Historia de la conquista de la Nueva España

Historia de la conquista de la Nueva España

by Antonio de Solís
Historia de la conquista de la Nueva España

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by Antonio de Solís

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El estilo literario de la Historia de la conquista se anticipa al neoclasicismo, por lo que los autores del siglo XVIII tuvieron esta obra en gran estima. Se sabe que el autor escribió varias veces el texto. Sin embargo, al igual que López de Gómara, Solís nunca estuvo en América.

Product Details

ISBN-13: 9788498160246
Publisher: Linkgua
Publication date: 09/01/2012
Series: Historia , #385
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 508
File size: 1 MB
Language: Spanish

About the Author

Antonio de Solís y Rivadeneyra (Alcalá de Henares, 1610-Madrid, 19 de abril de 1686). España. Estudió en Alcalá y Salamanca Retórica, Filosofía, Cánones, Ciencias morales y políticas. Escribió su primera comedia a los diecisiete años influido por Calderón de la Barca. Solís fue secretario del conde de Oropesa, virrey de Navarra y de Portugal; oficial de la Secretaria de Estado y cronista mayor de Indias. Escribió por encargo real la Historia de la conquista de México en 1684, inspirado en los relatos de Cortés, López de Gómara y Bernal Díaz.

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Historia De La Conquista De La Nueva España


By Antonio De Solís

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9816-024-6


CHAPTER 1

LIBRO I

Capitulo I. Motivos que obligan a tener por necesario que se divida en diferentes partes la historia de las Indias para que pueda comprenderse

Duró algunos días en nuestra inclinación el intento de continuar la historia general de las Indias occidentales que dejó el cronista Antonio de Herrera en el año de 1554 de la reparación humana. Y perseverando en este animoso dictamen, lo que tardó en descubrirse la dificultad, hemos leído con diligente observación lo que antes y después de sus Décadas escribieron de aquellos descubrimientos y conquistas diferentes plumas naturales y extranjeras; pero como las regiones del aquel nuevo mundo son tan distantes de nuestro hemisferio, hallamos en los autores extranjeros grande osadía y no menor malignidad para inventar lo que quisieron contra nuestra nación, gastando libros enteros en culpar lo que erraron algunos para deslucir lo que acertaron todos; y en los naturales poca uniformidad y concordia en la narración de los sucesos: conociéndose en esta diversidad de noticias aquel peligro ordinario de la verdad, que suele desfigurarse cuando viene de lejos, degenerando de su ingenuidad todo aquello que se aparta de su origen.

La obligación de redargüir a los primeros, y el deseo de conciliar a los segundos, nos ha detenido en buscar papeles y esperar relaciones que den fundamento y razón a nuestros escritos: trabajo deslucido, pues sin dejarse ver del mundo consume oscuramente el tiempo y el cuidado; pero trabajo necesario, pues ha de salir de esta confusión y mezcla de noticias pura y sencilla la verdad, que es el alma de la historia: siendo este cuidado en los escritores semejante al de los arquitectos que amontonan primero que fabriquen, y forman después la ejecución de sus ideas del embrión de los materiales, sacando poco a poco de entre el polvo y la confusión de la oficina la hermosura y la proporción del edificio.

Pero llegando a lo estrecho de la pluma con mejores noticias, hallamos en la historia general tanta multitud de cabos pendientes, que nos pareció poco menos que imposible (culpa será de nuestra comprensión) el atarlos sin confundirlos. Consta la historia de las Indias de tres acciones grandes que pueden competir con las mayores que han visto los siglos: porque los hechos de Cristóbal Colón en su admirable navegación y en las primeras empresas de aquel nuevo mundo; lo que obró Hernán Cortés con el consejo y con las armas en la conquista de Nueva España, cuyas vastas regiones duran todavía en la incertidumbre de sus términos; y lo que se debió a Francisco Pizarro, y trabajaron los que le sucedieron en sojuzgar aquel dilatadísimo imperio de la América meridional, teatro de varias tragedias y extraordinarias novedades, son tres argumentos de historias grandes, compuestas de aquellas ilustres hazañas y admirables accidentes de ambas fortunas que dan materia digna a los anales, agradable alimento a la memoria, y útiles ejemplos al entendimiento y al valor de los hombres. Pero en la historia general de las Indias, como se hallan mezclados entre sí los tres argumentos, y cualquiera de ellos con infinidad de empresas menores, no es fácil reducirlos al contexto de una sola narración, ni guardar la serie de los tiempos sin interrumpir y despedazar muchas veces lo principal con lo accesorio.

