El hombre mediocre

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by Jose Ingenieros
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Overview

Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la mediocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagrada, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas apagar no se reenciende

Product Details

ISBN-13: 9781724657237
Publisher: CreateSpace Publishing
Publication date: 08/01/2018
Pages: 192
Product dimensions: 5.98(w) x 9.02(h) x 0.44(d)
Language: Spanish

About the Author


José Ingenieros (1877, Palermo (Italia)-1925, Buenos Aires) Su nombre original era Giuseppe Ingegneri. Fue médico, psiquiatra, psicólogo, farmacéutico, escritor, docente, filósofo y sociólogo. En 1892, tras terminar sus estudios secundarios, fundó el periódico La Reforma. Hacia 1893, estudió en la Facultad de Medicina de Buenos Aires, de la que se graduó en 1897 de farmacéutico y en 1900 de médico. Ingenieros fue un miembro relevante de la Cátedra de Neurología y del Servicio de Observación de Alienados de la Policía de la Capital, el cual llegó a dirigir. Entre 1902-1913 dirigió los archivos de Psiquiatría y Criminología y se hizo cargo del Instituto de Criminología de la Penitenciaría Nacional de Buenos Aires, alternando su trabajo con conferencias en universidades europeas. En 1908 ocupó la Cátedra de Psicología Experimental en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Ese año fundó la Sociedad de Psicología. Ingenieros terminó sus estudios en las universidades de París, Ginebra, Lausana y Heidelberg. Sus ensayos sociológicos El hombre mediocre y ensayos críticos y políticos, Hacia una moral sin dogmas, Las fuerzas morales tuvieron un gran influencia en el ámbito universitario de Argentina. En 1914 José Ingenieros se casó con Eva Rutenberg en Lausana, Suiza. Tuvieron cuatro hijos, Delia, Amalia, Julio y Cecilia. Hacia 1919 renunció a todos los cargos docentes y comenzó hacia 1920 su etapa política, participando de manera activa en favor del grupo Claridad, de tendencia comunista. Unos años después propuso la formación de la Unión Latinoamericana, una organización que difundió sus ideas antiimperialistas. En 1925, poco antes de morir fundó la revista Renovación, en la que escribió con los pseudónimos de Julio Barreda Lynch y de Raúl H. Cisneros. Ingenieros se distanció del socialismo de Estado y empezó a colaborar con periódicos anarquistas, varias de sus obras literarias reflejan este acercamiento. Murió el 31 de octubre de 1925, a los cuarenta y ocho años.

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El Hombre Mediocre


By José Ingenieros

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S. L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9953-920-1



CHAPTER 1

EL HOMBRE MEDIOCRE


Cacciarli i ciel per non esser men belli,
Né lo profondo Inferno li riceve ...
Dante, Inferno, Canto III.

I. ¿«Áurea Mediocritas»?

Hay cierta hora en que el pastor ingenuo se asombra ante la naturaleza que le envuelve. La penumbra se espesa, el color de las cosas se uniforma en el gris homogéneo de las siluetas, la primera humedad crepuscular levanta de todas las hierbas un vaho de perfume, aquiétase el rebaño para echarse a dormir, la remota campana tañe su aviso vesperal. La impalpable claridad lunar se emblanquece al caer sobre las cosas; algunas estrellas inquietan con su titilación el firmamento y un lejano rumor de arroyo brincante en las breñas parece conversar de misteriosos temas. Sentado en la piedra menos áspera que encuentra al borde del camino, el pastor contempla y enmudece, invitado en vano a meditar por la convergencia del sitio y de la hora. Su admiración primitiva es simple estupor. La poesía natural que le rodea, al reflejarse en su imaginación, no se convierte en poema. Él es, apenas, un objeto en el cuadro, una pincelada; un accidente en la penumbra. Para él todas las cosas han sido siempre así y seguirán siéndolo, desde la tierra que pisa hasta el rebaño que apacienta.

La inmensa masa de los hombres piensa con la cabeza de ese ingenuo pastor; no entendería el idioma de quien le explicara algún misterio del universo o de la vida, la evolución eterna de todo lo conocido, la posibilidad de perfeccionamiento humano en la continua adaptación del hombre a la naturaleza. Para concebir una perfección se requiere cierto nivel ético y es indispensable alguna educación intelectual. Sin ellos pueden tenerse fanatismos y supersticiones; ideales, jamás.

