Historia de los heterodoxos españoles. Libro VIII

Historia de los heterodoxos españoles. Libro VIII

by Marcelino Menéndez y Pelayo
Historia de los heterodoxos españoles. Libro VIII

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La Historia de los heterodoxos españoles es un documentado estudio de los movimientos espirituales contracorriente de la península Ibérica.

Product Details

ISBN-13: 9788498971019
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Religión , #48
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 286
File size: 608 KB
Language: Spanish

About the Author

Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912). España. Estudió en la Universidad de Barcelona (1871-1873) con Milá y Fontanals, en la de Madrid (1873), y en Valladolid (1874), donde hizo amistad con el ultraconservador Gurmesindo Laverde, que lo apartó de su liberalismo. Trabajó en las bibliotecas de Portugal, Italia, Francia, Bélgica y Holanda (1876-1877) y ejerció de catedrático de la Universidad de Madrid (1878). En 1880 fue elegido miembro de la Real Academia Española, diputado a Cortes entre 1884 y 1892 y fue director de la Real Academia de la Historia. Al final de su vida recuperó su liberalismo inicial.

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Historia De Los Heterodoxos Españoles. Libro VIII


By Marcelino Menéndez Y Pelayo

Red Ediciones

Copyright © 2016 Red ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9897-101-9



CHAPTER 1

POLÍTICA HETERODOXA DURANTE EL REINADO DE DOÑA ISABEL II


I. Guerra civil. Matanza de los frailes. Primeras tentativas de reformas eclesiásticas. II. Desamortización de Mendizábal. III. Constituyentes del 37. Proyecto de arreglo del clero. Abolición del diezmo. Disensiones con Roma. Estado de la Iglesia de España: obispos desterrados, gobernadores eclesiásticos intrusos. IV. Cisma jansenista de Alonso durante la regencia de Espartero. V. Negociaciones con Roma. Planes de enseñanza. VI. Revolución de 1854; Desamortización; Constituyentes; ataques a la unidad religiosa. VII. Retención del "SYLLABUS". Reconocimiento del reino de Italia y sucesos posteriores.


I. Guerra civil. Matanza de los frailes. Primeras tentativas de reformas eclesiásticas

El número mayor de acaecimientos que desde ahora hasta el término de esta historia hemos de narrar, la misma variedad y discordancia de las manifestaciones heterodoxas, exigen, para ser fácilmente comprendidas, que las distribuyamos en grupos con rigor y claridad. Tres núcleos principales se ofrecen, desde luego, a la consideración: la heterodoxia política, que genéricamente se llama liberalismo (tomada esta voz en su rigurosa acepción de libertad falsificada, política sin Dios, o séanse naturalismo político, y no en ningún otro de los sentidos que vulgar y abusivamente se le han dado), la heterodoxia filosófica (panteísmo, materialismo ..., en suma, todas las variedades del racionalismo), y la heterodoxia sectaria, que fue en otras edades la predominante y es hoy la inferior y de menos cuenta, reduciéndose, por lo que a España toca, a los esfuerzos impotentes, anacrónicos y casi risibles de la propaganda protestante. De aquí una división cómoda fácil en tres capítulos, la cual así puede acomodarse al reinado de doña Isabel II como a los sucesos posteriores a la revolución de septiembre de 1868.

Aunque toda revolución política sea más o menos directamente hija de tendencias o principios de carácter general y abstracto, que han de referirse de un modo mediato o inmediato a alguna filosofía primera, buena o mala, pero que tenga presunción de regular la práctica de la vida y el gobierno de las sociedades, quizá parecería más racional y lógico empezar por la filosofía el estudio de las reformas de la heterodoxia contemporánea. He preferido, sin embargo, comenzar por los hechos externos, y la razón es clarísima. Hasta después de 1856, la revolución española no contiene más cantidad de materia filosófica ni jurídica que la que le habían legado los constituyentes de Cádiz: es decir, el enciclopedismo del siglo XVIII, lo que, traducido a las leyes, se llama progresismo. Solo después de esa fecha comienzan los llamados demócratas a abrir la puerta a Hegel, a Krause y a los economistas.

