El juramento

El juramento

by Frank E. Peretti
El juramento

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by Frank E. Peretti

eBook

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Overview

Novela de terror atrapante, llena de tensión y suspenso, que va subiendo de tono hasta dejar al lector sin aliento.

Un pecado antiguo. Un juramento olvidado hace mucho tiempo. Un pueblo con un secreto mortal.

Algo siniestro sucede en Hyde River, aislado y viejo poblado minero de las montañas del noroeste del Pacífico. Algo diabólico.

Bajo el manto de oscuridad ataca el depredador sin aviso cobrando vidas de la manera más escalofriante y salvaje. La comunidad de Hyde River observa aterrorizada mientras residentes desaparecen repentinamente. Pero por más que se investigue entre los habitantes de la zona, más estos callan como si estuvieran bajo un juramento de mantener el secreto de los pecados escondidos de sus antepasados.

Sólo cuando se revelan los secretos de Hyde River sale a luz la verdadera gravedad del peligro. El pueblo descubre algo mucho más mortal que lo que jamás se habría imaginado: algo que no solamente acecha sus víctimas sino que tiene el poder de ennegrecer sus corazones de pudrición al lentamente llenarles el alma con oscuridad.


Product Details

ISBN-13: 9780718024079
Publisher: Grupo Nelson
Publication date: 04/08/2014
Sold by: HarperCollins Publishing
Format: eBook
Pages: 576
File size: 1 MB
Language: Spanish

About the Author

Frank Peretti, cuyos libros han vendido más de doce millones de ejemplares, es el autor de El juramento.
Peretti vive con su esposa Barbara en el noroeste del
Pacífico de Estados Unidos. Visite su sitio Web www.frankperetti.com

Read an Excerpt

El Juramento


By Frank Peretti, Eugenio Orellana

Grupo Nelson

Copyright © 2008 Grupo Nelson
All rights reserved.
ISBN: 978-0-7180-2407-9


CHAPTER 1

El asesinato


Corría, y las ramas y las espinas la arañaban, trataban de atraparla, querían hacerla caer y la golpeaban como si fueran manos huesudas que la buscaban desde la oscuridad. La pendiente de la montaña era escarpada, y ella corría atropelladamente, con pies tambaleantes, sobre las agujas de los pinos y piedras sueltas. Con brazos abatidos golpeaba las ramas, buscando el sendero, cayendo sobre los troncos, levantándose y lanzándose hacia la izquierda, luego a la derecha. Una rama caída se le enredó en el tobillo y cayó de nuevo. ¿Dónde estaba el sendero?

Sangre. Hedía a sangre. La sentía caliente y viscosa entre los dedos. Le había empapado la blusa y salpicado el pantalón caqui, por lo que la ropa se le adhería al cuerpo. En la mano derecha sostenía con mano de hierro un cuchillo de caza, sin saber que la punta de la hoja estaba quebrada.

Tenía que salir de aquellos cerros. Sabía por qué camino habían llegado Cliff y ella, y dónde habían estacionado el camper. Todo lo que tenía que hacer era desandar el camino.

Lloraba, oraba y balbuceaba: «Suéltalo, suéltalo. Ay Señor, sálvanos ... Vete, suéltalo», mientras a tientas buscaba el camino, agachándose debajo de las ramas, gateando sobre los troncos y abriéndose paso en la oscuridad a través de la enmarañada maleza.

Por fin encontró el sendero, una angosta ruta de tierra y piedra para animales que descendía abruptamente y en zig-zag por el costado del cerro, a través de altos abetos y pinos. Caminó cuidadosamente, pues no quería perderse de nuevo.

«Oh Señor», exclamó. «Oh Jesús, ayúdame ...»