Los que viven debajo de ese nivel y no adquieren esa educación permanecen sujetos a dogmas que otros les imponen, esclavos de fórmulas paralizadas por la herrumbre del tiempo. Sus rutinas y sus prejuicios parécenles eternamente invariables; su obtusa imaginación no concibe perfecciones pasadas ni venideras; el estrecho horizonte de su experiencia constituye el límite forzoso de su mente. No pueden formarse un ideal. Encontrarán en los ajenos una chispa capaz de encender sus pasiones; serán sectarios pueden serlo. Y no advertirán siquiera la ironía de cuanto les invitan a arrebañarse en nombre de ideales que pueden servir, no comprender. Todo ensueño seguido por muchedumbres, solo es pensado por pocos visionarios que son sus amos.

La desigualdad humana no es un descubrimiento moderno. Plutarco escribió, ha siglos, que «los animales de una misma especie difieren menos entre sí que unos hombres de otros» (Obras morales, vol. 3). Montaigne suscribió esa opinión: «Hay más distancia entre tal y tal hombre, que entre tal hombre y tal bestia: es decir, que el más excelente animal está más próximo del hombre menos inteligente, que este último de otro hombre grande y excelente» (Ensayos, vol. I, cap. XLII). No pretenden decir más los que siguen afirmando la desigualdad humana: ella será en el porvenir tan absoluta como en tiempos de Plutarco o de Montaigne.

Hay hombres mentalmente inferiores al término medio de su raza, de su tiempo y de su clase social; también los hay superiores. Entre unos y otros fluctúa una gran masa imposible de caracterizar por inferioridades o excelencias.

Los psicólogos no han querido ocuparse de estos últimos; el arte los desdeña por incoloros; la historia no sabe sus nombres. Son poco interesantes; en vano buscaríase en ellos la arista definida, la pincelada firme, el rasgo característico. De igual desdén les cubren los moralistas; individualmente no merecen el desprecio, que fustiga a los perversos, ni la apología, reservada a los virtuosos.

Su existencia es, sin embargo, natural y necesaria. En todo lo que ofrece grados hay mediocridad; en la escala de la inteligencia humana ella representa el claroscuro entre el talento y la estulticia.

No diremos, por eso, que siempre es loable. Horacio no dijo aurea mediocritas en el sentido general y absurdo que proclaman los incapaces de sobresalir por su ingenio, por sus virtudes o por sus obras. Otro fue el parecer del poeta: poniendo en la tranquilidad y en la independencia el mayor bienestar del hombre, enalteció los goces de un vivir sencillo que dista por igual de la opulencia y la miseria, llamando áurea a esa mediocridad material. En cierto sentido epicúreo, su sentencia es verdadera y confirma el remoto proverbio árabe: «Un mediano bienestar tranquilo es preferible a la opulencia llena de preocupaciones».

Inferir de ello que la mediocridad moral, intelectual y de carácter es digna de respetuoso homenaje, implica torcer la intención misma de Horacio: en versos memorables (Ad Pis., 472) menospreció a los poetas mediocres:

Mediocribus esse poetis
Non di, non homines, non concessere columnae.


Y es lícito extender su dicterio a cuantos hombres lo son de espíritu. ¿Por qué subvertiríamos el sentido de aurea mediocritas clásico? ¿Por qué suprimir desniveles entre los hombres y las sombras, como si rebajando un poco a los excelentes y puliendo un poco a los bastos se atenuaran las desigualdades creadas por la naturaleza?

No concebimos el perfeccionamiento social como un producto de la uniformidad de todos los individuos, sino como la combinación armónica de originalidades incesantemente multiplicadas. Todos los enemigos de la diferenciación vienen a serlo del progreso; es natural, por ende, que consideren la originalidad como un defecto imperdonable.

