Read an Excerpt
En el nombre de Salome
By Julia Alvarez Random House
Julia Alvarez
All right reserved. ISBN: 037572690X
Chapter One
Prólogo
La salida de Poughkeepsie
Junio de 1960
Se para junto a la puerta, una mujer alta, elegante, de piel ligeramente morena (¿una italiana sureña? ¿una judía mediterránea? ¿una mulata a quien han permitido pasar por blanca gracias a sus títulos?), y pasa revista a las habitaciones vacías que le han servido de hogar durante los últimos dieciocho años.
Ahora, en pleno junio, hace calor en el ático. Años atrás, cuando la confirmaron como maestra permanente, la decana le ofreció? un apartamento más moderno, más cercano a la universidad. Pero ella lo rechazó. Siempre le gustaron los Áticos, sus secretos, sus rincones y recovecos, donde aquellos que nunca se sienten cómodos en casa pueden esconderse. Y este tiene una luz maravillosa. En las columnas de sol que entran por las ventanas flota un enjambre de partículas de polvo que tal pareciera que el aire estuviera vivo.
Ya es hora de que haya sangre nueva en esta casa vieja. En el segundo piso, justo debajo del suyo, envejece Vivian Lefleur del Departamento de Música quien, además, se está quedando sorda. Cada año el piano se hace más fortísimo, su pie cada vez pesa más sobre el pedal. Su hermana mayor, Dot, se retiró de Ingresos y se mudó con su "hermanita". "Corre, Viv", le grita a veces desde su dormitorio. La música se detiene. ¿Será el final de Dot? En la planta baja está Florence, de Historia, a quien hicieron regresar de su jubilación después de que la joven profesora medievalista de Yale se cayera en una alcantarilla y se fracturara un tobillo. "Me alegro tanto", le confesó Florence un día junto a los buzones de correo. "Me estaba volviendo loca en mi cabaña en Maine".
A la mujer le preocupa el vacío que se vislumbra en su futuro. Sin hijos y sin madre, es una cuenta desensartada de un collar de generaciones. Todo lo que deja detrás son unas colegas cercanas, también a punto de jubilarse, y sus estudiantes, esos jóvenes immortales que, ella espera, hayan archivado correctamente en sus memorias el subjuntivo en español.
No puede permitirse caer en la morbosidad. Es el año de 1960. En Cuba, Castro y sus barbudos hablan de cosas alarmantes y maravillosas sobre la nueva patria que están forjando. El Dalai Lama, que el año pasado se escapó del Tíbet en un yak con los chinos pisándole los talones, hizo una declaración: Debemos amar a nuestros enemigos, de lo contrario todo estará perdido. (Pero tú lo has perdido todo, piensa ella.) Este invierno leyó algo sobre una expedición a la Antárctica liderada por Vivian Fuchs. Sir Vivian ha pedido al mundo que no tire desperdicios nucleares allí. (¿Por qué tirarlos en lugar alguno? se pregunta Camila.) Pero hay señales positivas, se dice a sí misma, señales positivas. No es un nuevo hábito suyo ese de darse ánimos cuando le dan los ataques de depresión que heredó de su madre. Pero lo cierto es que, a veces, el panorama da grima. ¿Entonces? Utiliza el subjuntivo (se recuerda a sí misma). Pide un deseo. A pesar de las posibilidades, a pesar de los hechos.
Ha enviado por delante la mayoría de sus pertenencias, varios baúles y cajas, años de acumulación, clasificadas con la ayuda de su amiga Marion, reducidas a lo esencial. Se lleva solamente su maleta y el baúl con los papeles y poemas de su madre que ahora bajan los conserjes de la universidad al carro que la espera. ¡Pensar que hace sólo unos pocos meses escudriñaba esos poemas en busca de una señal! Sonríe al pensar en la simple artimaña que creyó que resolvería la gran incógnita de su vida. Ahora, como una traviesa, se imagina sus tantas vidas vividas encapsuladas en el título de uno u otro de los poemas de su madre. ¿Cómo se titulará esta nueva vida? ¿"Fe en el porvenir"? ¿"La llegada del invierno"? o (¿por qué no?) ¿"Amor y ansia"?.
La bocina suena de nuevo. ¡Posiblemente se titulará "Ruinas" si no baja inmediatamente! Marion está impaciente por salir. Tiene la cara enrojecida, echa maldiciones y gira el timón para virar el carro. "Mujeres chóferes", masculla uno de los conserjes.
Marion y Les, su nuevo marido, han viajado en avión para ayudarla con la mudanza. (El compañero de Marion por diez años finalmente le propuso matrimonio.) Ahora las dos amigas se dirigirán en dirección sur hacia la Florida en un carro alquilado. Marion depositó a Les en casa de su hija en Nueva Hampshire, así ella y Camila podrán disfrutar este último viaje juntas. Por todo el camino, desde Baltimore y Jacksonville hasta Cayo Hueso donde tomará el ferry hacia La Habana, Marion trata de disuadirla de sus planes.
