Viajes de un colombiano por Europa II

Viajes de un colombiano por Europa II

by José María Samper Agudelo
Viajes de un colombiano por Europa II

Viajes de un colombiano por Europa II

by José María Samper Agudelo

eBook

$3.99 

Available on Compatible NOOK devices, the free NOOK App and in My Digital Library.
WANT A NOOK?  Explore Now

Related collections and offers

LEND ME® See Details

Overview

En este libro Samper, hombre de letras de Colombia, relata sus viajes, en pleno siglo XIX, por España, Gran Bretaña, Francia, Suiza y Alemania.

Product Details

ISBN-13: 9788498978681
Publisher: Linkgua
Publication date: 08/31/2010
Series: Historia-Viajes , #361
Sold by: Bookwire
Format: eBook
Pages: 358
File size: 995 KB
Age Range: 11 - 18 Years
Language: Spanish

About the Author

José María Samper Agudelo (1828-1888) (Colombia. Honda, 31 de marzo de 1828-Anapoima, Cundinamarca, julio 22 de 1888). Participó en la vida política, económica y social del siglo XIX en Colombia. Ejerció el periodismo, y escribió poemas, dramas, comedias y novelas. Fue asimismo, un viajero apasionado.

Read an Excerpt

Viajes de un Colombiano por Europa II


By José María Samper

Red Ediciones

Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.
All rights reserved.
ISBN: 978-84-9953-653-8



CHAPTER 1

DE PARÍS A GINEBRA


La Francia centro-oriental. Los paisanos franceses. Las campiñas bresanas. La vuelta del vencedor

El Sol de julio doraba con sus tibios y alegres rayos matinales los pabellones de las magníficas arboledas, las cúpulas y torres de los altos monumentos y el enjambre desigual de los techos de pizarra, que se destacaban sobre las plazas y calles todavía silenciosas de París. Apenas comenzaba a despertar la ilustre metrópoli de su sueño de estío, cuando entrábamos a la inmensa estación o embarcadero del ferrocarril que conduce a Lyon y el Mediterráneo. Tal debía ser nuestra vía para penetrar a Suiza por el lado meridional, y visitar la Saboya del norte, país pintoresco, montañoso y esencialmente estratégico que después ha sido el objeto de una complicación para la diplomacia europea.

Al subir a un vagón del tren, mi esposa me decía con dulce confianza: «Por fin vamos a visitar ese país de las montañas y los lagos, el padre de casi todos los grandes ríos del continente europeo. Eso nos producirá emociones que nos harán evocar a cada momento la imagen querida de la patria» ...

La vía férrea, en su primera mitad, era la misma que yo había tomado, algunos meses antes, para ir a España, y debíamos seguirla hasta Macón, torciendo de allí hacia el este, en dirección al Ródano central y Ginebra. Teníamos que atravesar algunos de los departamentos más vinícolas de Francia y, en las cercanías del Ródano, después de cortar la estrecha hoya del «Ain», una comarca pintoresca, entrecortada por los estribos y contrafuertes más meridionales del Jura. Aquellos departamentos, surcados por la vía férrea en extensión muy desigual, eran:

El del «Sena», con 1.727.000 habitantes, cuyas siete octavas partes constituyen la población de París;

El de «Sena y Marna» con 341.000, que tiene por capital a la graciosa y pequeña ciudad de Melun.

El del «Yona», con 368.000, que cuenta algunas villas y ciudades bastante industriales, como Auxerre (la capital), Sens, Joigny, Tonnerre, etc.

Después la vía sale de la hoya del Sena para pasar a la del Saona, de modo que se sirve sucesivamente del curso de valles que se inclinan, en opuestos sentidos, hacia el canal de la Mancha y el Mediterráneo. De esa manera el ferrocarril sigue por los departamentos de:

La «Costa de oro», con 386.000 habitantes, centro principal da la antigua Borgoña, teniendo por capital a Diyon («Dijon»), ciudad tan interesante por sus monumentos y su historia como por su movimiento social.

El de «Saona y Loira», con 575.000 almas, no menos importante que el anterior por sus vinos, y cuya capital es Macón.

