Fiesta De Pizzas: Pizza Party (Spanish edition)

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Paperback

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Overview

(Spanish copy TK)
A new title in a chapter book series featuring African American and Latino boys that's full of kid-friendly charm and universal appeal.
 
Third-grader Richard and his friends are just four days away from setting a record for excellent behavior and earning a classroom pizza party when disaster strikes—their beloved teacher is out sick, and the strictest, meanest substitute has taken her place! Will their dreams of pizza be dashed when the sub suspects that some of them have been cheating?

This gently humorous installment in a chapter-book series about a diverse group of elementary schoolers by Coretta Scott King honoree Karen English offers spot-on storytelling, relatable characters and situations, and plenty of action.

Product Details

ISBN-13: 9780358252009
Publisher: HarperCollins
Publication date: 09/22/2020
Series: Carver Chronicles Series , #6
Pages: 144
Sales rank: 429,518
Product dimensions: 5.00(w) x 7.40(h) x 0.50(d)
Language: Spanish
Age Range: 6 - 9 Years

About the Author

Karen English is a Coretta Scott King Honor Award-winner and the author of It All Comes Down to This, a Kirkus Prize Finalist, as well as the Nikki and Deja and The Carver Chronicles series. Her novels have been praised for their accessible writing, authentic characters, and satisfying storylines. She is a former elementary school teacher and lives in Los Angeles, California.


Laura Freeman received her BFA from the School of Visual Arts in New York City and began her career illustrating for various editorial clients. Laura has illustrated many fine children’s books over the years, including Fancy Party Gowns: The Story of Fashion Designer Ann Cole Lowe, written by Deborah Blumenthal, and the Coretta Scott King Honor Book Hidden Figures: The True Story of Four Black Women and the Space Race, by Margot Lee Shetterly. Laura now lives in Atlanta, Georgia, with her husband and their two children. Find out more about Laura at www.lfreemanart.com.