Deben distinguirse, pues, dos períodos en la heterodoxia política del reinado de doña Isabel: uno de heterodoxia ignara, legal y progresista, y otro de heterodoxia pedantesca, universitaria y democrática; en suma, toda la diferencia que va de Mendizábal a Salmerón. Los liberales que hemos llamado legos o de la escuela antigua, herederos de las tradiciones del 12 y del 20, no tienen reparo en consignar en sus códigos, más o menos estrictamente, la unidad religiosa, y, sin hundirse en profundidades trascendentales, cifran, por lo demás su teología en apalear a algún cura, en suspender la ración a los restantes, en ocupar las temporalidades a los obispos, en echar a la plaza y vender al desbarate lo que llaman bienes nacionales, en convertir los conventos en cuarteles y en dar los pasaportes al nuncio. En suma, y fuera del nombre, sus procedimientos son los del absolutismo del siglo XVIII, los de Pombal y Aranda. Por el contrario, los demócratas afilosofados y modernísimos, sin perjuicio de hacer iguales o mayores brutalidades cuando les viene en talante, pican más alto, dogmatizan siempre, y aspiran al lauro de regeneradores del cuerpo social, ya que los otros han trabajado medio siglo para desembarazarles de obstáculos tradicionales el camino. Y así como los progresistas no traían ninguna doctrina que sepamos, sino solo cierta propensión nativa a destruir y una a modo de veneración fetichista a ciertos nombres (don Baldomero, don Salustino ..., etc.), los demócratas, por el contrario, han sustituido a estos idolillos chinos o aztecas el culto de los nuevos ideales, el odio a los viejos moldes, la evolución social y demás palabrería fantasmagórica que sin cesar revolotea por la pesada atmósfera del Ateneo. En suma, la heterodoxia política hasta 1856 fue práctica; desde entonces acá viene afectando pretensiones dogmáticas o científicas, resultado de esa vergonzosa indigestión de alimento intelectual mal asimilado, que llaman cultura española moderna.

No es tan hacedero a reducir a fórmula el partido moderado, que, según las vicisitudes de los tiempos, aparece ora favoreciendo, ora resistiendo a la corriente heterodoxa y laica. Fue, más que partido, congeries de elementos diversos, y aun rivales y enemigos; mezcla de antiguos volterianos, arrepentidos en política, no en religión, temerosos de la anarquía y de la bullanga, pero tan llenos de preocupaciones impías y de odio a Roma como en sus turbulentas mocedades, y de algunos hombres sinceramente católicos y conservadores, a quienes la cuestión dinástica, o la aversión a los procedimientos de fuerza, o la generosa, sí vana, esperanza de convertir en amparo de la Iglesia un trono levantado sobre las bayonetas revolucionarias separó de la gran masa católica del país.

Esta, aun en tiempo de Fernando VII, había tomado su partido, arrojándose, antes de tiempo y desacordadamente, a las armas así que notó en el rey veleidades hacia los afrancesados y los partidarios del despotismo ilustrado. La sublevación de Cataluña en 1827 fue la primera escena de la guerra civil. Ahogado rápidamente aquel movimiento, los ultrarrealistas se fueron agrupando en torno del infante don Carlos, presunto heredero de la corona. El nuevo matrimonio del rey y el nacimiento de la Infanta Isabel trocaron de súbito el aspecto de las cosas, y no halló la reina Cristina otro medio de salvar el trono de su hija que amnistiar a los liberales y confiarles su defensa. La muchedumbre tradicionalista vieron con singular instinto cuál iba a ser el término de aquella flaqueza, y sin jefes todavía, sin organización ni concierto, comenzaron a levantarse en bandas y pelotones, que pronto Zumalacárregui, genio organizador por excelencia, convirtió en ejército formidable.