Por último, el del «Ain», con 370.000 habitantes, capital la ciudad de Burgo o Villa («Bourg»), antiguo centro administrativo de la provincia de «Bresa» («Bresse»); comarca que se extiende entre el Saona, el Ródano y las montañas del Jura, partiendo límites con los cantones helvéticos de Ginebra y Vaud y la alta Saboya, o Saboya septentrional, hoy departamento francés.

Quiso la fortuna que nuestro primer día de viaje fuese favorable al natural deseo de recoger impresiones, siquiera fuese al pasar. Aguardábase al emperador de los franceses, quien volvía de su campaña de Italia, ese episodio extraño, grandioso por sus formas y contradictorio en su objeto y resultados. Napoleón III venía de Italia vencedor y vencido al mismo tiempo: vencedor en las batallas; vencido después en el terreno diplomático, caliente todavía la atmósfera con el fuego terrible de «Solferino». Pero los pueblos, que jamás juzgan la política sino por las apariencias — sobre todo los que tienen la candidez campestre —, no sabían de la guerra de Italia sino dos cosas: que los franceses, sus compatriotas y hermanos, se habían batido heroicamente, según su costumbre, y eran los vencedores, y que su jefe, el emperador, volvía a recibir las ovaciones del triunfo.

Donde quiera, desde Macón hasta adelante de Bourg, se veían los más curiosos grupos de paisanos, resaltando en los cuadros pintorescos y risueños de las pequeñas poblaciones o las estaciones del ferrocarril, rodeadas de enanos sauces de ampuloso follaje, huertos y jardines, viñedos escalonados en las faldas de las colinas, lucientes praderas y plantaciones de cereales. Se veía bien que las autoridades habían trabajado con actividad en preparar recepciones oficiales con honores de «populares», como acontece donde quiera. En toda la línea se ostentaban bosques de banderas, arcos de triunfo, alegres y vistosos pabellones, escudos de armas y trofeos, inscripciones y medios de iluminación. Aquello nada tenía da curioso, porque era artificial: era una fiesta de subprefectos y alcaldes principalmente. Lo que llamaba la atención era el largo cordón de grupos de paisanos, llenos de curiosidad, impacientes pero joviales, a veces burlones, que hacían estallar sus estentóreas carcajadas al derredor de las estaciones de la línea.

A cada trecho veíamos, bajo los sombreros de fieltro burdo, o de paja amarilla y anchas alas, fisonomías femeninas bastante graciosas, con ese color vago del tipo de la Francia centro-oriental, que no es ni el rubio delicado de Picardía y Normandía, ni el suave sonrosado de las alturas jurásicas, ni el moreno picante de las gentes que pueblan las comarcas meridionales de Francia. Donde quiera también nos interesaba la robustez del campesino, su rusticidad mezclada de buen sentido y astucia, sus movimientos desembarazados y su insaciable y cándida curiosidad. Y todo eso realzado por cierta originalidad de vestidos que, sin tener la gracia de los alpestres y meridionales, ni la curiosa extravagancia de los bretones, normandos y alsacianos, nos revelaban una tendencia notable hacia las combinaciones pintorescas.

Al pasar o detenerse el tren que nos transportaba, estallaba en cada uno de esos numerosos grupos de paisanos un «hurrah!» borrascoso, por vía de saludo, y no faltaban quienes, queriendo sazonar algún chiste del vecino, exclamaban por este estilo:

— ¡Eh, señor maquinista!, dígale usted a Su Majestad que se dé prisa!

— ¡Bah, gaznápiro!, ¿quién te ha dicho que Su Majestad corre como el chorro de tu molino?

— ¡Diantre, si se hace esperar!

— ¡Si así se portara el Recaudador! ...

— ¡Que nos sirvan refrescos mientras viene! — gritaba otro más atolondrado.

— ¿Y si no viene?

— Será más largo el refresco.

— ¡Sí; comeremos más! ¡El emperador pagará todo!

— ¡Viva el emperador!

Más adelante, al ver que llegaba nuestro tren, un paisano poco erudito en geografía y otras cosas, gritó con todos sus pulmones:

— ¡Bravo! viva el emperador!

— ¡Bruto! — le dijo uno de los compañeros

—, ¿no ves que ese tren viene de París?