Read an Excerpt

Los chicos de la Sala Diez de la Escuela Primaria Carver (excepto Ralph Buyer, quien otra vez está ausente) están parados en fila, rectos como soldados, mirando hacia adelante, con las bocas cerradas. Están esperando que la maestra los vaya a buscar al patio. Es lunes, decimosexto día de excelente comportamiento en la formación. Cuatro días más de comportamiento perfecto en la formación de la mañana y tendrán una fiesta de pizzas. Su maestra, la señora Shelby-Ortiz, se lo ha prometido. Y ella siempre cumple sus promesas.
      Así que esperan, con los brazos a los costados, sin goma de mascar en la boca, con los labios bien juntos para que no se les escape ni una palabra. Bueno, Richard puede ver que Calvin Vickers mueve los hombros de vez en cuando, algo que entiende perfectamente porque, de pronto, él también se siente un poquitito ansioso.
      Richard desearía poder correr en el lugar, al menos un poco. Es difícil mantenerse en esta posición de inmovilidad. Echa un vistazo a las puertas dobles del edificio principal, que están cerradas. Son las puertas por las que suele salir la señora Shelby-Ortiz cuando los va a buscar al patio. La mayoría de los maestros ya han retirado a sus alumnos y van en esa dirección, al frente de sus filas, pero casi todas son filas irregulares, observa Richard.
      No son filas derechas. No van en silencio. No todos llevan las manos a los costados. Ve que Montel Mitchell jala del borde de la chaqueta de Brianna. Ella se da vuelta y le grita algo, y su maestra continúa dirigiéndolos hacia el edificio principal como si ni siquiera se hubiera dado cuenta.
      A Richard se le escapa una pequeña carcajada. Está feliz de que la Sala Diez haya superado a todas las demás filas durante los últimos dieciséis días. Está feliz de haber hecho su contribución. La pequeña sonrisa de su rostro se congela cuando, de pronto, escucha que alguien habla entre dientes. Es Yolanda.
      —¿Qué estás haciendo? —susurra ella.
      —Nada —responde él, también en un susurro.
      —No estás bien derecho, y puedo escuchar que te estás riendo de algo.
      Él se pone bien recto.
      —Sí estoy bien derecho.
      Esto llama la atención de Antonia, la “santita” de la clase, y ella les dice con una voz un poquito más elevada que un susurro:
      —No deberían estar hablando. ¿Pueden callarse la boca, por favor?
      Entonces Carlos, quien está adelante de ella, se mete:
      —Uy, ¡dijiste una mala palabra!
      Se da vuelta casi del todo para darle su opinión cara a cara.
      —No dije una mala palabra —replica Antonia con su voz normal—. Es solamente una mala palabra en la escuela. Fuera de la escuela, nadie piensa que callarsela boca sea una mala palabra.
      Deja se incorpora a la charla, pero mantiene la cabeza hacia adelante y habla en voz baja.
      —Estamos en la escuela. Por eso callarse la boca sí es una mala palabra.
      —Y también estúpido —agrega Nikki—. No se olviden de estúpido.
      —No en el mundo común —responde Antonia. Luego exhala un largo, largo suspiro, mientras cierra los ojos y lleva la cabeza un poco hacia atrás, como si necesitara de toda su paciencia con sus compañeros.
      —La palabra estúpido en sí misma no es una mala palabra. Llamar a alguien estúpido es lo que hace que estúpido sea una mala palabra —dice Nikki.
      Carlos mira hacia las puertas cerradas del edificio principal y luego dice en voz alta:
      —¿Pueden parar de hablar? ¡Nos quedaremos sin fiesta de pizzas!
      Al escucharlo, todos se quedan en silencio. Vuelven a comportarse perfectamente en la fila: se paran bien derechos y miran hacia adelante. Entonces, del otro lado del patio, ven abrirse las puertas principales. No es la señora Shelby-Ortiz, se sorprende Richard. Es el señor Blaggart, el suplente que habían tenido cuando la señora Shelby-Ortiz se había quebrado el tobillo.
      Era malo. Había sido como un castigo por haber ahuyentado al primer suplente, el señor Willow, que era mucho más bueno.
      Richard recuerda algunas de las travesuras que habían hecho. Había sido idea de Carlos dar saltitos mientras leía en voz alta. Y fue Ayanna quien decidió leer en voz tan baja que nadie pudiera escucharla. Él no recuerda de quién había sido la idea de que un grupo de chicos tuviera un ataque de tos durante la lectura silenciosa, pero sí está seguro de que fue Rosario quien les había dicho a todos que se sentaran donde quisieran. Y que cambiaran todo el tiempo sus nombres para que el pobre señor Willow jamás pudiera aprenderlos.
      La gota que rebasó el vaso, luego del ataque de tos de la clase, ocurrió después del almuerzo. Un maestro debe de haberle avisado al señor Willow sobre la nota autoadhesiva que decía “¡Patéame!” que Carlos había pegado en la parte posterior de su blazer cuando fue a hacerle una pregunta sobre una tarea de estudios sociales.
      Pobre señor Willow. Terminó el día, pero no regresó. En ese momento, Richard se sintió muy culpable. El señor Willow no se merecía que lo trataran de esa manera.
      Al día siguiente, llegó el señor Blaggart. Antes, sargento instructor; ahora, maestro suplente malo, malo, requetemalo. Richard suspira. Quiere decirle algo a Gavin, que está tres lugares más adelante en la fila, pero sabe que conviene no hacerlo.

