Vía Crucis II

La Segunda parte de Vía Crucis narra el esplendor y la caída de los hacendados cafetaleros cubanos a través de una familia de inmigrantes. La historia se desarrolla durante el período revolucionario de 1868-1878. Muestra los infortunios de la sociedad cubana desde el grito de Yara hasta el Pacto del Zanjón.
Emilio Bacardí respiró el trasfondo histórico que expone en su obra. Fue un testigo directo de aquella etapa de lucha independentista, en la ciudad de Santiago de Cuba.
El narrador construye con eficaz sutileza retratos de personajes en consonancia con sus situaciones y sus conflictos contextuales. Disecciona a sus protagonistas y describe la situación moral y material de Cuba durante la Guerra de los Diez Años.
En la  Segunda parte  de Vía CrucisEmilio Bacardí continúa su lectura de la realidad histórica cubana. Lo hace con la fría exactitud y la precisión de un historiador y responde a las exigencias de la novela histórica de su época.

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Vía Crucis II

La Segunda parte de Vía Crucis narra el esplendor y la caída de los hacendados cafetaleros cubanos a través de una familia de inmigrantes. La historia se desarrolla durante el período revolucionario de 1868-1878. Muestra los infortunios de la sociedad cubana desde el grito de Yara hasta el Pacto del Zanjón.
Emilio Bacardí respiró el trasfondo histórico que expone en su obra. Fue un testigo directo de aquella etapa de lucha independentista, en la ciudad de Santiago de Cuba.
El narrador construye con eficaz sutileza retratos de personajes en consonancia con sus situaciones y sus conflictos contextuales. Disecciona a sus protagonistas y describe la situación moral y material de Cuba durante la Guerra de los Diez Años.
En la  Segunda parte  de Vía CrucisEmilio Bacardí continúa su lectura de la realidad histórica cubana. Lo hace con la fría exactitud y la precisión de un historiador y responde a las exigencias de la novela histórica de su época.

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Vía Crucis II

Vía Crucis II

by Emilio Bacardi Moreau
Vía Crucis II

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La Segunda parte de Vía Crucis narra el esplendor y la caída de los hacendados cafetaleros cubanos a través de una familia de inmigrantes. La historia se desarrolla durante el período revolucionario de 1868-1878. Muestra los infortunios de la sociedad cubana desde el grito de Yara hasta el Pacto del Zanjón.
Emilio Bacardí respiró el trasfondo histórico que expone en su obra. Fue un testigo directo de aquella etapa de lucha independentista, en la ciudad de Santiago de Cuba.
El narrador construye con eficaz sutileza retratos de personajes en consonancia con sus situaciones y sus conflictos contextuales. Disecciona a sus protagonistas y describe la situación moral y material de Cuba durante la Guerra de los Diez Años.
En la  Segunda parte  de Vía CrucisEmilio Bacardí continúa su lectura de la realidad histórica cubana. Lo hace con la fría exactitud y la precisión de un historiador y responde a las exigencias de la novela histórica de su época.


Product Details

ISBN-13: 9788490074237
Publisher: Linkgua
Publication date: 05/01/2013
Series: Narrativa , #30
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 134
File size: 793 KB
Language: Spanish

About the Author

Emilio Bacardi Moreau nació, en Santiago de Cuba, el 5 de junio de 1844. Fue el primer alcalde republicano de Santiago de Cuba, elegido en 1901 con el 61% de los votos. En 1906 resultó senador de la república dentro del conservador Partido Moderado, de Domingo Méndez Capote y Tomás Estrada Palma. Sus servicios a su ciudad natal (extendió la electrificación ciudadana y pavimentó gran parte del casco urbano) le valieron el reconocimiento oficial de "Hijo predilecto de Santiago de Cuba"'. Como escritor destacó principalmente por algunas novelas de indudable interés, como Via Crucis y Doña Guiomar. Como historiador, su obra más conocida fue Crónicas de Santiago de Cuba. Al margen de su producción literaria, Bacardí fue muy conocido en su tiempo (y es recordado en la actualidad) por sus labores como industrial, entre las que resulta obligado destacar la fundación de la empresa licorera que lleva su nombre, gran difusora a lo largo de todo el siglo XX de las excelencias del ron cubano