— Y ¿qué me importa eso, si me han encargado que grite cuando llegue el tren?

— También podía ser de carbón o leña, y serías capaz de tomarlo por el tren imperial ...

— Aguarda un poco, Ruanillo — añadió otro —; ya tendrás ocasión de gritar y dejar contento al alcalde.

En otra estación, al notar que renovaban el agua en las calderas de la locomotiva, un paisano mazorral observó:

— ¡Diantre, hasta la máquina bebe, mientras que yo estoy a seco!

— Ella bebe a la salud de la compañía — dijo un chusco —, aludiendo a los viajeros del tren.

Y cada cual agregaba una tosca chanzoneta o un retruécano del más rústico ingenio. A este propósito me permitiré una digresión respecto del tipo social en escena.

El paisano francés tiene cualidades muy características que le hacen digno de atención. Más tarde tuve ocasión de observarlo así en varias excursiones hechas a los departamentos del centro y del oeste, y en las escenas semi-campestres de las cercanías de París. Curioso y desconfiado por igual, todo le llama la atención, pero lo observa todo con cautela y recelo. Detesta o teme la guerra, pero se encanta con las escenas militares, por lo que tienen de pintoresco y sorprendente, porque en el fondo de su carácter esencialmente conservador, reacio al progreso y apegado a las tradiciones, hay cierta veleidad de novelería que le tienta a inquirir en las poblaciones todo lo que tiene el sello de lo desconocido, o que es superior a los alcances, los hábitos y las nociones que implica la vida campestre.

A la desconfianza y la curiosidad se añaden en el paisano francés (de las regiones no montañosas) un rasgo que es común a todas las clases del país — el genio burlón y epigramático —, y dos más que le son peculiares al hombre del campo: cierto instinto «diplomático», y una tendencia enérgica hacia la propiedad territorial. Su inteligencia es lenta en la comprensión de las cosas y carece de la soltura y ardentía que provienen de la imaginación. Pero él sabe «rumiar» una idea, revolverla, pesarla y «digerirla» con calma y malicia, y acaba siempre por trazarse un plan en cuya ejecución persiste con invencible tenacidad.

Cuando se le hace una proposición, por halagüeña que sea, vacila un momento, guarda silencio con aire cazurro, se rasca una oreja y acaba por decir: «Compadre, lo pensaremos». Ninguno le arrancará jamás una resolución improvisada o una respuesta categórica por sorpresa. Pero una vez que reflexiona y se forma una idea fija y clara — buena o mala —, no hay razonamiento ni objeción que le desvíe de su propósito. A toda réplica responde, tocándose la frente con el índice de la mano derecha:

— «Compadre, tengo otra cosa aquí adentro. Será como usted dice, pero yo tengo mi idea.»

Ello es que la lentitud de espíritu del paisano francés tiene su compensación en la malicia calculadora, la desconfianza, casi más intencional que instintiva, y el conocimiento práctico de sus intereses individuales. No hay tipo más personal, más individualista que el paisano francés. Él no comprende los hechos ni los intereses colectivos, sino los que afectan íntimamente a su hogar. Si el trabajo, el hábito de los negocios y las relaciones de vecindad le permiten penetrar la situación económica o doméstica del vecino, se guarda bien de darle consejos, o de justificar, con la injerencia en las cosas ajenas, la de cualquier otro en las suyas propias.

En esto los hábitos del paisano son diametralmente opuestos a los del obrero de las ciudades, en quien el instinto de sociabilidad, fuertemente estimulado por el medio en que vive, favorece mucho la comprensión de las cosas colectivas. El paisano, desentendiéndose de lo que preocupa a los vecinos de la cabecera del distrito, calcula y considera a su modo lo que se relaciona con su terruño, su mercado, su feria y sus contribuciones. A eso se reducen toda su política y su economía social.

Sabiendo que el Cura, el Alcalde y el Recaudador de contribuciones son tres fuerzas o personas distintas que forman una sola potencia verdadera para dominar el distrito, la diplomacia del paisano consiste en lisonjear, a esas tres entidades, vivir en buena armonía con ellas, ocultarles los recursos de que dispone y dejar que ruede la bola del vecino, sin inquietarse por nada. Su egoísmo es tan calculado como su diplomacia, porque llegado el momento de hacer bien, sabe mostrarse caritativo y consagrado sin ostentación. Pero como el círculo de su actividad es tan reducido, maneja sus intereses con acierto y permanece en la más completa inmovilidad de relaciones y hábitos.

