo que valiera, lo botaría.

Es un buen reloj. Exacto. Predecible. No como Ed. Según el reloj, he llegado antes de tiempo. No tengo porque ponerme tan nerviosa. Lo único que necesito es otra cerveza para calmar los nervios. ¿Dónde está la camarera?

Llegarán en unos minutos. A pesar de mi problema alcohólico (lo admito), siempre llego temprano. Gajes del oficio de periodista — si llegas tarde pierdes la historia. Si pierdes la historia, te arriesgas a que algún blanquito envidioso y mediocre en la sala de noticias te acuse de no merecerte el puesto. Es latina, lo único que tiene que hacer es mover el trasero para conseguir lo que quiera. Uno de ellos dijo eso en alta voz una vez para que yo pudiera oírlo. Estaba a cargo de escribir la programación de televisión y no había escrito una frase original en aproximadamente cincuenta y siete años. Estaba convencido que su mala suerte se debía al programa de acción afirmativa, sobre todo después de que el director del periódico me pidió a mí y a otras cuatro personas «de color» que nos levantáramos durante una presentación en la sala de conferencias, sólo para decir: «Miren bien las caras del futuro del Gazette». Creo que en ese momento se sintió políticamente correcto, cuando todos esos ojos azules y verdes se volvieron para mirar con — ¿qué era? — con horror.

Así transcurrió mi entrevista de trabajo: ¿Es latina? Qué ... bien. ¿Entonces debe hablar español? Cuando sólo tienes $15.32 en tu cuenta bancaria y tienes que pagar tu crédito de estudiante al mes siguiente, ¿qué se le puede responder a una pregunta así?, incluso cuando la respuesta es no. ¿Qué dices? «Eh, me fijé que su apellido es Gadreau, debe hablar francés ¿verdad?». No. Asientes y callas. Necesitaba tanto ese trabajo, que si hubiera sido necesario hablaría hasta mandarín. Con un nombre como Lauren Fernández, se imaginaron que el español formaba parte del paquete. Pero lo veo como un síntoma de esa enfermedad americana: el afán al estereotipo endémico e ilógico. Sin el cual no seríamos los Estados Unidos.

Reconozco que no les dije que descendía — más o menos — de la clase baja que llamamos «basura blanca», nacida y criada en Nueva Orleans. Los parientes de Mamá son monstruos de pantano con las uñas manchadas de aceite y una oxidada lavadora verde olivo delante de la caravana, con el tipo de gente protagonistas de «Cops»: el tipo flaco como un gatito que lleva una semana muerto, recubierto de tatuajes con esvásticas y que llora porque la policía explosionó su laboratorio de metanfetamina.

Esa es mi gente. Esa, y los cubanos de Nueva Jersey, con zapatos blancos resplandecientes.

Por todo esto y mucho más, con lo que no los voy a aburrir ahora, me he convertido en una luchadora crónica, orientando toda mi existencia hacia una meta: triunfar en la vida — trabajo, amigos y familia — a pesar de mis circunstancias. Cuando puedo, me visto como si viniera de un medio completamente diferente y mucho más normal. Nada me emociona tanto como cuando la gente que no me conoce supone que procedo de una típica familia cubana adinerada de Miami.

A veces pienso que he logrado pasar al otro lado, donde habitan las personas equilibradas y «sin problemas»; y de repente aparezca un cabezón «tex-ican» como Ed y me paralice nuevamente ante la certeza de que no importa cuan perfecta me vuelva, nunca seré tan importante para mi mamá como le era una pipa de hierba, no importa cuánto meta en mi 401(k), ni cuántos premios literarios traiga a casa. Tampoco seré tan importante para mi papá como la Cuba antes de 1959, donde el cielo era más azul y los tomates sabían mejor. Los hombres como Ed me encuentran, porque olfatean mi verdad oculta: Me odio porque nunca nadie se molestó a amarme.

(Continues…)



Excerpted from "El Club Social de Las Chicas Temerarias"
by .
Copyright © 2003 Alisa Valdés-Rodríguez.
Excerpted by permission of St. Martin's Press.
All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
Excerpts are provided by Dial-A-Book Inc. solely for the personal use of visitors to this web site.

Reading Group Guide


Question: Lauren spends much of her time feeling inadequate and like an imposter. What do you think these feelings are rooted in?


Question: How do you think Rebecca's husband was raised to view Latinos? How does this impact their marriage? Is his disappointment in her fair, in your opinion?


Question: Elizabeth is the only foreign-born of the sucias and yet she spends the least amount of time thinking about her Latin identity. There are two big reasons for this. What do you think they are?


Question: Elizabeth does not seem to think her secret and her religion are at odds with one another? Why not? Do you agree?


Question: Sara seems to feel some responsibility for what is happening in her home life. Do you agree that she is partly to blame? Why, or why not?


Question: How could it be that Sara's home life and the image her friends have of her could be so different? Why do you think she hid the truth for so long?


Question: Why does Gato finally stray in his relationship with Amber? How does Amber react? By contrast, how do you think Lauren might have reacted in the same situation?


Question: Why does Usnavys think she needs to find a rich man? What in her past makes her believe this? How does this belief impact her happiness?


Question: The sucias, like many groups of friends, seem to end up in sets of two. Who do you think these pairs are, and why do you think they are drawn more to each other than to any of the other friends?


Question: The sucias are all Latinas, but they are also of different races, religions and backgrounds. How does this compare to images of Latinas you see in the U.S. media?

From the B&N Reads Blog

Customer Reviews