En vano había inaugurado Cristina su regencia diciendo por la pluma de Zea Bermúdez, en el manifiesto de 4 de octubre, que "la religión, su doctrina, sus templos y sus ministros serían el primer cuidado de su Gobierno..., sin admitir innovaciones peligrosas, aunque halagüeñas en su principio, probadas ya sobradamente por nuestra desgracia".

¿Quién había de tomar por lo serio tales palabras, cuando al mismo tiempo veíase volver de Londres a los emigrados tales y como fueron, ardiendo en deseos de restaurar y completar la obra de los tres años, y además encruelecidos y rencorosos por diez años de destierro y por la memoria, siempre viva, de las horcas, prisiones y fusilamientos de aquella infausta era? A dos o tres de ellos pudo enseñarles y curarles algo la emigración, poniéndole de manifiesto otras instituciones, otros pueblos y otras leyes y aficionándolos al parlamentarismo inglés o al doctrinarismo francés de la Restauración; pero los restantes, masa fanática, anduvieron bien lejos de sacar de sus viajes tanto provecho como Ulises, y hubo muchos que, con vivir nueve años en Somers-Town, no aprendieron palabra de inglés, y pasaron todo este tiempo adorando en la Constitución de Cádiz y llorando hilo a hilo por el suplicio de Riego. Et revertebantur quotidie maiora. Esta bárbara pereza de entendimiento y este cerrar los ojos y tapiar los oídos a toda luz de ciencia histórica y social fue por largos años, con nombre de consecuencia política, uno de los timbres de que más se ufanaba el partido progresista.

El más moderado de todos los liberales, el que desde muy mozo lo había sido por temperamentos y genialidad, y hasta por buen gusto, arrostrando ya por ello en 1822 las iras y aun los puñales de los exaltados, el dulce y simpático Martínez de la Rosa, entonces en el apogeo de su modesta y apacible gloria literaria, fue el llamado a inaugurar la revolución política, como al mismo tiempo inauguraba la revolución dramática. Pero sea que el campo del arte esté menos erizado de cardos que el de la política, o sea más bien que la generosa índole del cantor de Aben-Humeya le llevase con más certero impulso a los serenos espacios de la poesía que a la baja realidad terrestre, es lo cierto que la tentativa política de Martínez de la Rosa, reducida, como siempre, a su favorita fórmula de hermanar el orden con la libertad, cual si se tratase de términos antitéticos, fracasó de todo punto, muriendo en flor el Estatuto Real, más desdichado en esto que La conjuración de Venecia, que, con ser obra eclesiástica y de transición, conserva juventud bastante lozana. ¡Singular destino el de aquel hombre, nacido para conservador en todo, hasta en literatura, y condenado a acaudillar y servir de heraldo a todas las revoluciones, así las pacíficas como las sangrientas!

En el ministerio que Martínez de la Rosa formó, solo él y don Nicolás María Garelly procedían de la legión del año 20, aunque de su grupo más moderado. Los restantes eran, o antiguos afrancesados, como Burgos, o templados servidores del rey absoluto, más amigos de las reformas administrativas que de las políticas. En materias eclesiásticas no legislaron, contentándose con extrañar de estos reinos al obispo de León y ocuparle sus temporalidades por declarado carlismo, y conminar con iguales penas a todo eclesiástico que abandonase su iglesia, y con la de supresión a todo convento del cual hubiese desaparecido algún fraile sin que en el término de veinticuatro horas hubiese dado parte el superior.

Garelly fue más adelante, y quiso de alguna manera contentar el clamoreo revolucionario, que ya comenzaba a tomar a la gente de Iglesia por blanco principal de sus iras. Cortadas las relaciones con Roma porque Gregorio XVI, de igual suerte que los gobiernos del Norte, se negaba a reconocer a la reina Isabel, Garelly formó una Junta de reformas eclesiásticas, compuesta de los obispos y clérigos más conocidos por sus tendencias regalistas (Torres Amat, González Vallejo). Según las instrucciones del ministro, la tal Junta debía proceder no por sí y antes sí, sino como Junta consultiva que dictara las preces a Roma, a hacer nueva división del territorio eclesiástico, conforme a la división civil; a fijar las dotaciones de los cabildos y a reformar la enseñanza en los seminarios conciliares. Todo quedó en proyecto.