Adherido al trabajo y la tierra por necesidad, sus operaciones son de un positivismo estrecho. El paisano se dice: «Mi hijo ha de ser paisano como yo; poco importa que no aprenda a leer ni escribir, con tal que sepa ganar dinero y tenga fortuna». Así, lejos de enviarle a la escuela, le asocia a todos sus trabajos, le hace siervo del «campo» y del arado, y le trasmite rigurosamente sus preocupaciones y costumbres.

Su manía consiste en adquirir propiedad territorial o aumentarla que tiene, aunque el producto de la tierra sea muy inferior al de las especulaciones o la industria; sin perjuicio de reservar la suma necesaria para rescatar al hijo mayor de la conscripción militar. Dominado por esa idea fija, se hace económico y avaro, imponiéndose mil privaciones y atesorando franco sobre franco y escudo sobre escudo. El paisano sabe esperar la buena ocasión, disimulando su tesoro. Cuando llega el momento de una compra ventajosa se sirve de toda su diplomacia para reunir a su fanega de tierra otra contigua, y otra y otras, sin satisfacerse nunca.

Su sueño constante de ser propietario de tierra no corresponde a una verdadera aspiración a gozar de los productos del suelo dándose comodidades: él busca en la tierra una consideración que le satisfaga su vanidad personal y de familia, y una seguridad tangible contra toda catástrofe, como guerra, hurto, dilapidación o cosa semejante. Su frase favorita expresa bien su convicción: «El viento arranca las mieses en ocasiones, pero nunca se lleva la tierra».

De algunos años acá el paisano francés está pasando por una crisis peligrosa, especie de fiebre que domina sobre todo a la juventud campesina. La noticia de los altos salarios que obtienen en las grandes ciudades manufactureras o comerciales ciertas clases de obreros, ha conmovido profundamente a los paisanos proletarios, inspirándoles el deseo ardiente de mayor lucro. Para ellos cada gran ciudad ejerce la misma atracción fascinadora que la fabulosa California, de 1848 a 1853, para los emigrantes europeos. De ahí esa constante emigración de paisanos de todas las campiñas de Francia, que abandonan sin pesar sus risueños valles, sus pacíficas llanuras y montañas por aglomerarse a centenares de miles en las sombrías e insalubres callejuelas de las grandes ciudades manufactureras: París, Lyon, Roan, Lila, Estrasburgo, Mulhouse, San Esteban, Marsella y Burdeos.

Y cosa rara! lo que preocupa a los paisanos al ceder a esa corriente de concentración, no es en realidad la aspiración clara y precisa a mejorar de condición adquiriendo más bienestar positivo. Lo que les tienta, lo que les impulsa es el deseo de la mayor «ganancia», de obtener más alto «salario», sin cuidarse de las consecuencias ni averiguar si ese salario elevado de las ciudades manufactureras, debiendo satisfacer mil necesidades facticias y gastos muy considerables, es realmente superior, en el centro de fabricación, al salario modesto pero suficiente que ofrecen los trabajos agrícolas. Como quiera que sea, la manufactura ha revolucionado la vida del paisano francés, y las condiciones de su existencia íntima y social van sufriendo profundas modificaciones.