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Via Crucis II


By Emilio Bacardí Moreau

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S. L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9007-725-2



CHAPTER 1

— ¡Mi Señora de lo Dolore! ¡Virgen de la Caridá! — y deshecha en llanto, caído el pañuelo de la cabeza, al aire los mechones blancos de la corta, encrespada y enmarañada cabellera, lánzase Susana a la calle, echa a correr, torna a entrar, vuelve a salir, y batiendo el aire con los brazos, alborota la barriada, y da a conocer a la vecindad la desgracia que la agobia, exclamando a grandes gritos:

¡Mija se muere!

A las voces acuden solícitos los vecinos más cercanos, y la casa se ve invadida en un instante por una multitud que, sin distinción de clases, viene a prestar el auxilio que se le demanda.

¡Mija se muere! — repite Susana a los vecinos que acuden, y les dirige tropelosamente a la alcoba donde yacen, Margarita, cadáver en el lecho, y Magdalena, privada de conocimiento, tirada en el suelo.

— ¡Jesú! ¡Jesu! — prorrumpe a la vista de tal espectáculo, con acento andaluz, una mujer, dirigiéndose presurosa a la niña. Ya junto a ella, se agacha, le alza la cabeza, y agrega afanosa a una de las vecinas:

— ¡Tómela usted por ahí! — indicándole que por los pies; y añade a otra:

— ¡Ayúdeme por acá, por la cintura! Llevémosla fuera de aquí.

— ¡Por acá, mi señora, por acá! — les balbucea Susana, entrecortada por los sollozos, encaminándolas a un cuartito que da al patio, y deprisa, tendiendo un catre, acomoda en él una almohada y hace depositar a Magdalena, que continúa exánime, sin dar señales de vida.

La buena mujer que había exclamado ¡Jesú! y dirigido la operación de llevar a Magdalena lejos del lugar en que yacía muerta su madre, se precipitó a su vez a un militar, su esposo, que, llegando en aquel instante, asomábase al aposento y echaba una ojeada al rígido cuerpo de Margarita, y le dijo:

— Francisco, corre, hijo, llama al asistente, y que vaya volando por un médico ... ¡Ah! En tanto, tráeme la botella de aguardiente de caña — y, sin esperar respuesta, se precipitó de nuevo al lado de Magdalena, le desabrochó el corpiño y la aireó fuertemente con un pañuelo.

— ¡Joseíllo! — se oyó gritar al llamado Francisco.

— ¡Tráete acá la botella del aguardiente, y, volando, al primer doctor que encuentres, que venga!

Entregó a su mujer la botella pedida; vertió ésta un poco del líquido en el pañuelo y se puso a darle fricciones a la enferma en la frente, en las sienes, en las manos y en las sangraduras, tratando de reanimarla con aquello.

— ¡Francisco, sal; vete de aquí! — ordenó la mujer, y encargó a la señora que la auxiliaba en su obra que siguiera desabrochando el vestido y desatara el corpiño, hasta poner al descubierto el pecho de Magdalena.

Pocos momentos después sonó el paso mesurado de un caballo que se detenía a la puerta de la calle, y luego el andar de dos individuos, el uno presuroso y agitado, y el otro tranquilo y reposado.

— ¡Mi teniente, aquí está el físico! — exclamó dirigiéndose a su jefe el asistente, medio sofocado por lo mucho que había corrido.

Resonaban ya las espuelas del doctor en las losetas de la sala, cuando el vecino Francisco, oficial del ejército español, acudió a recibirle diciéndole:

— Por este lado, doctor.

Dejó el doctor el latiguillo y el sombrero de panamá sobre una silla, y encaminóse al aposento que se le indicaba. En la puerta detúvose un instante y contempló brevemente el cuadro aquel de la niña tendida en un catre, rodeada de tres al más caritativas, y de Susana a la cabecera, hecha una lágrima viva, convertidos sus ojos en dos fuentes y pasando suave y cariñosamente sus rugosas manos por la cabellera de Magdalena.