Cuando la clase entra a la Sala Diez, se puede escuchar el ruido que hace un alfiler al caer al piso. Hay una lista con sus nombres en la pizarra blanca con marcas de conteo al lado de cada uno. Richard mira a Gavin. Gavin se encoge de hombros.
      —Creo que debemos lograr que no borre ninguna de esas marcas. Debes mantener tantas como sea posible —murmura.
      Richard lo piensa.
      —La última vez, no lo hizo.
      Los alumnos que tienen permiso para llevar las mochilas al escritorio para colgarlas en el respaldo de las sillas van a sus mesas. Los alumnos que, por decisión de la señora Shelby-Ortiz, no pueden tener las mochilas a mano las colocan en los casilleros. Luego van a sus asientos. Por un tiempo, Richard deberá guardar su mochila en su casillero. La semana anterior, la señora Shelby-Ortiz lo había encontrado con un juguete en el escritorio.
      —Me pregunto dónde estará la señora Shelby-Ortiz —le susurra Carlos a Richard antes de dirigirse al escritorio con la mochila. No es justo, piensa Richard. El juguete era de Carlos. Él le había permitido a Richard “verlo” justo antes de la formación, y Richard no había podido devolvérselo.
      —Eso. ¿Dónde está? —murmura para sí Richard. Mira alrededor. ¿Y dónde está Keops? Ni siquiera sabe que la Sala Diez tiene un suplente. Y no cualquier suplente.
      De repente, el ruido estridente de un silbato interrumpe el silencio profundo. Todos se quedan paralizados en sus lugares. Richard y Carlos se miran.
      —Esto de ir a los asientos y tomar los diarios y prepararse está llevando demasiado tiempo.
      El señor Blaggart recorre la clase con la mirada, luego camina hasta la pizarra.
      —Es evidente que esta clase no recuerda mis reglas. Vamos a repasarlas. Saquen los cuadernos y más vale que vea un lápiz en cada mano.
      Richard nota que Yolanda y Deja se miran, pero mantienen las bocas cerradas. Yolanda escribe algo en un pedazo de papel, lo dobla y lo tira al piso, a sus pies. Con un pie, lo arrastra por el piso hasta la zona donde está el escritorio de Deja. Deja pone el pie sobre el papel doblado. Espera un momento, luego se agacha y lo agarra. Luego lo pone en su escritorio. Lo abre con una mano, lo lee, mira a Yolanda y asiente. Richard se pregunta qué dirá la nota.
      La fuerte voz del señor Blaggart interrumpe de nuevo los pensamientos de Richard.
      —Veamos mis reglas.
      Se da vuelta y sonríe a los alumnos, pero no es una sonrisa genuina. Es una sonrisa amenazante.
      Richard busca su lápiz en el escritorio, pero no lo encuentra. Busca con la mano y encuentra montones de bolas de papel, crayones sueltos y... Ahhh... Ahí está la tijera que los chicos de su mesa habían estado buscando el viernes pasado cuando tenían clase de arte. En la caja donde la mesa guarda el material de arte (tijera, marcadores, crayones, pegamento en barra), faltaba una tijera.
      Él la regresa con tranquilidad a la caja y escucha que Yolanda murmura:
      —Tú tenías la tijera. Lo sabía.
      —Me la quedé sin querer.
      El señor Blaggart echa una mirada hacia su mesa y se dirige hacia Richard.
      —¿Hay algo que quieras compartir con la clase?
      —¿Señor? —dice, recordando que así debía decirle luego de haber tenido al señor Blaggart como suplente.
      —Veo que estás ocupado hablando, pero no escribiendo. ¿A qué se debe?
      Richard no sabe cómo contestar esa pregunta. Por suerte, no es necesario que lo haga porque justo en ese momento entra al aula Keops con una nota en la mano.
      El señor Blaggart le echa una mirada y frunce el ceño.
      —Llego tarde porque mi padre tuvo un reventón y tuve que caminar, y no pensaba que tendría que caminar —dice Keops de inmediato.
      ¿No había usado Keops esa misma excusa la semana pasada?, piensa Richard.
      Beverly levanta la mano con rapidez, pero logra mantener la boca cerrada hasta que el señor Blaggart la autoriza a hablar.
      —Señor Blaggart, Keops dijo que su padre había tenido un reventón en un neumático la semana pasada.
      Mira a su alrededor con rapidez en busca del apoyo de sus compañeros. Varias niñas asienten para confirmar que es así. Richard nota que ningún varón la apoya. Mientras la atención de todos está puesta en Keops y en el señor Blaggart, Richard, en un susurro, dice:
      —Gavin, necesito un lápiz.
      Gavin mira al señor Blaggart mientras busca en su escritorio. Le pasa uno a Richard.

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