A las manufacturas se une la conscripción militar, como una causa de perturbación, exagerada en extremo por las exigencias de la política. Cada año salen de los distritos (ciudades y campiñas) cerca o más de 100.000 conscriptos que van a reemplazar a otros 100.000 en el servicio de las armas. Pero de los reemplazados una gran porción se queda en las ciudades (sin contar los que han sucumbido bajo el uniforme), de manera que la sangría militar de todos los años no tiene compensación. En cuanto a los que vuelven, su transformación ha sido completa, y su regreso a las campiñas produce una infusión de bienes y males que modifica mucho los hábitos y las nociones de los que no han salido jamás de la comarca. Por una parte, el soldado licenciado, suponiendo que vuelva sano y cabal, trae los hábitos de mando altivo o de obediencia servil, las tradiciones de la taberna militar, las costumbres y el lenguaje libre de los cuarteles y campamentos, el desprecio por el trabajo pacífico y la tendencia a la holgazanería y las querellas ruidosas. Por otra, su espíritu se ha ensanchado con el contacto del mundo, sus nociones sociales son más claras y extensas, sabe leer y escribir pasablemente, ha olvidado algo su patué provincial detestable, y trae en el corazón los sentimientos de la patria, del honor y de la valentía, fuertemente desarrollados por el espectáculo a que ha asistido durante algunos años como actor y espectador al mismo tiempo. ¿Será mayor la suma de los males que la de los bienes? Tendré ocasión de tratar este asunto al escribir mis observaciones generales respecto de Francia y las particularmente relativas a París. Que el lector me disimule entretanto esta digresión, de que no he podido prescindir.


(Continues...)

Excerpted from Viajes de un Colombiano por Europa II by José María Samper. Copyright © 2015 Red Ediciones S.L.. Excerpted by permission of Red Ediciones.
All rights reserved. No part of this excerpt may be reproduced or reprinted without permission in writing from the publisher.
Excerpts are provided by Dial-A-Book Inc. solely for the personal use of visitors to this web site.

Table of Contents

Contents

CRÉDITOS, 4,
PRESENTACIÓN, 9,
PRIMERA SERIE, 11,
ADVERTENCIA, 13,
DOS PALABRAS AL LECTOR, 15,
PARTE PRIMERA. SUIZA Y SABOYA, 22,
CAPÍTULO I. DE PARÍS A GINEBRA, 22,
CAPÍTULO II. IDEA GENERAL DE SUIZA, 31,
CAPÍTULO III. GINEBRA., 47,
CAPÍTULO IV. LOS ALPES SABOYARDOS, 63,
CAPÍTULO V. LA HOYA DEL ALTO RÓDANO, 75,
CAPÍTULO VI. EL CANTÓN DE VAUD, 82,
CAPÍTULO VII. VAUD Y NEUCHATEL, 91,
CAPÍTULO VIII. EL CANTÓN DE FRIBURGO, 105,
CAPÍTULO IX. EL CANTÓN DE BERNA, 121,
CAPÍTULO X. LA REGIÓN DEL OBERLAND, 134,
CAPÍTULO XI. EL CANTÓN DE UNTERWALDEN, 146,
CAPÍTULO XII. LOS CUATRO CANTONES, 158,
CAPÍTULO XIII. LOS PEQUEÑOS CANTONES, 169,
CAPÍTULO XIV. ZUG Y ZURICH, 185,
CAPÍTULO XV. LA HOYA DEL RIN, 195,
CAPÍTULO XVI. TRAVESÍA DE SUIZA, 205,
CAPÍTULO XVII. BASILEA Y LA SUIZA, 210,
PARTE SEGUNDA. LA REGIÓN DEL RIN, 226,
CAPÍTULO I. EL GRAN DUCADO DE BADEN, 226,
CAPÍTULO II. ALGO DE LA FRANCIA ALEMANA, 237,
CAPÍTULO III. BADEN-BADEN, 248,
CAPÍTULO IV. LAS CIUDADES BADENSES, 257,
CAPÍTULO V. DE HEIDELBERG A FRANCFORT, 264,
CAPÍTULO VI. DOS ESTADOS ALEMANES, 272,
CAPÍTULO VII. EL RIN, 281,
CAPÍTULO VIII. LA PRUSIA RINEANA, 287,
CAPÍTULO IX. DEL RIN A LIEJA, 295,
TERCERA PARTE. BÉLGICA, 302,
CAPÍTULO I. LA NACIÓN BELGA, 302,
CAPÍTULO II. LIEJA Y EL BRABANTE, 309,
CAPÍTULO III. AMBERES, 316,
CAPÍTULO IV. BRUSELAS, 324,
CAPÍTULO V. EL PAÍS FLAMENCO, 332,
CAPÍTULO VI. LA REGIÓN MARÍTIMA, 341,
CAPÍTULO VI. DE OSTENDE A PARÍS, 348,
LIBROS A LA CARTA, 357,

From the B&N Reads Blog

Customer Reviews