¿Y qué servían todos estos paliativos de un regalismo caduco ante la revolución armada con título de Milicia urbana y regimentada en las sociedades secretas, único poder efectivo por aquellos días? Lo que se quería no era la reducción, sino la destrucción de los conventos, y no con juntas eclesiásticas de jansenistas trasnochados, sino con llamas y escombros, podía saciarse el furor de las hienas revolucionarias. Destruir los nidos para que no volvieran los pájaros, era el grito de entonces. Nadie sabe a punto fijo, o nadie quiere confesar, cuál era la organización de las logias en 1834; pero en la conciencia de todos está, y Martínez de la Rosa lo declaró solemnemente antes de morir, que la matanza de los frailes fue preparada y organizada por ellas. De ninguna manera basta esto para absolver al Gobierno moderado que lo consintió y lo dejó impune, por debilidad más que por conveniencia; pero sí basta para explicar el admirable concierto con que aquella memorable hazaña liberal se llevó a cabo. Quien la atribuye al terror popular causado por la aparición del cólera el día de la Virgen del Carmen de 1834, o se atreve a compararla con el proceso degli untori de Milán y a llamarla movimiento popular, tras de denigrar a un pueblo entero, cuyo crimen no fue otro que la flaqueza ante una banda de asesinos pagados, miente audazmente contra los hechos, cuya terrible y solemne verdad fue como sigue.

La entrada de don Carlos en Navarra y los primeros triunfos de Zumalacárregui habían escandecido hasta el delirio los furores de los liberales, quienes, descontentos además de la tibieza del Gobierno y de las leves concesiones del Estatuto, proyectaron en sus antros tomarse la venganza por su mano y precipitar la revolución en las calles, ya que caminaba lenta y perezosa en las regiones olímpicas. El cólera desarrollado con intensidad terrible en la noche del 15 de julio (día de la Virgen del Carmen) les restó fácil camino para sus intentos, comenzando a volar de boca en boca el absurdo rumor, tan reproducido en todas las epidemias, sin más diferencia que en la calidad de las víctimas, de que los frailes envenenaban las aguas. Acrecentóse la crudeza de la epidemia el día 16, y el 17 estalló el motín, tan calculado y prevenido, que muchos frailes habían tenido aviso anticipado de él, y el mismo Martínez de la Rosa, antes de partir para La Granja, había tomado algunas disposiciones preventivas, concentrando los poderes de represión en manos del capitán general San Martín, tenido por antirrevolucionario desde la batalla de las Platerías y la jornada de 7 de julio de 1822.

Tormentosa y preñada de amagos fue la noche del 16. Por las cercanías de los Estudios de san Isidro oíase cantar a un ciego al son de la guitarra:

Muera Cristo,
viva Luzbel;
muera don Carlos,
viva Isabel.


Amaneció, al fin, aquel horrible jueves, 17 de julio, día de vergonzosa recordación más que otro alguno de nuestra historia. Las doce serían cuando cayó la primera víctima, acusada de envenenar las fuentes. Otro infeliz, perseguido por igual pretexto, buscó refugio en el Colegio Imperial, y en pos de él penetraron los asesinos al dar las tres de la tarde. Lo que allí pasó no cabe en lengua humana y la pluma se resiste a transcribirlo. En la portería del Colegio Imperial, en la calle de Toledo, en la de Barrionuevo, en la de los Estudios, en la plaza de san Millán, cayeron, a poder de sablazos y de tiros, hasta dieciséis jesuitas, cuyos cuerpos, acribillados de heridas, fueron arrastrados luego con horrenda algazara y mutilados con mil refinamientos de exquisita crueldad, hirviendo a poco rato los sesos de alguno en las tabernas de la calle de la Concepción Jerónima. Uno de los asesinados era el padre Artigas, el mejor o más bien el único arabista que entonces había en España, maestro de Estébanez Calderón y de otros.