Los que tal sentencian inclínanse a confundir el sentido común con el buen sentido, como si enmarañando la significación de los vocablos quisieran emparentar las ideas correspondientes. Afirmemos que son antagonistas. El sentido común es colectivo, eminentemente retrógrado y dogmatista; el buen sentido es individual, siempre innovador y libertario. Por la obsecuencia al uno o al otro se reconocen la servidumbre y la aristocracia naturales. De esa insalvable heterogeneidad nace la intolerancia de los rutinarios frente a cualquier destello original; estrechan sus filas para defenderse, como si fueran crímenes las diferencias. Esos desniveles son un postulado fundamental de la psicología. Las costumbres y las leyes pueden establecer derechos y deberes comunes a todos los hombres; pero éstos serán siempre tan desiguales como las olas que erizan la superficie de un océano.


II. Los hombres sin personalidad

Individualmente considerada, la mediocridad podrá definirse como una ausencia de características personales que permitan distinguir al individuo en su sociedad. Ésta ofrece a todos un mismo fardo de rutinas, prejuicios y domesticidades; basta reunir cien hombres para que ellos coincidan en lo impersonal: «Juntad mil genios en un Concilio y tendréis el alma de un mediocre». Esas palabras denuncian lo que en cada hombre no pertenece a él mismo y que, al sumarse muchos, se revela por el bajo nivel de las opiniones colectivas.

La personalidad individual comienza en el punto preciso donde cada uno se diferencia de los demás; en muchos hombres ese punto es simplemente imaginario. Por ese motivo, al clasificar los caracteres humanos, se ha comprendido la necesidad de separar a los que carecen de rasgos característicos: productos adventicios del medio, de las circunstancias, de la educación que se les suministra, de las personas que los tutelan, de las cosas que los rodean. «Indiferentes» ha llamado Ribot a los que viven sin que se advierta su existencia. La sociedad piensa y quiere por ellos. No tienen voz, sino eco. No hay líneas definidas ni en su propia sombra, que es, apenas, una penumbra.

Cruzan el mundo a hurtadillas, temerosos de que alguien pueda reprocharles esa osadía de existir en vano, como contrabandistas de la vida.

Y lo son. Aunque los hombres carecemos de misión trascendental sobre la tierra, en cuya superficie vivimos tan naturalmente como la rosa y el gusano, nuestra vida no es digna de ser vivida sino cuando la ennoblece algún ideal: los más altos placeres son inherentes a proponerse una perfección y perseguirla. Las existencias vegetativas no tienen biografía: en la historia de su sociedad solo vive el que deja rastros en las cosas o en los espíritus. La vida vale por el uso que de ella hacemos, por las obras que realizamos. No ha vivido más el que cuenta más años, sino el que ha sentido mejor un ideal; las canas denuncian la vejez, pero no dicen cuánta juventud la precedió. La medida social del hombre está en la duración de sus obras: la inmortalidad es el privilegio de quienes las hacen sobrevivientes a los siglos, y por ellas se mide.

El poder que se maneja, los favores que se mendigan, el dinero que se amasa, las dignidades que se consiguen, tienen cierto valor efímero que puede satisfacer los apetitos del que no lleva en sí mismo, en sus virtudes intrínsecas, las fuerzas morales que embellecen y califican la vida; la afirmación de la propia personalidad y la cantidad de hombría puesta en la dignificación de nuestro yo. Vivir es aprender, para ignorar menos; es amar, para vincularnos a una parte mayor de humanidad; es admirar, para compartir las excelencias de la naturaleza y de los hombres; es un esfuerzo por mejorarse, un incesante afán de elevación hacia ideales definidos.

Muchos nacen; pocos viven. Los hombres sin personalidad son innumerables y vegetan moldeados por el medio, como cera fundida en el cuño social. Su moralidad de catecismo y su inteligencia cuadriculada los constriñen a una perpetua disciplina del pensar y de la conducta; su existencia es negativa como unidades sociales.

El hombre de fino carácter es capaz de mostrar encrespamientos sublimes, como el océano; en los temperamentos domesticados todo parece quieta superficie, como en las ciénagas. La falta de personalidad hace, a éstos, incapaces de iniciativa y de resistencia. Desfilan inadvertidos, sin aprender ni enseñar, diluyendo en tedio su insipidez, vegetando en la sociedad que ignora su existencia: ceros a la izquierda que nada califican y para nada cuentan. Su falta de robustez moral háceles ceder a la más leve presión, sufrir todas las influencias, altas y bajas, grandes y pequeñas, transitoriamente arrastrados a la altura por el más leve céfiro o revolcados por la ola menuda de un arroyuelo. Barcos de amplio velamen, pero sin timón, no saben adivinar su propia ruta: ignoran si irán a varar en una playa arenosa o a quedarse estrellados contra un escollo.

