Paperback(Spanish-language Edition)

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Overview

Castaway on an uninhabited island, Abel, a very civilized mouse, finds his resourcefulness and endurance tested to the limit as he struggles to survive and return to his home. In Spanish.


Product Details

ISBN-13: 9780374442859
Publisher: Square Fish
Publication date: 10/24/1996
Edition description: Spanish-language Edition
Pages: 128
Sales rank: 896,387
Product dimensions: 5.23(w) x 7.62(h) x 0.34(d)
Language: Spanish
Lexile: 910L (what's this?)
Age Range: 8 - 12 Years

About the Author

William Steig (1907-2003) was a cartoonist, illustrator and author of award-winning books for children, including Shrek!, on which the DreamWorks movies are based; the Caldecott Medal-winner Sylvester and the Magic Pebble; The Caldecott Honor book The Amazing Bone; and the Newbury Honor Books Abel's Island and Doctor De Soto. Stieg also published thirteen collections of drawings for adults, including The Lonely Ones, Male/Female, and Our Miserable Life.

Read an Excerpt

CHAPTER 1

A principios del mes de agosto de 1907, año primero de su matrimonio, Abel y Amanda fueron de excursión al bosque que había a poca distancia de la ciudad donde residían. El cielo estaba nublado, pero Abel no creyó que fuera a ser tan desconsiderado como para ponerse a llover cuando a él y a su bella esposa les apetecía salir de paseo.

Hicieron una merienda muy agradable en el bosque sin sol, repartiéndose delicados sandwiches de queso blando y berros, acompañados de huevos de codorniz cocidos, cebollas, aceitunas y caviar negro. Brindaron el uno por el otro, y también por todo lo demás, con un champán de color brillante puesto a refrescar en un cubo de hielo. Luego jugaron una alegre partida de croquet, riéndose sin mucho motivo, y siguieron riéndose mientras descansaban sobre una alfombra de musgo.

Cuando aquel plan de broma empezó a aburrirles, Amanda se sentó a leer debajo de un helecho y Abel se fue a dar una vuelta. Iba paseando por entre los árboles y admirando el verdor cuando, al alzar la vista, vio un grupo de margaritas apiñadas, que parecían estrellas gigantescas, y decidió cortar una para regalarle a su esposa una bonita sombrilla.

Sonreía ya pensando en la gracia que le haría a Amanda lo que le iba a decir al sostener la flor sobre su cabeza. Escogió una margarita perfecta y, sacando el pañuelo para no mancharse con la savia, cortó cuidadosamente el tallo con la navajita que llevaba.

Con la margarita al hombro, volvió derecho a donde estaba su esposa, muy complacido consigo mismo. De repente empezó a soplar un viento fuerte, y cayeron algunas gotas de lluvia, escurriéndose por donde podían entre el follaje. Costaba trabajo sujetar la flor.

Su esposa estaba debajo del helecho, exactamente en el mismo sitio donde la había dejado, enfrascada en las peripecias de su libro.

— ¡Traigo una cosa para ti! — dijo Abel, levantando la punta del helecho.

Amanda alzó la vista y le miró con los ojos muy abiertos y cara de asombro, como si, inexplicablemente, una página impresa se hubiera transformado en su marido. Una brusca ráfaga de aire arrancó la margarita de la pata de Abel.

— Está lloviendo — observó Amanda.

— ¡Ya lo creo que sí! — dijo Abel indignado en el mismo momento en que la lluvia empezaba a caer más fuerte; y mientras intentaban recoger sus cosas arreció aún más.

Se acurrucaron debajo de la chaqueta de Abel, él ofendido por la falta de consideración del tiempo, ella preocupada, y los dos confiando en que escamparía pronto. Pero no escampó. Cada vez llovía más fuerte.

Cansados de esperar y de preguntarse de dónde saldría toda aquella agua, decidieron arriesgarse. Cubiertos con la chaqueta, pusieron rumbo a casa, dejando allí las cosas de la merienda, pero con el viento de cara casi no podían avanzar. Por aquí y por allá estallaban truenos furiosos y relámpagos cegadores.

— ¡Querida — gritó Abel —, tenemos que refugiarnos en cualquier sitio, donde sea!

Dejaron de marchar contra el viento y emprendieron una carrera alocada en la misma dirección que él. Apretados el uno contra el otro, corrieron, o más bien se dejaron arrastrar por el vendaval a través del bosque, hasta llegar frente a un peñasco enorme que relucía bajo el martilleo incesante de la lluvia. Ya no podía el viento empujarles más allá.

El refugio que habían buscado estaba muy cerca.

— ¡Suban! — les llamaron unas voces — ¡Suban aquí!