HAROLD BLY no tenía fama de compasivo y sin reparos arrastró a su llorosa y suplicante mujer fuera de la casa, por el patio y por la calle, donde la tiró al suelo sin más consideración que el que habría mostrado al deshacerse de una bolsa de basura. Maggie Bly emitió un quejido al caer dando volteretas en la calle y herirse las manos y los codos con el áspero asfalto. Herida y temerosa, se enderezó y se sentó allí, gimotear do, con los jeans hechos una calamidad y el rubio cabello desgreñado cayéndole sobre los ojos. Con el anverso de la mano se quitó el pelo de los ojos y vio alejarse la silueta de su encolerizado marido que, al proyectarse contra la luz de la entrada, parecía danzar a través de sus lágrimas.

—¡Harold! —gritó.

Harold Bly, alto, fornido, se volvió, con un pie sobre el peldaño superior de la entrada a la casa, y se dignó mirar a su mujer una vez más. No había piedad en sus ojos. En sus cuarenta, veinte años mayor que ella, era y siempre había sido un amo que no aceptaba de buen grado la traición. Había disfrutado lanzándola al medio de la calle. Hasta le habría gustado que se hubiera puesto de pie para volverlo a hacer.

—Se acabó, Maggie —le dijo, con un leve movimiento de cabeza—. El daño está hecho.

Los ojos de Maggie se abrieron de terror. Jadeando y suplicando, se puso de pie y corrió hacia él.

—Harold, por favor ... no. Perdóname, Harold. Perdóname.

—¿Crees que puedes traicionarme así y luego pedirme que te perdone? —le gritó, empujándola con tanta tuerza que volvió a caer y dio un grito que todos los vecinos oyeron.

—¡Harold, no me eches! ¡Por favor!

—Demasiado tarde, Maggie —dijo Harold, con un movimiento de la mano que parecía sellar la sentencia—. Ahora es solo cuestión de tiempo y no hay nada que pueda hacer para impedirlo. Así que es mejor que te largues y que te largues para siempre —se volvió para entrar en la casa, pero agregó—: No quiero que estés cerca de mí cuando ocurra. Ni yo ni nadie.

—¿Pero a dónde voy a ir? —gritó.

—Debiste haberlo pensado mucho antes.

Al otro lado de la estrecha calle, una cortina se movió levemente, y la esposa del capataz de la compañía minera observó el drama mientras sus hijos veían dibujos animados en un canal del satélite. Dos puertas más abajo, y frente a la gran casa de ladrillos de los Bly, un minero y su esposa hicieron crujir la puerta de la calle al entreabrirla para oír.

—Harold —pudieron oír a Maggie decir casi gritando—, ¡no me dejes aquí!

Harold abría la puerta, pero se volvió una vez más para apuntar hacia ella con el dedo.

—Aléjate de mí, Maggie. Si vuelves a acercarte a mí, te voy a matar. ¿Me oíste?

Cerró de un portazo y Maggie quedó sola en la oscuridad.

La esposa del capataz temió que se le fuera a ocurrir ir para allá, y cerró rápidamente la cortina. El minero y su esposa se miraron y cerraron también la puerta con toda suavidad, esperando que Maggie no hubiera oído el ruido.

Maggie se secó las lágrimas que le nublaban la visión y miró hacia las casas de los vecinos en busca de algún refugio, de alguna señal de acogida. Quizás debería ir donde los Carlson ... No. A través de la ventana de la sala de aquella casa centenaria vio moverse las cortinas de la sala. ¿Quizás los Brannons? No. Al otro lado de la calle, vio la luz del porche de la casa blanca, luego la luz de la sala que de pronto se apagaba.

Era una clara noche de julio, y Maggie se dio cuenta que la mayoría de los vecinos habían oído el incidente. Ninguno le abriría la puerta: no querían exponerse a la ira de Harold.

A pesar de lo tibio de la noche, Maggie sentía frío, de modo que cruzó los brazos y los apretó contra su cuerpo. Desde la loma, miró calle abajo hacia el resto del pequeño pueblo, y no sintió ningún entusiasmo al ver la apretada línea de casas y viejos negocios con techo de metal. La línea de techos con sus chimeneas se veían como ennegrecidos dientes de sierra contra la montaña al fondo, iluminada por la luna. Apenas se veía una luz encendida.