"Todo el mundo está tratando de salir de allí".
"Pues entonces, no tendré ningún problema. 'No soy Nadie-¿Y tú quién eres?'". Le encanta citar a Miss Dickinson, cuya casa visitó una vez y cuyo talento le recuerda el de su propia madre. Emily Dickinson es para Estados Unidos lo que Salomé Ureña es para la República Dominicana-o algo así. A una de sus sobrinas-¿Lupe?-le encantan esas analogías de los libros de juego que les lleva cuando las visita. Pero Camila se pone nerviosa cuando le piden que ponga las cosas exactamente donde pertenecen. Observa mi vida, piensa, de aquí para allá, de allá para acá.
Pero ahora-"¿Haremos que redoblen los tambores, que suenen las trompetas, y que toquen una cantinela en la flauta?", dice Marion en son de broma-va camino a tu casa, o lo más cerca de tu casa que puede llegar. Trujillo ha convertido el país en una opción imposible. Quizás todo salga bien, quizás, quizás.
"Tú eres alguien, Camila", su amiga la regaña. "¡No seas modesta!" A Marion le encanta dárselas. Ella proviene del área medio oeste del país y se impresiona fácilmente con cualquiera, especialmente si es de una de las costas o de algún país extranjero. ("La madre de Camila fue una poetisa famosa". "Su padre fue presidente". "Su hermano fue el Conferenciante Norton en Harvard".) Quizás Marion se imagina que ese resaltar la importancia de Camila pueda detener la ola de prejuicios que a menudo ahoga a los extranjeros y a la gente de color en este país. Pero debería saber que no es así. ¿Cómo puede Marion olvidar las cruces de madera ardiendo en el césped frente a su casa aquel verano no tan lejano cuando Camila visitó a la familia Reed en Dakota del Norte?
"¿Necesita ayuda con alguna otra cosa, Miss Henry?", dice uno de los fornidos conserjes. Su apellido es Henríquez ("con acento en la i"), les ha dicho más de una vez, y ellos lo han repetido lentamente, pero para la próxima vez que ella necesite ayuda, lo habrán olvidado. Miss Henry, Miss Henriette.
Más atreas, en la Calle College, con sus vestidos pastel, un grupo de estudiantes graduadas pasa apresuradamente hacia alguna reunión de última hora. Parecen capullos liberados de sus tallos.
Una de ellas se voltea súbitamente, se lleva la mano a la frente para protegerse los ojos del sol, su pelo rojo como una bandera. "Hasta luego, Profesora", le grita en español a la ventana del ático.
Posiblemente no me ve, piensa la profesora. Ya me he ausentado de este lugar.
Antes de irse, se persigna-un viejo hábito del que no ha logrado deshacerse desde que murió su madre hace sesenta y tres años.
En el nombre del padre, del hijo y de mi madre Salomé.
Su tía Ramona, la única hermana de su madre, fue quien le enseñó la frase. La querida Mon, redonda y morena con un moño de pelo negro en la coronita de la cabeza, una Buda dominicana pero sin un ápice de calma bodhisattva. Mon era más supersticiosa que religiosa y más cascarrabias que nada. En aquel entonces, existía la costumbre de besarle le mano a los padres y a pedirles la bendición antes de salir de la casa. La bendición, Mamá. La bendición, Papá.
(Sus estudiantes norteamericanas hicieron muecas de disgusto cuando ella les habló de esta tradición. "Qué fastidio", dijo la gordita y pecosa estudiante de Cooperstown, alzando la comisura de los labios como si esta costumbre del viejo mundo oliera mal.)
Cuando Salomé murió, Mon inventó esta oración para Camila como una manera de pedirle la bendición a su madre, para que sacara fuerzas de un borroso recuerdo que cada año se ha ido alejando más y más de la realidad hasta que lo único que ha quedado de su madre es la historia de su madre.
A veces la frase es mitad oración, mitad maldición-como ahora cuando escucha el estridente y brusco bocinazo de la calle y masculla entre dientes. Marion va a matar a Dot. Las dos hermanas siempre han sido muy amables con la tranquila vecina de los altos, esa amabilidad condescendiente de los nativos hacia los extranjeros que no les atemorizan. Todos los inviernos, Dot le teje sus horrorosos conjuntos de guantes y gorro, los cuales Camila debe ponerse por lo menos una vez para demostrar su aprecio.