Los restantes jesuitas, hasta el número de sesenta, se hallaban congregados en la capilla doméstica haciendo las últimas prevenciones de conciencia para la muerte, cuando sable en mano, penetró en aquel recinto el jefe de los sicarios, quien, a trueque de salvar a uno de ellos, que generosamente persistía en seguir la suerte de los otros, consintió en dejarlos vivos a todos, ordenando al grueso de los suyos que se retirasen y dejando gente armada en custodia de las puertas.

Eran ya las cinco de la tarde, y el capitán general, como quien despierta de un pesado letargo, comenzaba a poner sobre las armas la tropa y la Milicia urbana. ¡Celeridad admirable después de dos horas de matanza! Y ni aun ese tardío recurso sirvió para cosa alguna, puesto que los asesinos, dando por concluida la faena de los Reales Estudios, se encaminaron al convento de dominicos de santo Tomás, en la calle de Atocha, y, allanando las puertas, traspasaron a los religiosos que estaban en coro o les dieron caza por todos los rincones del convento, cebando en los cadáveres su sed antropofágica. Entonces se cumplió al pie de la letra lo que del Corpus de sangre de Barcelona escribió Melo: "Muchos, después de muertos, fueron arrastrados, sus cuerpos divididos, sirviendo de juego y, risa aquel humano horror, que la naturaleza religiosamente dejó por freno de nuestras demasías; la crueldad era deleite; la muerte, entretenimiento, a uno arrancaban la cabeza (ya cadáver), le sacaban los ojos, cortábanle la lengua y las narices; luego, arrojándola de unas en otras manos, dejando en todas sangre y en ninguna lástima, les servía como de fácil pelota; tal hubo que, topando el cuerpo casi despedazado, le cortó aquellas partes cuyo nombre ignora la modestia y, acomodándolas en el sombrero, hizo que le sirviesen de torpísimo y escandaloso adorno". Mujeres desgreñadas, semejantes a las calceteras de Robespierre o a las furias de la guillotina, seguían los pasos de la turba forajida para abatirse, como los cuervos, sobre la presa. Al asesinato sucedió el robo que las tropas, llegadas a tal sazón y apostadas en el claustro, presenciaron con beatífica impasibilidad. Solo tres heridos sobrevivieron a aquel estrago.

De allí pasaron las turbas al convento de la Merced Calzada, plaza del Progreso, donde hoy se levanta la estatua de Mendizábal. Allí rindieron el alma ocho religiosos y un donado, quedando heridos otros seis.


(Continues...)

Excerpted from Historia De Los Heterodoxos Españoles. Libro VIII by Marcelino Menéndez Y Pelayo. Copyright © 2016 Red ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
LIBRO OCTAVO, 9,
CAPÍTULO I. POLÍTICA HETERODOXA DURANTE EL REINADO DE DOÑA ISABEL II, 11,
CAPÍTULO II. ESFUERZOS DE LA PROPAGANDA PROTESTANTE DURANTE EL REINADO DE DOÑA ISABEL. II. OTROS CASOS DE HETERODOXIA SECTARIA, 89,
CAPÍTULO III. DE LA FILOSOFÍA HETERODOXA DESDE 1834 A 1868, Y ESPECIALMENTE DEL KRAUSISMO. DE LA APOLOGÉTICA CATÓLICA DURANTE EL MISMO PERÍODO, 124,
CAPÍTULO IV. BREVE RECAPITULACIÓN DE LOS SUCESOS DE NUESTRA HISTORIA ECLESIÁSTICA, DESDE 1868 AL PRESENTE, 196,
EPÍLOGO, 273,
LIBROS A LA CARTA, 281,

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