De pronto, Maggie se dio cuenta que ya era una extraña, y para cualquier extraño, Hyde River podría ser un lugar frío e inhóspito.

Caminó lentamente y con mucho temor cerro abajo hacia la carretera que pasaba por el medio del pueblo; llevaba la mano en el corazón, como si sintiera un dolor protundo. Miró hacia atrás, luego adelante, después al cielo negro, donde las estrellas centelleaban apacibles entre las altas montañas. Se mantuvo mirando por un largo rato hacia la Compañía Minera Hyde, una inmensa ciudadela de concreto al otro lado del río, ahora una imagen negra contra el cielo. En su imaginación presa del terror, las ventanas del viejo edificio eran ojos, y las inmensas puertas eran bocas listas para tragársela. Estaba segura que incluso las veía moverse. Apretó el paso, tras mirar hacia atrás sobre el hombro, y luego de nuevo al cielo, como si algún monstruo invisible la estuviera acechando desde allí.

Llegó a la carretera de Hyde River, una estrecha carretera de asfalto de dos vías que corría a través del centro del pueblo y serpenteaba hacia el sur, donde a unos cincuenta kilómetros valle abajo se encontraba el pueblo de West Fork, y más allá, el mundo exterior. Solo a unas cuantas cuadras carretera arriba, el pueblo ponía su mejor rostro. Allí, algunos negocios recientes se hacían un racimo en torno a un alto de cuatro vías. Yendo hacia la carretera, pero en sentido contrario, estaba la parte vieja del pueblo. Hyde River había visto numerosos inviernos, había pasado a través de siglos de duras luchas y fracasos y no se disculpaba por su edad. Maggie se apresuró para alcanzar la parte más nueva del pueblo a través del alto de cuatro vías y pasar los pequeños comercios, la ferretería True Value, la gasolinera Chevron, la taberna de Charlie (todavía abierta) y el abastecedor Denning. Después de allí, el pueblo era un desfile progresivo de viviendas desvencijadas, rodeadas de fachadas de comercios, restos destartalados de camiones y equipo minero oxidado. Por fin, llegó a la casa móvil de los McCoy, un cajón de metal sin ruedas lleno de ventanas que descansaba, pandeándose, sobre una pila de bloques y tambores de petróleo llenos de concreto, y cuyo techo, todo deteriorado, se veía cubierto con lienzo alquitranado. Maggie pudo ver a Bertha McCoy que la miraba a través de la ventana de la cocina. Cuando sus ojos se encontraron, el rostro de Bertha desapareció rápidamente.

Maggie se acercó al patio de la casa lleno de juguetes desparramados. Griz y Tony, los dos perros de los McCoy, le ladraron, y todos los perros del vecindario hicieran lo mismo. Golpear a la puerta en aquel momento habría sido por costumbre, porque los McCoy tenían que saber que había alguien afuera.

Maggie golpeó, solo unos tímidos toques, y Bertha preguntó desde adentro:

—¿Qué quieres?

—¿Bertha? ¡Bertha, soy Maggie!

—¿Qué quieres?

Maggie dudó, confundida. Lo que ella quería no era nada que pudiera gritarse a través de la puerta cerrada.

—¿Puedo hablarte un minuto?

—¿Quién es? —se escuchó la voz de un hombre.

—Es Maggie Bly —se escuchó a Bertha responder.

—¿Qué haces aquí? —preguntó la voz del hombre. Luego las dos voces se mezclaron en una especie de discusión en voz baja, mientras la puerta seguía cerrada.

—¿Qué haces aquí, Maggie? —dijo finalmente, el hombre.

—Yo ... —miró a su alrededor con ojos temerosos—. No puedo seguir parada aquí.

—Entonces, vete a tu casa.

—No puedo. Harold ... Harold me golpeó y me echó de la casa —tuvo que decir.