Quieren los maestros del arte que en las transiciones de la historia (así llaman al paso que se hace de unos sucesos a otros) se guarde tal conformidad de las partes con el todo, que ni se haga monstruoso el cuerpo de la historia con la demasía de los miembros, ni deje de tener los que son necesarios para conseguir la hermosura de la variedad; pero deben estar, según su doctrina, tan unidos entre sí, que ni se vean las ataduras, ni sea tanta la diferencia de las cosas, que se deje conocer la desemejanza o sentir la confusión. Y este primor de entretejer los sucesos sin que parezcan los unos digresiones de los otros, es la mayor dificultad de los historiadores; porque si se dan muchas señas del suceso que se dejó atrasado, cuando le vuelve a recoger la narración se incurre en el inconveniente de la repetición y de la prolijidad; y si se dan pocas se tropieza en la oscuridad y en la desunión: vicios que se deben huir con igual cuidado porque destruyen los demás aciertos del escritor.

Ese peligro común de todas las historias generales es mayor y casi imposible de vencer en la nuestra; porque las Indias occidentales se componen de dos monarquías muy dilatadas, y éstas de infinidad de provincias y de innumerables islas, dentro de cuyos límites mandaban diferentes régulos o caciques: unos dependientes y tributarios de los dos emperadores de México y el Perú; y otros que amparados en la distancia se defendían de la sujeción. Todas estas provincias o reinos pequeños eran diferentes conquistas con diferentes conquistadores. Traíanse entre las manos muchas empresas a un tiempo; salían a ellas diversos capitanes de mucho valor, pero de pocas señas: llevaban a su cargo unas tropas de soldados que se llamaban ejércitos y no sin ninguna propiedad por lo que intentaban y por lo que conseguían: peleábase en estas expediciones con unos príncipes y en unas provincias y lugares de nombres exquisitos, no solo dificultosos a la memoria sino a la pronunciación; de que nacía el ser frecuentes y oscuras las transiciones, y el peligrar en su abundancia la narración: hallándose el historiador obligado a dejar y recoger muchas veces los sucesos menores, y el lector a volver sobre los que dejó pendientes, o a tener en pesado ejercicio la memoria.

No negamos que Antonio de Herrera, escritor diligente (a quien no solo procuraremos seguir, pero querríamos imitar), trabajó con acierto una vez elegido el empeño de la historia general; pero no hallamos en sus Décadas todo aquel desahogo y claridad de que necesitan para comprenderse; ni podía dársele mayor habiendo de acudir con la pluma a tanta muchedumbre de acaecimientos, dejándolos y volviendo a ellos según el arbitrio del tiempo y sin pisar alguna vez la línea de los años.


Capitulo II. Tócanse las razones que han obligado a escribir con separación la historia de la América septentrional o Nueva España


Nuestro intento es sacar de este laberinto y poner fuera de esta oscuridad a la historia de Nueva España para poder escribirla separadamente, franqueándola (si cupiere tanto en nuestra cortedad) de modo que en lo admirable de ella se deje hallar sin violencia la suspensión, y en lo útil se logre sin desabrimiento la enseñanza. Y nos hallamos obligados a elegir este de los tres argumentos que propusimos; porque los hechos de Cristóbal Colón, y las primeras conquistas de las islas y el Darien, como no tuvieron otros sucesos en que mezclarse, están escritas con felicidad y bastante distinción en la primera y segunda década de Antonio de Herrera; y la historia del Perú anda separada en los dos tomos que escribió Garcilaso Inga, tan puntual en las noticias y tan suave y ameno en el estilo (según la elegancia de su tiempo) que culparíamos de ambicioso al que intentase mejorarle, alabando mucho al que supiese imitarle para proseguirle. Pero la Nueva España, o está sin historia que merezca este nombre, o necesita de ponerse en defensa contra las plumas que se encargaron de su posteridad.

Escribióla primero Francisco López de Gómara con poco examen y puntualidad, porque dice lo que oyó, y lo afirma con sobrada credulidad, fiándose tanto de sus oídos como pudiera de sus ojos, sin hallar dificultad en lo inverosímil, ni resistencia en lo imposible.

Siguióle en el tiempo y en alguna parte de sus noticias Antonio de Herrera, y a éste Bartolomé Leonardo de Argensola, incurriendo en la misma desunión y con menor disculpa; porque nos dejó los primeros sucesos de esta conquista entretejidos y mezclados en sus Anales de Aragón, tratándolos como accesorios, y traídos de lejos al propósito de su argumento. Escribió lo mismo que halló en Antonio de Herrera con mejor carácter, pero tan interrumpido y ofuscado con la mezcla de otros acaecimientos, que se disminuye en las digresiones lo heroico del asunto, o no se conoce su grandeza como se mira de muchas veces.