Al ruido de las espuelas levantó la negra la cabeza, y, al ver al doctor, exclamó en francés criollo, yendo diligente a él, como conocidos ya de antaño, y con vibraciones del alma:

¡Docto, Haftemán, sové pitít a mué!

Acercóse el médico al lecho, fijó la mirada en la enferma, tomóle el pulso, abrióle los párpados, contempló las pupilas, auscultó el pecho, y dirigiéndose a Susana le preguntó, en la misma habla, con tranquilo acento:

¿Sa sa pasé ici, Susane?

Susana respondió, entrecortada y tropelosa:

Madam Margrit ... murí ... ató ... mem ... ¡Pitit mué tuyé nan guer! ... Nuvel rivé ató mem ... Pa dromí ... Maladi mamán ... pamangé! ... — y no pudo proseguir.

— Por ahora no es nada. Nu va soveli — contestó el doctor, y hablando a los demás, les dijo —: Déjenla sola, necesita aire — apartó la almohada, pidió un vaso de agua, tomó del bolsillo un cuadernito y un lápiz, redactó rápidamente una receta, y tendiéndola, agregó —: a la botica del Carmen.

Apoderóse de ella el teniente, salió disparado, y diósela al asistente repitiendo, como la otra vez:

— ¡Volando! ¡A la botica del Carmen!

No había transcurrido un cuarto de hora cuando la medicina le fue entregada al doctor Hartmann. Pidió éste una cuchara, y forzando un tanto los apretados dientes de Magdalena, hizo resbalar el líquido en su boca. Un ligero carmín que coloreó sus mejillas y un apretado suspiro fueron las primeras señales de que Magdalena revivía. Mojó el doctor la punta de los dedos en agua y salpicó con ella el rostro de la enferma.

Otro suspiro, un tanto más fuerte, siguió a la aspersión; abrió los ojos, vio al doctor, hizo esfuerzos para incorporarse, volvió a caer en el lecho, y lanzó un grito. Puso Hartmann las dos manos en aquella frente palidísima, y con dulce acento la llamó:

— ¡Magdalena, hija mía!

Entreabrió de nuevo los párpados, y al encontrarse con la mirada del doctor pareció recordar el momento presente, y tomando una mano a Hartmann, llevósela a los labios y rompió en llanto desgarrador, entrecortado por quejidos de dolor intenso.

— Llora, hija mía, llora — y acercándose a ella agregó a su oído palabras que nadie oyó, y a las cuales contestó la niña con voz apenas perceptible:

— Sí ...

Largo momento estuvo junto a la enferma, más contemplándola entristecido que examinando su malestar. Arrancóse por fin a esa situación, y poniéndose de pie, añadió:

— Volveré mañana, Magdalena; descansa — y al salir, yendo a Susana; le indicó, como plan curativo, reposo, alimento y calma completa —. No es nada; ya pasó por ahora — entrególe algún dinero a la fiel criada, y con la autoridad que dan la profesión y la desgracia, encargó al militar y a la señora, que parecían adueñados de la casa, en su calidad de vecinos fronterizos.

— Es preciso que Magdalena no presencie el entierro de su madre.

— Nos encargaremos de ello — respondió aquella buena gente.

La casa fue quedando vacía a instancias del teniente y de su esposa; las recomendaciones del doctor se cumplían por ellos, que imponían silencio, exigían quietud y despedían anticipadamente al vecindario. Alguno, pasado el primer momento de natural congoja, marchábase sin necesidad de indicación. Para ello bastábale asomar la cabeza por la entreabierta puerta del aposento en que reposaba el cadáver de Margarita, persignábase, y se retiraba presto por la impresión de la muerte y por temor al cólera.

Diríase que la noche se había adelantado. El color plomizo del cielo, cubierto por una sola nube uniforme e igual, se resolvía en una llovizna pertinaz y menuda. El piso de las calles se hacía resbaladizo, y la falta de empedrado, el lodo y los charcos, eran motivo bastante para que permanecieran totalmente desiertas y para poner tregua, al mismo tiempo, a la incansable orgía carnavalesca. El estrépito de los mamarrachos, como queja lejana y moribunda, permitía que de vez en vez llegase hasta aquel lugar el son de algún cantar y el golpear de alguna tambora, traídos por ráfagas de aire. El eco de alguna comparsa refugiada en una casa de las orillas, de seres infatigables e indiferentes, se escapaba por puertas y ventanas, yendo a perderse por los ámbitos de la ciudad.