Elmer McCoy, un ex capataz de la Compañía Minera Hyde, conocía bien a Harold Bly y Maggie pudo darse cuenta por el tono violento de su voz.

—Maggie, nunca hemos tenido un problema con ninguno de ustedes y no queremos tenerlo ahora.

Maggie se acercó más a la puerta como para buscar protección. A su alrededor, el pueblo parecía envuelto en el frío color gris de la noche y para ella, cada ventana oscurecida, cada sombra, parecía esconder algo siniestro.

—Elmer, si me permitieras entrar un minuto ...

—¡Elmer, no la dejes parada allí afuera! -—pudo oír a Bertha suplicar a Elmer en una voz que parecía temblar de miedo.

—¡Vete, Maggie! —le gritó desde adentro.

—Por favor ...

—Vete, ¿me oíste? —la voz de Elmer sonó amenazadora—. No nos interesan tus problemas.

Maggie dio media vuelta y los perros volvieron a ladrarle mientras se perdía de vista.


EVELYN BENSON caminó kilómetros por el escarpado sendero, paso difícil tras difícil paso, cerro abajo, basta que al final se encontró con el camino maderero que Cliff y ella habían seguido. Al llegar aquí, la desesperación se le tornó en agotamiento. Se le doblaron las rodillas, y cayó al suelo junto al camino, demasiado atontada como para llorar, y demasiado exhausta emocionalmente como para orar. La sangre que había empapado su ropa se había mezclado con el sudor, y el viento de la noche le había sacado el calor del cuerpo y temblaba.


—¡ÁNDATE! —siseó Carlotta Nelson desde detrás de la puerta de su pequeña casa de un solo piso.

—¡Por favor, Carlotta! Déjame entrar. ¡No puedo quedarme aquí! —rogó Maggie, de pie ante la puerta de entrada que seguía cerrada y agarrada del tirador.

Carlotta Nelson y Rosie Carlson, medio atractivas y ya no muy jovencitas, aún eran las damas favoritas del pueblo y estaban decididas a seguirlo siendo.

—No te puedo dejar entrar —replicó Carlotta—, sobre todo si Harold te echó de la casa. ¡Deberías saber eso!

—¡Carlotta, estoy asustada!

Carlotta, con un largo cabello rubio que le caía sobre la espalda en descuidada trenza, cambió una mirada de preocupación con Rosie, una pequeña y pecosa pelirroja. Carlotta tenía la mano en el tirador de la puerta, no con la intención de abrirla, sino para asegurarse que no la abrieran desde afuera.

Rosie estaba cerca de la puerta solo porque así podía esconderse detrás de Carlotta.

—¿Asustada, eh? Pero, ¿sabes una cosa? ¡Nosotras también estamos asustadas! —gritó por sobre el hombro de Carlotta.

—Sólo permítanme entrar por esta noche —suplicó Maggie—. ¡Me voy a morir si me quedo aquí afuera!

—¿Morirse? ¿Dijo morirse? —Carlotta echó una mirada de terror a Rosie y esta se la devolvió. Solo una puerta de madera se interponía entre ellas y la peor clase de desgracia.

—Ese es tu problema —dijo Carlotta, y ahora su voz temblaba—. Y te puedes ir donde quieras con él, ¿me oíste? Ahora, ¡vete de aquí!

Maggie empezó a llorar de nuevo.

—Por favor, permítanme entrar. Me iré en la mañana, ¡se los prometo!

Su ruego encontró solo el silencio.

Finalmente, Maggie se volvió y, presa del terror, empezó a caminar hacia la vereda, manteniéndose cerca de los edificios, automóviles y árboles, mirando continuamente sobre su hombro al cielo y a la carretera.


DE NO HABER SIDO por el mal estado de la carretera, el camionero no habría aminorado la marcha y jamás habría visto a Evelyn a tiempo. Tuvo que frenar bruscamente cuando las luces de su camión la iluminaron, caída en el camino como un cadáver lleno de sangre.