Están en todas partes, aunque en vano buscaríamos uno solo que se reconociera; si lo halláramos sería un original, por el simple hecho de enrolarse en la mediocridad. ¿Quién no se atribuye alguna virtud, cierto talento o un firme carácter? Muchos cerebros torpes se envanecen de su testarudez, confundiendo la parálisis con la firmeza, que es don de pocos elegidos; los bribones se jactan de su bigardía y desvergüenza, equivocándolas con el ingenio; los serviles y los parapoco pavonéanse de honestos, como si la incapacidad del mal pudiera en caso alguno confundirse con la virtud.

Si hubiera de tenerse en cuenta la buena opinión que todos los hombres tienen de sí mismos, sería imposible discurrir de los que se caracterizan por la ausencia de personalidad. Todos creen tener una; y muy suya. Ninguno advierte que la sociedad le ha sometido a esa operación aritmética que consiste en reducir muchas cantidades a un denominador común: la mediocridad.

Estudiemos, pues, a los enemigos de toda perfección, ciegos a los astros. Existe una vastísima bibliografía acerca de los inferiores e insuficientes desde el criminal y el delirante hasta el retardado y el idiota; hay también una rica literatura consagrada a estudiar el genio y el talento, amén de que la historia y el arte convergen a mantener su culto. Unos y otros son, empero, excepciones. Lo habitual no es el genio ni el idiota, no es el talento ni el imbécil. El hombre que nos rodea a millares, el que prospera y se reproduce en el silencio y en la tiniebla, es el mediocre.

Toca al psicólogo disecar su mente con firme escalpelo, como a los cadáveres el profesor eternizado por Rembrandt en la Lección de anatomía: sus ojos parecen iluminarse al contemplar las entrañas mismas de la naturaleza humana y sus labios palpitan de elocuencia serena al decir su verdad a cuantos le rodean.

¿Por qué no tendemos al hombre sin ideales sobre nuestra mesa de autopsias, hasta saber qué es, cómo es, qué hace, qué piensa, para qué sirve?

Su etopeya constituirá un capítulo básico de la psicología y de la moral.


III. En torno del hombre mediocre

Con diversas denominaciones, y desde puntos de vista heterogéneos, se ha intentado algunas veces definir al hombre sin personalidad. La filosofía, la estadística, la antropología, la psicología, la estética y la moral han contribuido a la determinación de tipos más o menos exactos; no se ha advertido, sin embargo, el valor esencialmente social de la mediocridad. El hombre mediocre — como, en general, la personalidad humana — solo puede definirse en relación a la sociedad en que vive, y por su función social.

Si pudiéramos medir los valores individuales, graduaríanse ellos en escala continua, de lo bajo a lo alto. Entre los tipos extremos y escasos, observaríamos una masa abundante de sujetos, más o menos equivalentes, acumulados en los grados centrales de la serie. Vana ilusión sería la de quien pretendiera buscar allí el hipotético arquetipo de la humanidad, el Hombre normal que buscara ya Aristóteles; siglos más tarde la peregrina ocurrencia reapareció en el torbellinesco espíritu de Pascal. Medianía, en efecto, no es sinónimo de normalidad. El hombre normal no existe; no puede existir. La humanidad, como todas las especies vivientes, evoluciona sin cesar; sus cambios opéranse desigualmente en numerosos agregados sociales, distintos entre sí. El hombre normal en una sociedad no lo es en otra; el de ha mil años no lo sería hoy, ni en el porvenir.