Abel y Amanda alzaron la vista. A poca distancia por encima de ellos vieron la boca de una cueva, por donde asomaban varias caras peludas. Treparon juntos hasta la cueva, a donde llegaron muy aliviados y sin aliento.

CHAPTER 2

La cueva estaba llena de animales que habían tenido la suerte de encontrar aquel asilo, y hablaban entre sí animadamente. Había varios ratones conocidos de Abel y Amanda, y una familia de sapos que les habían presentado en un carnaval; de los demás no conocían a nadie. En un rincón estaba apartada una comadreja, rezando sus oraciones una y otra vez.

Abel y Amanda recibieron la bienvenida de todos, y unos y otros se felicitaron. La tormenta rugía como si se hubiera vuelto completamente loca. Los mojados ocupantes de la cueva se apiñaban en la entrada abovedada, como actores que hubieran representado ya sus papeles y pudieran ahora contemplar el resto de la función desde los bastidores. La tormenta se estaba convirtiendo en un verdadero huracán vociferante. Árboles gigantescos se doblaban bajo las furiosas ráfagas, las ramas se partían, retumbaban los truenos y los rayos zigzagueaban desatados sobre el cielo oscuro y lleno de vapores.

Abel y Amanda estaban en la primera fila del grupo, fascinados por el temible espectáculo. Amanda estiraba la cabeza para ver cómo se venía abajo un roble, cuando de pronto el viento le arrancó el pañuelo de gasa que llevaba al cuello, y aquella malla de tejido vaporoso salió volando como un fantasma de la boca de la cueva. Abel se quedó horrorizado, como si fuera la propia Amanda lo que el viento le arrebataba violentamente.

Sin pensarlo un instante, se arrojó al exterior. En vano trató Amanda de detenerle, gritando: «¡Abelardo!» Siempre le llamaba por su nombre completo cuando le parecía que estaba haciendo alguna tontería. Él no hizo caso y se escurrió por la peña abajo.

El pañuelo se había enganchado en una zarza y de allí lo rescató Abel, pero cuando quiso volver a subir con su trofeo, el viento le tumbó y le revolcó en el suelo como si fuera un milano, con el pañuelo de su amada cogido en la pata. Indefenso, incapaz de resistirse siquiera, encogió la cabeza y se dejó llevar por el torbellino, confuso y aturdido.

Sabe Dios cuánto trecho recorrió de esa manera, o con cuántas piedras fue haciendo carambola a su paso. No pensaba nada. Sólo sentía que todo estaba oscuro, mojado y barrido por el viento, y que él iba arrastrado de aquí para allá en un mundo que había perdido los buenos modales, y en una dirección que, por lo que él podía observar, no era ni norte, ni sur, ni este, ni oeste, sino hacia donde al viento le apeteciera soplar; y lo único que él podía hacer era esperar hasta ver qué decidía el vendaval.

Éste decidió arrojarle contra un clavo enorme, al que se agarró con todas sus fuerzas. El clavo salía de un trozo de tabla que en otros tiempos había formado parte de la casa de un animal grande y que ahora estaba incrustado en una hondonada llena de grava. Abel se aferró al clavo y al pañuelo de Amanda, luchando contra el viento, cuya fuerza pareció aumentar ahora que ya no se dejaba llevar por él.

La tromba de aire húmedo que pasaba azotándolo todo hacía difícil respirar. Abel se guardó el pañuelo de Amanda en el bolsillo interior y metió la cabeza debajo de la chaqueta. Pronto se vio metido hasta las ancas en un arroyo que iba subiendo de nivel. La lluvia había llenado la hondonada, y una oleada de agua y barro soltó la tabla de sus amarras de grava. Abel empezó a navegar con la corriente, girando de acá para allá, aporreado por un billón de balas de lluvia. Ya no le sorprendía nada de lo que ocurriese. Le resultaba todo tan familiar como sus peores pesadillas.

Era ya noche cerrada. No veía nada, ni siquiera la pata que tenía puesta delante de la cara, pero sabía que se estaba moviendo velozmente a bordo de su tabla. Pronto notó que estaba en un río. En aquella inmensa oscuridad sólo oía el viento y, por todas partes, la lluvia cayendo sobre el agua.

Poco a poco se fue destacando un sonido nuevo, el murmullo de aguas revueltas. El bote se dirigía hacia aquel ruido, que fue creciendo hasta convertirse en un tremendo rugido. Entonces, sin previo aviso, el bote se inclinó en vertical y se desplomó sobre algo que a Abel le pareció ser sin duda una cascada. Abajo, hundido hasta el fondo, tuvo que luchar para no ahogarse; luego, todavía abrazado a su clavo, ascendió lentamente a la superficie y se encontró en un remolino de aguas agitadas, boqueando para coger aire. Nunca se había visto tan maltratado. ¿Cuánto tiempo duraría aquello? ¿Cuánto tiempo podría soportarlo?