Como un fuego fatuo llevado por el viento, atravesó la calle del Rastro una candela débil y flameante. Un chino con una escalera a cuestas, lleva en la mano derecha un tubo con una mecha encendida, cuyo resplandor atenúa el humo negro que la misma mecha exhala. Detiénese el chino ante un farol de cristales sucios y empañados por el polvo y la llovizna, aplica la escalera a la pared, sube a ella, y después de dar luz al mechero del gas, bájase y prosigue calle abajo, calado e impasible. Es una silueta trágica que representa, en su estoicismo, a la ciudad envuelta en sentimientos totalmente contrarios, fermentos de patriotismo y de crueldad, de miseria y de derroche, de corrupciones brutales y sin límites: los instintos de la guerra la dominan por completo.

La lucecilla de aquel farol que apenas alcanza a envolver en su penumbra un radio limitadísimo, pare aumentar la negrura de la calle con su irradiación en el suelo mojado.

Todo es silencio y tristeza.

La llovizna, en vez de disminuir, aumenta. Los surcos que hacen peor el piso van señalando su intensidad con pequeñas corrientes de agua fangosa, que arrastran consigo sedimentos de basuras de calles nunca barridas y de tierra removida por el tránsito anterior.

Sobre las siete de la noche escuchóse el chirriar de un par de ruedas, faltas de grasa, y el andar difícil de una bestia de carga arrastrando con esfuerzo algo pesado. Restalla el látigo del carretonero estimulando al animal, que resbala por el mal estado de la calle, y acompañan la acción del látigo ¡arres! y más ¡arres! de una garganta enronquecida. Un farolito de petróleo, colgado a la derecha de una de las barras delanteras del carro, donde va también sentado el conductor, anuncia que el carretón de los pobres, La Lola, recorre la calle del Rastro en busca de cadáveres de coléricos para el cementerio.

— ¡Por aquí! ipor aquí! — oyóse decir a una voz afrancesada y temblorosa —. Es aquí, muché — repitió. Y el carro se detuvo a la puerta de la casa de Magdalena.

No hubo grandes reparos, ni pérdida de tiempo, para dejar cumplida la triste misión. El teniente aguardaba; era su presencia respeto bastante para los llevadores de cadáveres, si hubieran faltado a ello por la costumbre en el oficio.

Magdalena, por fortuna, dormitaba bajo la influencia del medicamento. Susana, aunque amodorrada por una somnolencia hija del cansancio y de las penas, cerró la puerta de la habitación, y, toda temblorosa, fue a envolver en una sábana, lo mejor posible, los restos de su ama. Dos gruesas lágrimas que surcaron sus mejillas fueron la única explosión de sus sentimientos.

Los cargadores tomaron el cadáver, el uno por los pies y el otro por la cabeza; el cuerpo formó una especie de arco; salieron a la calle, y ayudados por el que les había avisado, empujaron bruscamente dentro del carretón el cadáver de Margarita, que quedó descansando sobre tres coléricos más que llevaba el carro. Hubo que hacer fuerza para rodar el cuerpo sobre los demás, y, a la presión, se sintió un escape de aire fétido y comprimido.

Restalló de nuevo el látigo para arrear a la mula; en la calle, sin poderse contener, soltó el conductor una interjección soez, y, animando a la bestia para salir pronto del paso, forzóla a un trote largo, rumbo al cementerio, dando tumbos y resbalando cadáveres, mula y carretón. Al partir resonó otra imprecación iracunda del carretonero:

— ¡Mal rayo parta a esta noche tan cochina! — y escuchóse durante algún rato el restallar del látigo y las injurias soeces a la bestia, a la noche, a las gentes y a la guerra.

¡Adieu, madam! — dijo desde la puerta de la casa Susana, al perderse en la oscuridad el carretón fúnebre.

¡Adieu, madam! — respondió a su lado la voz afrancesada y temblorosa, a cuyo acento, vuelta Susana, respondió la misma fiel negra, agradecida y sollozando:

¡Merci, Teodulo; que bon Gé peyeú!