Morel se equivocaba, por olvidar eso, al concebirlo como un ejemplar de la «edición princeps» de la Humanidad, lanzada a la circulación por el Supremo Hacedor. Partiendo de esa premisa definía la degeneración, en todas sus formas, como una divergencia patológica del perfecto ejemplar originario. De eso al culto por el hombre primitivo había un paso; alejáronse, felizmente, de tal prejuicio los antropólogos contemporáneos. El hombre decimos ahora es un animal que evoluciona en las más recientes edades geológicas del planeta; no fue perfecto en su origen, ni consiste su perfección en volver a las formas ancestrales, surgidas de la animalidad simiesca. De no creerlo así, renovaríamos las divertidísimas leyendas del ángel caído, del árbol del bien y del mal, de la tentadora serpiente, de la manzana aceptada por Adán y del paraíso perdido ...

Quételet pretendió formular una doctrina antropológica o social acerca del Hombre medio: su ensayo es una inquisición estadística complicada por inocentes aplicaciones del abusado in medio stat virtus. No incurriremos en el yerro de admitir que los hombres mediocres pueden reconocerse por atributos físicos o morales que representen un término medio de los observados en la especie humana. En ese sentido sería un producto abstracto, sin corresponder a ningún individuo de existencia real.

El concepto de la normalidad humana solo podría ser relativo a determinado ambiente social; ¿serían normales los que mejor «marcan el paso», los que se alinean con más exactitud en las filas de un convencionalismo social? En este sentido, hombre normal no sería sinónimo de hombre equilibrado, sino de Hombre domesticado; la pasividad no es un equilibrio, no es complicada resultante de energías, sino su ausencia. ¿Cómo confundir a los grandes equilibrados, a Leonardo y a Goethe, con los amorfos? El equilibrio entre dos platillos cargados no puede compararse con la quietud de una balanza vacía. El hombre sin personalidad no es un modelo, sino una sombra; si hay peligros en la idolatría de los héroes y los hombres representativos, a la manera de Carlyle o Emerson, más los hay en repetir esas fábulas que permitirían mirar como una aberración toda excelencia del carácter, de la virtud y del intelecto. Bovio ha señalado este grave yerro, pintando al hombre medio con rasgos psicológicos precisos: «Es dócil, acomodaticio a todas las pequeñas oportunidades, adaptabilísimo a todas las temperaturas de un día variable, avisado para los negocios, resistente a las combinaciones de los astutos; pero dislocado de su mediocre esfera y ungido por una feliz combinación de intrigas, él se derrumba siempre, enseguida, precisamente porque es un equilibrista y no lleva en sí las fuerzas del equilibrio. Equilibrista no significa equilibrado. Ése es el prejuicio más grave, del hombre mediocre equilibrado y del genio desequilibrado».

En sus más indulgentes comentaristas, ese pretendido equilibrio se establece entre cualidades poco dignas de admiración, cuya resultante provoca más lástima que envidia. Alguna vez recibió Lombroso un telegrama decididamente norteamericano. Era, en efecto, de un gran diario, y solicitaba una extensa respuesta telegráfica a la pregunta presentada con la sugerente recomendación de un cheque: «¿Cuál es el hombre normal?». La respuesta desconcertó, sin duda, a los lectores. Lejos de alabar sus virtudes, trazaba un cuadro de caracteres negativos y estériles: «Buen apetito, trabajador, ordenado, egoísta, aferrado a sus costumbres, misoneísta, paciente, respetuoso de toda autoridad, animal doméstico». O, en más breves palabras, ruges consumere natus, que dijo el poeta latino.


(Continues...)

Excerpted from El Hombre Mediocre by José Ingenieros. Copyright © 2015 Red Ediciones S. L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 9,
ADVERTENCIA, 11,
INTRODUCCIÓN. LA MORAL DE LOS IDEALISTAS, 13,
CAPÍTULO I. EL HOMBRE MEDIOCRE, 34,
CAPÍTULO II. LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL, 55,
CAPÍTULO III. LOS VALORES MORALES, 74,
CAPÍTULO IV. LOS CARACTERES MEDIOCRES, 104,
CAPÍTULO V. LA ENVIDIA, 124,
CAPÍTULO VI. LA VEJEZ NIVELADORA, 138,
CAPÍTULO VII. LA MEDIOCRACIA, 150,
CAPÍTULO VIII. LOS FORJADORES DE IDEALES, 180,
LIBROS A LA CARTA, 205,

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