Chirriando, el vehículo fue a detenerse a unos tres metros del cuerpo. No bien hubo salido de la cabina, el camionero sintió que empezaba a temblar. Estaba oscuro, estaba solo, y podía haber más en esa situación de lo que podía ver con las luces de su camión. Se acercó cautelosamente al cuerpo que yacía inmóvil, esperando encontrarse con lo peor: un accidente de caza o el ataque de un oso; quizás se trataba del cuerpo de alguien a quien algún pervertido había secuestrado, mutilado y luego abandonado allí. Miró por encima de su hombro. ¿Qué pasaría si el atacante estaba todavía por allí?

—¿Hola? —dijo con precaución.

Evelyn se movió y gimió. El camionero apresuró sus pasos. Acercándose a ella, se inclinó y la volteó. Estaba fláccida, sus ojos cerrados, su rostro del color de la cera. Le cogió la cabeza y le palpó el cuello. Su pulso estaba fuerte, su respiración era normal.

—Señora, ¿puede oírme?

Ella despertó sobresaltada.

Evelyn no se daba cuenta quién era, dónde estaba, ni quién la estaba sosteniendo. Todo lo que registraba en su mente era la imponente parrilla del camión, el ronronear del motor diesel, y sobre todo, las penetrantes luces que se le antojaban como un par de ojos.

Con un terrible chillido se liberó de las manos del camionero, se puso de pie, tambaleando por la debilidad, sucia de sangre. En la mano derecha blandía el cuchillo de punta rota que brillaba bajo la luz del camión. El camionero, temiendo por su propia seguridad, se alejó de un salto de ella, y del cuchillo. Sorprendido, se quedó en medio del camino mirando a la mujer quien, con ojos extraviados y un alarido como de fiera, atacó el camión con el cuchillo gritando, golpeando, castigando al imponente vehículo, la hoja resonando contra la parrilla. Temiendo que se fuera a herir, el camionero se abalanzó sobre ella, alejándola del camión. Ella golpeó y dio gritos y casi le cortó una oreja.


VIC MOORE, alto, barbudo y corpulento, tampoco necesitaba ningún problema. Por aquellos días, en Hyde Valley encontrar trabajo no era fácil, especialmente para un contratista. Bueno, se las había arreglado para que no faltara comida en la mesa, lo que decía algo de su fuerza y destreza. También se las había arreglado para mantenerse casado con la misma mujer durante seis años, lo que en sí era un tremendo logro, y hablaba de la habilidad de Carlotta Nelson para guardar un secreto. De modo que las cosas iban bien, gracias, y desde allí, podrían ir mejor. A lo menos, ese era su pensamiento hasta esa noche.

Estaba a punto de acostarse, de pie y desnudo desde la cintura hacia arriba frente a la tina de baño, cuando le pareció ver algo como una erupción o un vaso sanguíneo roto directamente sobre el corazón. Se inclinó hacia el espejo, tratando de encontrar un mejor ángulo para estudiar la extraña marca. Parecía tener como un dibujo de encaje o venas sobre el pecho que cubría un área de unos dos centímetros de ancho y un poco más larga que el ancho de su mano. ¿Qué podrá ser esto?, se preguntó.

De algún lugar de lo profundo de su memoria surgió la respuesta, y debajo de esa marca su corazón comenzó a golpear más y más fuerte. Vic se tomó del borde de la tina para afirmarse. Su cabeza empezó a darle vueltas mientras la razón y la lógica luchaban contra el miedo y el rechazo. Esta marca, esta mancha, no podía ser lo que él pensaba que era. £1 no creía todas esas tonterías que había escuchado desde que era niño. No, tiene que haberse estirado un músculo; roto un par de vasos sanguíneos mientras trabajaba con el martillo u operaba una sierra manual. Ultimamente había estado trabajando muy duro.


(Continues...)

Excerpted from El Juramento by Frank Peretti, Eugenio Orellana. Copyright © 2008 Grupo Nelson. Excerpted by permission of Grupo Nelson.
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