Otro bocinazo seguido por un grito, "¡Oye, Cam! ¿Te dio un infarto o qué?". Ella mira hacia abajo desde la ventana de atrás y le indica con la mano a su amiga que bajará inmediatamente. Marion está de pie junto al carro alquilado, un Oldsmobile color turquesa Caribe. Han discutido sobre el color. (Ella es del Caribe, y nunca ha visto ese tono de azul, dice. Pero el manual que Marion saca de la guantera dice turquesa Caribe.) Con las manos en la cintura, sus pantalones anchos y su bufanda de paisley alrededor del cuello (¿quién puede creer que es de Dakota del Norte?), Marion pudiera ser la profesora de teatro de la universidad, gritándole órdenes a las muchachas en el escenario. Los tantos años de enseñar educación física han mantenido a Marion en muy buena forma, y sus genes del medio oeste norteamericano han hecho el resto. Ella es cálida y aparatosa y arma un revuelo dondequiera que va. "¿Eres española también?", la gente le pregunta a menudo, y con su pelo negro y ojos brillantes, Marion pudiera pasar por hispana, a pesar de que su piel es tan blanca que al padre de Camila le preocupaba si tendría anemia o tuberculosis.
Ellas dos habían pasado por muchas cosas, algunas de las cuales es mejor dejar enterradas en el pasado, especialmente ahora que Marion es una respetable mujer casada. ("No sé lo de respetable", decía riéndose.) En política, Marion es tan conservadora como su flamante esposo, Lesley Richards III, que tiene la piel tan tostada que parece barnizada, como si estuviera preservado para la posteridad. Es rico y alcohólico y está acribillado de malestares.
No debe ser tan despiadada.
Al lado de la puerta cuelga el árbol genealógico que dibujó la estudiante que la ayudó a clasificar el contenido de los baúles de la familia. Camila encontró el papel, sin duda abandonado sin querer, cuando estaba limpiando. Le divirtió tanto la visión que de su vida tenía la joven, que colgó el papel en su pizarrita. Considera quitarlo, pero luego decide dejar este curioso recuerdo para que los próximos inquilinos tengan algo con que entretenerse.
De nuevo la bocina y más gritos que la reclaman.
El viaje a la Florida será largo. Ha medido la ruta en el atlas grande de la biblioteca usando sus dedos para calcular la distancia. Cada dedo es un día de carretera. Cinco dedos, un puñado, con Marion cantando viejas canciones de camping y manejando demasiado rápido, considerando que el baúl de Salomé va amarrado al techo del carro. En el asiento de pasajeros, Camila se agarra al descanso del brazo de la puerta y ruega que no se topen con un aguacero, y espera y ruega que Marion no trate de disuadirla de su decisión ni que vuelva a recordarle que tiene sesenta y cinco años, que está sola y que debía pensar en su pensión, debía pensar en su futuro, debía pensar en mudarse a una cómoda casita cerca de Marion, por lo menos hasta que las cosas se tranquilicen en esas islitas acaloradas.
"En el nombre de mi madre Salomé", musita para sí misma de nuevo. Necesita mucha ayuda en estos momentos en que su vida en Estados Unidos llega a su final.
Al pasar trenton, Nueva Jersey, para que su impaciente amiga no la distraiga más ("Enciéndeme un cigarrillo", "¿Quedan papitas?", "Me tomaría un refresco"), le hace un ofrecimiento. "¿Quieres saber por qué he decidido regresar?". Desde que Marion llegó a ayudarla con la mudada ha estado molestando a Camila. "Pero, ¿por qué?. Eso es lo que quiero saber. ¿Qué esperas lograr con esos gorilas groseros, esos sucios barbudos que gobiernan ese país?".
Camila está segura de que Marion pronuncia la palabra mal a propósito. "Guerrillas", Camila la corrige, arrastrando las erres.
Ha tenido miedo de explicar, por no sonar como una tonta, que ella desea, aunque sea una sola vez en su vida, entregarse a algo completamente-sí, como su madre. Sus amistades se preocuparían y pensarían que ha perdido el sentido, que tiene demasiado azúcar en la sangre, que las cataratas le nublan la vista. Y la desaprobación de Marion es lo peor de todo, pues no solo está en desacuerdo con la decisión de Camila, sino que hará todo lo posible por salvarla.
Marion ha volteado el rostro para mirarla. Brevemente el carro se desvía hacia el carril izquierdo. El bocinazo de un carro que viene en dirección contraria la sorprende, y recobra el control justo a tiempo.
Camila respira hondo. Quizás el porvenir llegue a su fin antes de lo que tenía pensado.
"Soy toda oídos", dice Marion cuando se ha recuperado.
El corazón de Camila aletea desbocadamente-como uno de esos murciélagos que a veces se quedan atrapados en su ático y tiene que llamar a los conserjes para que vengan a sacarlo.
Continues...
Excerpted from En el nombre de Salome by Julia Alvarez Excerpted by permission.
All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
Excerpts are provided by Dial-A-Book Inc. solely for the personal use of visitors to this web site.