Como en respuesta a su pregunta, su embarcación dio otro salto, y Abel se vio de nuevo sacudido, zarandeado y vapuleado por la corriente que se retorcía impetuosa. El bote volcó, luego se puso otra vez del derecho y empezó a voltear sobre sí sin parar; cada vez que el exasperado Abel sacaba la cabeza del agua, tragaba una boqueada de aire pensando que posiblemente fuera la última. Su capacidad de resistencia le asombraba.

De repente, ¡paf!: ya no se movió más. Su embarcación se había empotrado contra una masa dura. En aquella oscuridad, Abel no tenía ni idea de dónde estaba: podía ser cualquier sitio mojado y azotado por el viento. Sentía el agua pesada que corría vertiginosa a su alrededor, tirándole de la ropa. Empapado, aterido, exhausto, seguía aferrado al clavo, pero las aguas que le aplastaban contra él le permitieron aflojar las patas, y fue un alivio.

El viento seguía aullando, la lluvia seguía cayendo a cántaros, el río seguía rugiendo furioso, pero Abel se sintió llegado a puerto. Momentáneamente amarrado, dondequiera que fuese, pudo pensar en Amanda. Sin duda estaba segura en la cueva, entre amigos. Estaría preocupada por él, naturalmente, pero él regresaría junto a ella en cuanto pudiera. Aquella era la experiencia más extraña de su vida. Nunca la olvidaría ... nunca ... nunca ... Pero por el momento la olvidó. Un sueño piadoso envolvió sus sentidos.

Se durmió hecho una rosca alrededor del clavo herrumbroso, mientras el viento y la lluvia apaleaban su joven cuerpo cansado.

CHAPTER 3

Catorce horas estuvo durmiendo Abel. Cuando abrió los ojos, se sobresaltó al ver que no estaba donde debía, es decir, en la cama con su esposa Amanda. Allí no había ninguna esposa, ni había paredes. Sólo una luminosidad deslumbrante, en un paisaje como jamás había visto. Era media tarde.

Como sucede siempre después de un huracán, la atmósfera estaba clara como el cristal. Abel pudo entonces ver su bote, el trozo de tabla con el clavo herrumbroso que probablemente le había salvado la vida. Había quedado encajado entre las ramas más altas de un árbol, que en su mayor parte estaba sumergido en el río. Por arriba se extendía un interminable azul cerúleo. Por abajo el agua corría veloz, centelleante como champán al sol. Abel estaba rodeado de agua por todas partes, pero un poco más allá, por la derecha y por la izquierda, otros árboles asomaban por encima de la superficie, y pasados los árboles el terreno se alzaba por uno y otro lado en colinas boscosas. Girando la cabeza, vio a su espalda la cascada por donde se había precipitado.

Su árbol parecía estar en mitad del río. No había duda de que aquello era una isla. La lluvia debía haber cesado poco después de que él se durmiera, y durante ese tiempo la inundación había llegado a su nivel más alto. Ya había descendido un poco, pues de otro modo Abel no estaría a tanta altura sobre el agua. Cuando el río descendiera más, podría bajar a tierra firme.

Se puso de pie, estirándose, y no pudo evitar una mueca de dolor; le dolían todos los músculos. Tuvo que volver a sentarse. Le habría gustado que Amanda estuviese con él, o mejor aún, él con ella. Por lo que podía observar, aparte de los árboles era el único ser vivo hasta donde se extendía el horizonte. Con toda la fuerza de sus pulmones soltó un «Ho-la-a-a-a», y luego escuchó atentamente. No hubo ninguna respuesta, ni siquiera un eco.

El estado de su ropa le molestó. Húmeda y apelotonada, había perdido toda su elegancia. Habría que corregir aquello cuanto antes. Se quedó mirando a lo lejos y empezó a hacer cábalas. «Todos se están preguntando dónde estoy, sin duda. Se lo estarán preguntando muchos a quienes ni siquiera conozco. Por supuesto que ya se ha corrido la voz de que Abelardo Hassam di Chirico Pedernal, de la familia de los Pedernales, de Musgania, se ha perdido.»