Salió después una historia particular de Nueva España, obra póstuma de Bernal Díaz del Castillo, que sacó a luz un religioso de la Orden de Nuestra Señora de la Merced, habiéndola hallado manuscrita en la librería de un ministro grande y erudito, donde estuvo muchos años retirada, quizá por los inconvenientes que al tiempo que se imprimió se perdonaron o no se conocieron. Pasa hoy por historia verdadera ayudándose del mismo desaliño y poco adorno de su estilo para parecerse a la verdad y acreditar con algunos la sinceridad del escritor, pero aunque le asiste la circunstancia de haber visto lo que escribió, se conoce de su misma obra que no tuvo la vista libre de pasiones, para que fuese bien gobernada la pluma: muéstrase tan satisfecho de su ingenuidad, como quejoso de su fortuna: andan entre sus renglones muy descubiertas la envidia y la ambición; y paran muchas veces estos afectos destemplados en quejas contra Hernán Cortés, principal héroe de esta historia, procurando penetrar sus designios para deslucir y enmendar sus consejos, y diciendo muchas veces como infalible no lo que ordenaba y disponía su capitán, sino lo que murmuraban los soldados; en cuya república hay tanto vulgo como en las demás; siendo en todas de igual peligro, que se permita el discurrir a los que nacieron para obedecer.

Por cuyos motivos nos hallamos obligados a entrar en este argumento, procurando desagraviarle de los embarazos que se encuentran en su contexto, y de las ofensas que ha padecido su verdad. Valdrémonos de los mismos autores que dejamos referidos en todo aquello que no hubiere fundamento para desviarnos de lo que escribieron; y nos serviremos de otras relaciones y papeles particulares que hemos juntado para ir formando, con elección desapasionada, de lo más fidedigno nuestra narración, sin referir de propósito lo que se debe suponer o se halla repetido, ni gastar el tiempo en las circunstancias menudas que, o manchan el papel con lo indecente, o le llenan de lo menos digno, atendiendo más al volumen que a la grandeza de la historia. Pero antes de llegar a lo inmediato de nuestro empeño, será bien que digamos en qué postura se hallaban las cosas de España cuando se dio principio a la conquista de aquel nuevo mundo, para que se vea su principio primero que su aumento; y sirva esta noticia de fundamento al edificio que emprendemos.


Capitulo III. Refiérense las calamidades que se padecían en España cuando se puso la mano en la conquista de Nueva España


Corría el año de 1507, digno de particular memoria en esta monarquía, no menos por sus turbaciones, que por sus felicidades. Hallábase a la sazón España combatida por todas partes de tumultos, discordias y parcialidades, congojada su quietud con los males internos que amenazaban su ruina; y durando en su fidelidad más como reprimida de su propia obligación, que como enfrenada y obediente a las riendas del gobierno; y al mismo tiempo se andaba disponiendo en las Indias occidentales su mayor prosperidad con el descubrimiento de otra Nueva España, en que no solo se dilatasen sus términos, sino se renovase y duplicase su nombre: así juegan con el mundo la fortuna y el tiempo; y así se suceden o se mezclan con perpetua alteración los bienes y los males.

Murió en los principios del año antecedente el rey don Fernando el Católico; y desvaneciendo con la falta de su artífice las líneas que tenía tiradas para la conservación y acrecentamiento de sus estados, se fue conociendo poco a poco en la turbación y desconcierto de las cosas públicas la gran pérdida que hicieron estos reinos; al modo que suele rastrearse por el tamaño de los efectos la grandeza de las causas.

Quedó la suma del gobierno a cargo del cardenal arzobispo de Toledo, don fray Francisco Jiménez de Cisneros, varón de espíritu resuelto, de superior capacidad, de corazón magnánimo, y en el mismo grado religioso, prudente y sufrido: juntándose en él sin embarazarse con su diversidad, estas virtudes morales y aquellos atributos heroicos; pero tan amigo de los aciertos, y tan activo en la justificación de sus dictámenes, que perdía muchas veces lo conveniente por esforzar lo mejor; y no bastaba su celo a corregir los ánimos inquietos tanto como a irritarlos su integridad.

La reina doña Juana, hija de los reyes don Fernando y doña Isabel, a quien tocaba legítimamente la sucesión del reino, se hallaba en Tordesillas, retirada de la comunicación humana, por aquel accidente lastimoso que destempló la armonía de su entendimiento; y del sobrado aprender, la trujo a no discurrir, o a discurrir desconcertadamente en lo que aprendía.

El príncipe don Carlos, primero de este nombre en España, y quinto en el imperio de Alemania, a quien anticipó la corona el impedimento de su madre, residía en Flandes; y su poca edad, que no llegaba a los diecisiete años, el no haberse criado en estos reinos, y las noticias que en ellos había de cuán apoderados estaban los ministros flamencos de la primera inclinación de su adolescencia, eran unas circunstancias melancólicas que le hacían poco deseado aún de los que le esperaban como necesario.