CHAPTER 2

La Capitanía General, con residencia en La Habana, había ordenado que la Plana mayor, y, con ella, las oficinas de los batallones en campaña, residiesen en la capital de los Departamentos en cuyos territorios operaban; y esta medida había traído, como consecuencias, el aumento de residentes, carencia de casas habitables y subida de los alquileres.

Con las oficinas venían, además de los oficiales de que se componían, las familias de éstos, unas naturales de la Isla y otras nacidas en la Península. A estas últimas, ni el temor al charco ni el miedo al vómito negro habían sido bastante para arredrarlas, y siguieron alegremente a los Cuerpos expedicionarios, sin darse cuenta de los riesgos en perspectiva, y pensando, como se propalaba entonces en España, que la guerra de Cuba era una merienda de negros que estaba a punto de terminar.

Hacía unos seis meses que el teniente Francisco Garriga, habilitado del batallón de San Quintín, acompañado de su esposa, María García, procedentes de La Habana, habían alquilado, en la calle del Rastro, frente a la familia Delamour, una casita que, después de mucho buscar, les convino por la modicidad del alquiler. La paga andaba muy atrasada para poder exigir algo mejor, y halláronse a poco satisfechos de la vivienda, tanto por la tranquilidad del barrio cuanto por el poco gasto que les representaba.

Él era hijo de Madrid, oficiar de colegio, y ella una sevillana, no de gran belleza, pero sí de simpatía cautivadora, que, dándose pronto cuenta de la vecindad que la rodeaba, supo hacerse de amigas, encariñándose, sobre todo, con Magdalena, tanto por su aislamiento y su modestia, cuanto por su triste historia, que supo a los pocos días de conocer a la pobre joven.

Vio en la familia Delamour a una niña hacendosa, siempre triste y desviviéndose por aliviar la suerte de su madre, Margarita; vio a una negra envejecida en el servicio y consagrada, a pesar de los años, a una religión: fidelidad a sus amos; vio a Margarita, transparente, sobrellevando la vida, como el presidiario la cadena al pie, y, obtenido el asentimiento de su esposo, bueno como ella, convirtióse en la providencia de aquella trinidad que solo sabía suspirar y llorar.

Supo más tarde que eran mambises, y se le dijo que Pablito estaba en la insurrección.

— ¿Y qué? — repetía con su corazón de mujer sensible. Y con una delicadeza y tacto especiales, jamás fueron sus socorros sino pequeños obsequios a las horas de las comidas, evitando así herir la delicadeza de aquella pobre gente.

— Joseíllo, llévale a doña Margarita esta botella de vino que he recibido de mi tierra, ¿entiendes?

— Susana, dígale a la señora que pruebe este guiso que acabo yo misma de hacer con mis propias manos — y así, cosa tras cosa, logró que tuviesen relativo bienestar por ese lado.

Algunas veces, Garriga, al llegar de la oficina, hallaba la casa sola con el asistente.

— ¿Y la señora?

— Allí enfrente — y cruzaba, a su vez, para preguntar, en tono de chanza —: ¿Habrán ustedes visto, por casualidad, por aquí a la mujer de un oficial, que anda perdida? — y ella, al escucharle, le salía al encuentro con un mohín y un:

— ¡Anda, tonto! — se marchaban juntos a su choza, como designaban su casa, y en ésta, le tocaba a él agregarle a veces:

— Oye, mujer, ¿sabes una cosa? que me parece que te me has vuelto una gran mambisa — y atrayéndola, le tomaba la cabeza con ambas manos, mirábala de hito en hito, y él mismo se respondía a su interrogación —: ¡Anda, cielo! — y cogidos de los brazos, como dos niños juguetones, sentábanse a la mesa, riendo, charlando y repitiendo lo que cada cual, en su círculo, había recogido de la ciudad.


(Continues...)

Excerpted from Via Crucis II by Emilio Bacardí Moreau. Copyright © 2015 Red Ediciones S. L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
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CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 7,
SEGUNDA PARTE. MAGDALENA,
LIBROS A LA CARTA, 133,

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