Era muy doloroso pensar en la pena y la intranquilidad que su ausencia estaría causando a los suyos. Seguro que se habrían formado equipos de búsqueda, pero no andarían por allí cerca, ni mucho menos. ¿Cómo se les iba a pasar siquiera por la imaginación lo que había ocurrido: que, por pura chiripa, la lluvia había formado un riachuelo alrededor de una especie de bote al que había ido a parar accidentalmente; que ese riachuelo, al aumentar de volumen, le había conducido a un arroyo, el arroyo a un río, el río le había despeñado por una cascada, y que ahora estaba donde estaba, subido con su bote a la copa de un árbol, sobre una isla de no se sabía qué río?

Cuando las aguas se retirasen, bajaría y volvería a casa ... ¡y menuda historia tendría para contar! Mientras tanto, le habría gustado tener algo que comer: una tortilla de champiñón, por ejemplo, con pan tostado y mantequilla. Estar hambriento, además de incomunicado de aquel modo, eran ya demasiados males a la vez. Sin darse cuenta mordisqueó una ramita del árbol. ¡Hombre, si era abedul, uno de sus sabores preferidos! Con ese gusto familiar, aquella percha en mitad de lo desconocido se le hizo un poquito más hogareña.

Masticó la corteza de un brote verde y tierno, llenándose los carrillos de pulpa y jugo. Estaba comiendo. Allí sentado, pensó, con cierta vanidad, que tenía fuerzas, valor e inteligencia bastantes para sobrevivir. Sus ojos se velaron y se durmió otra vez.

CHAPTER 4

Abel se despertó muy de mañana, sintiéndose como nuevo después de su segundo sueño reparador. Fue agradable estirarse. En seguida notó que el paisaje había cambiado. Había árboles en la vecindad, todo alrededor. Su bote había sido detenido por uno que sobresalía por encima de los demás, cerca de la orilla del río.

Mirando hacia abajo, vio que la mayor altura de su árbol se debía no sólo a su tamaño, sino también a que crecía sobre un promontorio rocoso. Las aguas habían vuelto a su nivel habitual. En muchos sitios la hierba estaba aplastada, medio enterrada en sedimentos y grava. Por lo demás, parecía un mundo normal.

Trepó hasta la punta más alta del árbol y estudió el panorama desde allí. Efectivamente, estaba en una isla. Por encima de la cascada se veía la parte alta del río, que abajo se dividía en dos brazos alrededor de la isla; Abel estaba junto a uno de esos brazos, y entre los árboles divisaba el del otro lado; bastante más abajo, se veía donde volvían a unirse. No había nadie a la vista.

Ya iba siendo hora de volver a casa. Empezó a descender por el abedul, y al momento siguiente se encontró riendo como un bobo. ¡Estaba bajándose de un árbol al que no había subido! Eso le haría gracia a Amanda: tenía un sentido del humor casi tan agudo como el suyo.

¡Qué gusto volver a pisar tierra firme! Hizo unas cuantas flexiones rápidas con las rodillas y corrió alrededor del árbol, sólo por el placer de moverse libremente. Luego se sentó en una piedra, con los codos apoyados en las rodillas, y paseó la mirada por el río. A lo mejor los otros ya se habían figurado lo que le había ocurrido, y aparecerían por fin en una barca, o algo así. Esperó, y para entretenerse se puso a tararear fragmentos de su cantata favorita, y a imaginar cómo relataría sus aventuras. Lo haría con mucha sencillez, sobre todo en aquellas partes en que había demostrado más valor y capacidad de resistencia; de abrir mucho los ojos y hacer aspavientos ya se encargarían sus oyentes.

No apareció nadie, y Abel se dio cuenta de que sería mucho pedir. Jamás irían a buscarle allí. Pues bien, tendría que atravesar el río, por un sistema u otro. Corrió al otro lado de la isla; quizá por allí fuera más estrecho. Era más ancho. Regresó, también corriendo. Se quitó los zapatos y los calcetines, se arremangó los pantalones y se metió en el agua para probar la corriente.

No, sería imposible llegar a nado hasta la orilla opuesta, aunque él era buen nadador. El agua llevaba demasiada fuerza. Le estrellaría contra una peña, o le arrastraría al fondo y se ahogaría.

Necesitaba algún tipo de embarcación. ¿Qué tal estaría su tabla con el clavo? Quizá pudiera hacer algo con eso. Trepó al árbol, desatascó la tabla, la tiró abajo y corrió tras ella. La contempló murmurando para sí, mientras se acariciaba, pensativo, un filamento del bigote. ¿Cómo se podría manejar aquel tosco pedazo de madera? ¡Con un timón! Si mantenía el timón en un ángulo agudo, poco a poco el bote se iría acercando a la orilla opuesta. Por ese procedimiento aprovecharía la fuerza de la corriente en beneficio propio.

(Continues…)


Excerpted from "La Isla De Abel"
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Copyright © 1976 William Steig.
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