El infante don Fernando, su hermano, se hallaba, aunque de menos años, no sin alguna madurez, desabrido de que el rey don Fernando, su abuelo, no le dejase en su último testamento nombrado por principal gobernador de estos reinos, como lo estuvo en el antecedente que se otorgó en Burgos; y aunque se esforzaba a contenerse dentro de su propia obligación, ponderaba muchas veces y oía ponderar lo mismo a los que le asistían, que el no nombrarle pudiera pasar por disfavor hecho a su poca edad, pero que el excluirle después de nombrado, era otro género de inconfidencia que tocaba en ofensa de su persona y dignidad: con que se vino a declarar por mal satisfecho del nuevo gobierno; siendo sumamente peligroso para descontento, porque andaban los ánimos inquietos, y por su afabilidad, y ser nacido y criado en Castilla, tenía de su parte la inclinación del pueblo, que, dado el caso de la turbación, como se recelaba, le había de seguir, sirviéndose para sus violencias del movimiento natural.

Sobrevino a este embarazo otro de no menor cuerpo en la estimación del cardenal; porque el deán de Lobaina Adriano Florencio, que fue después sumo Pontífice, sexto de este nombre, había venido desde Flandes con título y apariencias de embajador al rey don Fernando; y luego que sucedió su muerte, manifestó los poderes que tenía ocultos del príncipe don Carlos, para que en llegando este caso tomase posesión del reino en su nombre, y se encargase de su gobierno; de que resultó una controversia muy reñida, sobre si este poder había de prevalecer y ser de mejor calidad que el que tenía el cardenal. En cuyo punto discurrían los políticos de aquel tiempo con poco recato, y no sin alguna irreverencia, vistiéndose en todos el discurso de el color de la intención. Decían los apasionados de la novedad que el cardenal era gobernador nombrado por otro gobernador; pues el rey don Fernando solo tenía este título en Castilla después que murió la reina doña Isabel. Replicaban otros de no menor atrevimiento, porque caminaban a la exclusión de entrambos, que el nombramiento de Adriano padecía el mismo defecto; porque el príncipe don Carlos, aunque estaba asistido de la prerrogativa de heredero del reino, solo podía viviendo la reina doña Juana, su madre, usar de la facultad de gobernador, de la misma suerte que la tuvo su abuelo: con que dejaban a los dos príncipes incapaces de poder comunicar a sus magistrados aquella suprema potestad que falta en el gobernador, por ser inseparable de la persona del rey.

Pero reconociendo los dos gobernadores que estas disputas se iban encendiendo, con ofensa de la majestad y de su misma jurisdicción, trataron de unirse en el gobierno: sana determinación si se conformaran los genios; pero discordaban o se compadecían mal la entereza del cardenal con la mansedumbre de Adriano: inclinado el uno a no sufrir compañero en sus resoluciones, y acompañándolas el otro con poca actividad y sin noticia de las leyes y costumbres de la nación. Produjo este imperio dividido la misma división en los súbditos; con que andaba parcial la obediencia y desunido el poder, obrando esta diferencia de impulsos en la república lo que obrarían en la nave dos timones, que aun en tiempo de bonanza formarían de su propio movimiento la tempestad.

Conociéronse muy presto los efectos de esta mala constitución, destemplándose enteramente los humores mal corregidos de que abundaba la república. Mandó el cardenal (y necesitó de poca persuasión para que viniese en ello su compañero) que se armasen las ciudades y villas del reino, y que cada una tuviese alistada su milicia, ejercitando la gente en el manejo de las armas y en la obediencia de sus cabos; para cuyo fin señaló sueldos a los capitanes, y concedió exenciones a los soldados. Dicen unos que miró a su propia seguridad, y otros que a tener un nervio de gente con que reprimir el orgullo de los grandes: pero la experiencia mostró brevemente que en aquella sazón no era conveniente este movimiento, porque los grandes y señores heredados (brazo dificultoso de moderar en tiempos tan revueltos) se dieron por ofendidos de que se armasen los pueblos, creyendo que no carecía de algún fundamento la voz que había corrido de que los gobernadores querían examinar con esta fuerza reservada el origen de sus señoríos y el fundamento de sus alcabalas. Y en los mismos pueblos se experimentaron diferentes efectos, porque algunas ciudades alistaron su gente, hicieron sus alardes, y formaron su escuela militar: pero en otras se miraron estos remedos de la guerra como pensión de la libertad y como peligros de la paz, siendo en unas y otras igual el inconveniente de la novedad; porque las ciudades que se dispusieron a obedecer, supieron la fuerza que tenían para resistir; y las que resistieron se hallaron con la que habían menester, para llevarse tras sí a las obedientes y ponerlo todo en confusión.


(Continues...)

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